Este texto es un fragmento de

El extraño

Alfonso Ferrer

El extraño

 

— Buenos días —dijo el extraño.

— Buenos días —respondí.

— ¿Son ustedes salvajes?

— No señor, somos indios.

— ¡Ah! ¡O sea que hemos llegado a la India! ¿Lo ves? ¡Te lo dije! —contestó el extraño triunfal dando un codazo a su acompañante.

— Perdone caballero, pero esto no es la India, sino América —apunté.

El extraño se me quedó mirando unos instantes, avergonzado por ser corregido.

— ¿Qué es eso de América? —preguntó lentamente alzando una ceja inquisidora.

— Lo que usted ve, señor —señalé la playa y los bosques de alrededor.

— Y… ¿Hay  indios de la India en América?

— No, señor, aquí solo hay indios americanos. Creo que en la India prefieren que los llamen hindúes.

— Entiendo… Es decir, ¡que acabo de descubrir América!

Alzó los brazos en señal de júbilo dirigiéndose a su grupo de marineros. Todos contestaron levantando sus armas y sus botellas de vino, gritando ¡Hurra!

Cuando se hubieron calmado, se volvió hacia mí con una enorme sonrisa.

— ¿Y ustedes de dónde vienen? —pregunté.

— De la vieja y civilizada Europa, amigo mío —respondió abriendo los brazos como para darme un abrazo.

— ¡Ah…!

Me giré hacia mi grupo y grité:

— Amigos… ¡Acabamos de descubrir europeos!

Todos los indios levantaron sus brazos y saltaron de alegría. Uno de ellos incluso se puso a llorar de la emoción. Después de apaciguarle, me volví al extraño. La expresión de su cara había cambiado hacia el desconcierto.

— Un momento…

— ¿Sí?

— ¿Cómo que han descubierto europeos? Somos nosotros los que les hemos descubierto a ustedes, y no a la inversa —dijo en un lamento.

— Bueno… ¿Cómo pueden ustedes descubrirnos a nosotros sin que nosotros les descubramos a ustedes? ¿No lo ve un poco contradictorio?

— Cierto pero...

El extraño se quedó pensativo un instante.

— Vale, no le falta razón pero de todas formas, yo he venido aquí a descubrir algo y ahora me pone usted en esta tesitura… —respondió con voz triste.

No supe qué decir asi que le puse una mano en el hombro ya que parecía realmente afectado.

— Si quiere, puede usted ir un poco más al norte.

— ¿Y qué hay allí? —preguntó esperanzado.

— Otro continente, dicen. Aunque lleno de hielo y osos polares.

— Bah…eso no me interesa… —contestó mirando al suelo derrotado. — y de todas formas, si usted sabe lo que hay significa que alguien más ha estado ya y lo ha descubierto. No tiene mucho mérito descubrirlo una segunda vez.

Tras una pausa, se dirigió a su acompañante.

— Iremos al sur entonces, ¿no? ¿Qué opinas?

Este le contestó con cara de bivalvo y se encogió de hombros.

— Tú decides, eres el jefe.

Y se quedaron meditabundos.

— Hacia el sur se dirigieron los otros —comenté para romper el hielo.

— ¡¿Qué otros?!

— Otros tipos en barco. Llegaron hace un par de días y aparcaron dos playas más abajo. Muy simpáticos también pero con un acento diferente aunque no especificaron de dónde provenían. También dijeron que venían en busca de continentes.

— ¡Los portugueses! —exclamó el acompañante tirando de la manga del extraño.

— ¡Esos malditos! Nos han debido de adelantar por la noche ya que no vimos ningún otro barco… ¡cáspita!

Se armó un pequeño barullo entre la tripulación.

— Una pregunta… —interrumpí.

— ¿Sí?

— Y esos tales portugueses… ¿son también europeos?

— Bueno…sí, algo parecido.

— Entiendo… —respondí decepcionado mientras a mi grupo se le borraba la sonrisa de la cara—. Bueno, en tal caso nosotros ya si eso nos vamos…

El extraño me miró sorprendido.

— ¿Cómo? ¿Tan pronto? ¿A qué viene esta prisa repentina?

— Es que…verá usted. Si los de hace dos días también eran europeos, descubrirles a ustedes ahora es redundante —respondí todo lo diplomáticamente que pude—. No hace ilusión, ¿comprende? Igual que lo que me comentó antes del continente de hielo.

— Mmmm…vaya, entiendo… —murmuró dolido.

La mayoría de los indios ya empezaba a irse. Incluso el que había llorado se sentía ahora decepcionado y nos dió la espalda.

— ¡Un momento! —gritó autoritario el extraño—. ¿Tienen ustedes una religión?

Le miré sorprendido. No sabía qué responder y busqué ayuda en los ojos de mi mejor amigo, el cual estaba de pie a mi lado. Este me contestó con unos imperceptibles encogimientos de hombros y negaciones con la cabeza.

— Sí…¡Sí! Claro que… que…tenemos una… regilión… —respondí tartamudeando y bajando la voz.

— ¡¿Cuál?!

— Pues… la misma que la suya —improvisé desesperado apuntando con el dedo al acompañante del extraño que, al verse señalado, agarró el crucifijo que llevaba colgando en el pecho.

Todos, de un bando y del otro, quedaron en silencio por unos eternos segundos.

— ¿Es…usted…católico? —dijo desconcertado el extraño haciendo saltar su mirada de la mía a la de su compañero.

— Errr…sí… ¡Sí! ¡Eso es! Soy…católico…de pura cepa. —respondí sin estar seguro de qué significaba aquello.

— Incluso… ¿Esa mujer con los pechos…digo, pecados, al aire? —señaló a una india curiosa que se había acercado a ver lo que pasaba.

Respondí lo primero que se me vino a la cabeza.

— Sí, ¿por qué no? Esta…es una playa pública nudista. Todo legal por lo que pueden entrar también los pecados…digo, los pechos.

Desconfiado, me analizó de arriba abajo en silencio mientras la tensión parecía aumentar. Una brisa suave paseó sobre nuestras cabezas refrescándonos del abrasador sol.

— Bueno… entonces si el continente ya está descubierto y también son católicos, no hay más que hacer aquí… —comentó el extraño con voz rendida.

Su acompañante abrió los ojos como platos y le tiró de la manga. Le susurró algo al oído que le hizo reaccionar.

— ¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Gracias, camarada! Casi se me olvida… ¿Tienen ustedes oro?

— ¿Oro? ¿Qué es eso? —pregunté apartando de su vista una fina pulsera dorada mientras que, a su vez, los demás indios me imitaban discretamente con sus respectivas joyas.

El extraño cogió una bolsa atada a su cinto y escurrió unas gordas pepitas de oro entre sus dedos.

— Esto —respondió como hipnotizado—, un mineral precioso ¿No cree?

— Ah… pues sí… Muy chulo, sí —comenté fingiendo interés—. Pero… no, nunca he visto esto por esta zona. Aquí lo máximo que tenemos es piedra pómez.

— ¿Y eso qué es?

— Pues nuestro mineral más valioso. Viene bien para las durezas y callos, mano de santo… —callé de repente dándome cuenta de mi blasfemia.

Para desviar la atención pedí a mi amigo que fuera a por varias piedras pómez y una de ellas de 5 kilogramos, para el extraño. Una vez las repartió entre todos los europeos, el extraño preguntó.

— ¿Cuánto le debo?

— Ah, no…nada. Considérelo una ofrenda de nuestro pueblo.

— No, no. Insisto. A mí nadie me ha regalado nunca nada y no será ésta la primera vez.

— Bueno, si insiste puede darme diez pepitas de oro.

— Le doy cinco.

— Diez — insistí.

— ¿Ocho?

Acepté. Me tendió una bolsita con el oro y se giró. Media tripulación estaba sentada en la arena puliéndose los callos con el nuevo y milagroso pedrusco.

— Bueno, chicos, regresamos al barco y navegamos al sur, que aquí ya no hay más que hacer.

Subieron a sus chalupas y remaron hacia sus galeones.

Pequeño Caballo Gris, mi sobrino, se acercó a mí:

— ¿Quiénes eran esos hombres, tío?

— Turistas, cariño. Turistas.




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