Este texto es un fragmento de

La Gioconda es falsa

Fernando da Casa de Cantos

La Gioconda es falsa. Esa es la única verdad –comentó Sébastien en voz alta.

Empezaba a hablar solo. Él mismo se rio de la ocurrencia.

–No podía haber elegido una frase menos cuerda para comenzar con mis desvaríos… –continuó diciendo mientras paseaba por el salón de su casa–. Creo que me tomaré una copa. Esto de hablar solo no me parece correcto.

La soledad era su compañera más habitual, solía frecuentar su casa casi a diario. Nunca tuvo novia. Ni novio. De haber elegido compañía para toda la vida, no albergaba duda alguna de que ella habría ganado. Pero tampoco la eligió, sencillamente se presentaba en casa con más asiduidad que sus amantes esporádicos. Sus rarezas y manías hacían que no fuera un hombre demasiado sociable. Únicamente su gato Mishka, su amor por el arte, su devoción por Leonardo da Vinci y su obsesión con La Gioconda competían por hacerse un hueco dentro del solitario corazón de aquel hombre.

Sébastien Drioton, conservador jefe de la sección de pintura italiana del Museo del Louvre, nadaba entre un mar de dudas. Se encontraba de bruces ante una difícil e inesperada situación que lo superaba. Había bregado con importantes problemas durante su dilatada carrera, pero nunca con algo tan trascendente. Se sirvió un whisky con un solo hielo, en vaso de boca ancha. No solía beber, consideraba el alcohol como un instrumento social. Detestaba beber solo. Ahora solo contaba con la compañía de su gato.

–¿Quieres uno? –le preguntó a Mishka, su enorme gato peludo, de raza Maine Coon. Este se paseó delante de él, con su larga cola tiesa en forma de plumero, y se dirigió a la terraza del apartamento. Evidentemente, no hablaba francés. Y si lo entendía, no le gustaba el whisky.

 –Maldito gato, no sirves ni para hacerme compañía –le reprochó.

Apuró el vaso y se recetó otra copa. Buscó a su gato con la mirada y reanudó su monólogo.

–Mishka, perdóname; tú no tienes la culpa. Soy yo y mis rarezas. Y las mujeres como Gioconda.

Con el tercer whisky en el cuerpo, aterrizó en el sofá. Le aliviaba sobremanera gozar con aquel dulce mareo que anulaba su raciocinio y calmaba su angustia. A pesar de todo, Mishka no se libró de nuevos lamentos.

 –Seré tachado de antipatriota. Me expulsarán de Francia –vaticinó. Ya no nadaba entre dudas. Más bien se ahogaba.

 

Todo empezó poco antes, cuando la copia de La Gioconda exhibida en el Museo del Prado de Madrid llegó a París, para ser mostrada en la exposición La última obra maestra de Leonardo da Vinci: Santa Ana. La Gioconda madrileña era considerada una obra menor, nada importante, hasta que la restauración efectuada poco antes de su traslado a París descubrió aspectos sorprendentes. No se trataba de una copia del siglo XVIII, sino de un cuadro coetáneo del parisino. Y su belleza… Era tan bella o más que la original. Tras el fondo negro que rodeaba la figura de Mona Lisa, los restauradores descubrieron un maravilloso paisaje, casi idéntico al de La Gioconda del Louvre. ¿Por qué fue ocultado en su momento? No se sabe, pero se pudo recuperar gracias a una capa de barniz intermedia que conservó intacto aquel sorprendente paisaje azul. Además, estudios realizados con sofisticados sistemas de espectrografía probaban que el cuadro madrileño contenía las mismas correcciones y arrepentimientos que el cuadro original, por lo que resultaba evidente que fue pintado en el taller de Leonardo a la vez que la tabla más famosa de da Vinci. Por otra parte, la utilización de materiales nobles, carísimos para la época, dejaba entrever que no se trataba de una mera copia. Incluso había aspectos que ennoblecían todavía más a La Gioconda española respecto de la francesa. El uso del lapislázuli, mineral muchísimo más caro que el oro en el siglo XVI, dignificaba el cuadro del Museo del Prado… Sobre todo teniendo en cuenta que ese mineral brilla por su ausencia en el cuadro del Louvre. Sorprendente. También asombraba que la copia española hubiera sido pintada sobre tabla de nogal, mucho más costosa que la tabla de álamo utilizada para el original.

Vincent Délice, comisario de la exposición La última obra maestra de Leonardo da Vinci: Santa Ana, era compañero de trabajo de Sébastien Drioton en el Museo del Louvre. Magnífico restaurador, compartía con Sébastien varias pasiones. Una de ellas, el amor por la obra de Leonardo da Vinci. Ambos quedaron completamente sorprendidos y maravillados con La Gioconda llegada de Madrid. Mientras se realizaba el montaje de la exposición, coincidieron varias veces ante aquella asombrosa e inesperada joya.

 –Lo admito, Vincent: este cuadro me sobrepasa, me siento abrumado. No podía esperar algo así. Es magnífico –reconoció Sébastien.

 –Cierto. Pero no deja de ser una copia, no es obra de Leonardo. Carece de la enigmática sonrisa, del dominio del sfumato para qué decir, y ni siquiera aparece levemente el glacis –puntualizó Vincent.

A Vincent lo incomodaba la comparación de ambos cuadros. Le parecía una auténtica herejía el mero hecho de realizarla. Consideraba a La Gioconda como la obra cumbre de Leonardo da Vinci, y su comparación con cualquier otra obra, máxime si se trataba de una copia, equivalía a equiparar París con cualquier ciudad de provincias. No transgénicos en el mundo, protegidos por sus herbicidas hechos con glifosato, sustancia altamente cancerígena que se ha cobrado muchas vidas en países como Argentina… Los periodistas autores del documental se han enfrentado a graves problemas para seguir desarrollando su carrera profesional.

¿Era este el mundo que él quería? ¿Era cobarde si abandonaba, o sencillamente un buen patriota? Cuando pasó por la puerta de la pastelería Ladurée Royale, en la esquina de la calle Saint Honoré con la calle Royale, las tripas protestaron: no había comido. Y aquellos dulces preparados primorosamente le llamaban… No, había decido cuidar un poco la dieta. Mejor cruzaría la calle, hasta llegar a Hédiard, y compraría unas fresas, quizá unas cerez…

 

¡¡¡PUMMMM!!!

 

El despistado Sébastien, que odiaba los coches, yacía debajo de uno. La conductora, histérica, salió del vehículo profiriendo gritos, llorando, pidiendo socorro. Paró una patrulla de policía, y un peatón que alegó ser médico. Sébastien se dio cuenta de que aquel atropello le había despejado todas las dudas sobre cómo actuar. Antes de expirar, agarró con todas sus fuerzas el brazo del médico, sonrió y le dijo:

–Estoy seguro de que es falsa. La Gioconda es falsa.




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