Este texto es un fragmento de

La llama de Pokhara

Miguel Ángel Navarrete

10. El olor de la sangre

 

A veces, uno siente ciertos presagios, cierta intuición que no sabe muy bien de dónde viene. Tal vez de sueños antiguos y olvidados, tal vez de ideas malogradas en el recuerdo. Pero escucha los sonidos, el acelerar de un coche. Y su corazón comienza a latir de forma atropellada.



Después de los últimos atentados de Achrafieh y Dahie, la situación del país era tensa e incierta y la violencia sectaria entre suníes y chiíes se hacía cada vez más patente. Varios episodios de violencia e intercambio de disparos se habían sucedido por casi todos los barrios de Beirut, enfrentando a ambas facciones.



Irene camina de la mano de Marcos, unos metros delante de Miguel, hecho que le duele, que le hace recordar tiempos mejores. Hecho que cada día le hace encajar a la fuerza en la nueva vida que todos viven. Y en un instante todo es confusión, extrañeza. Se escucha la explosión de la pólvora, la detonación de disparos; gritos de gente. Es un segundo en el que Irene siente como la mano de Marcos se separa de la suya, haciendo levantar su brazo por el repentino gesto.



Marcos se cubre el rostro y se tira al suelo, buscando refugio, mientras personas delante de Irene son tiroteadas al tiempo que un todo terreno negro de cristales ahumados pasa frente a ella. El miedo la paraliza y no sabe qué hacer más que cerrar los ojos ante el estruendo del ruido y la confusión, momento en el que siente un fuerte abrazo que casi la desestabiliza, unos brazos que la aferran con fuerza, un pecho conocido; un olor familiar. Abre los ojos en un acto reflejo pero la cercanía de la persona no le deja ver más que protección, momento en el que siente un leve empujoncito, una sorda interjección, una respiración que se acelera, que se entrecorta, y el acelerar de un coche que se aleja a toda velocidad. Son momentos confusos que no le dejan entender nada aún; un pecho que no le deja ver, que no le permite comprender.



– ¿Estás bien, xiqueta? – las palabras salen de la boca de Miguel de forma entrecortada, casi atropellada, mezcla de esfuerzo y preocupación.



Se aparta un poco de Irene para reconocerla, aunque sigue aferrado a ella por sus hombros. Irene, que tenía la cabeza ladeada en su pecho ve a Marcos en el suelo, cómo se incorpora, la mira, mira alrededor. Está bien, igual que ella que al fin repara en él.



– ¿Estás bien? – vuelve a preguntar Miguel, con cara asustada, ceño muy fruncido mezcla de dolor y desconcierto.



– Sí, estás bien… – esas palabras salen de su boca al tiempo que su ceño deja de fruncirse, se relajan sus cejas y sus piernas y, a pesar de que lo intenta, apoya su cabeza en Irene mientras va cayendo lentamente al suelo, recorriendo todo su cuerpo, como si se escurriera al fin de su vida.

Cae al suelo y se queja, se lleva la mano a su abdomen y se tumba de lado, con gesto de dolor.



– ¡Xiquet! – es lo único que acierta a pronunciar Irene al tiempo que se arrodilla, junto a él intentado buscar alguna herida o indicio de daño.



Marcos ya se ha levantado e intenta hacer que Irene se incorpore, agarrándola del brazo, momento en que ella le devuelve el mismo gesto para soltarse que segundos antes él le había hecho. Ni siquiera lo mira; solo mira a Miguel.



– ¡Xiquet, ¿qué te pasa?! –grita entre el ruido y la confusión del momento.



Miguel está muy aturdido, apenas ve nada. Se entristece mucho al no verla, al no sentirla cerca a pesar de tenerla a unos palmos frente a sí.



– Irene… –dice, con un hilo de voz apenas audible –. ¿Dónde estás…?



Irene no puede creer lo que está sucediendo, lo que está presenciando.



– ¿Por qué no estás…? – susurra Miguel al tiempo que lágrimas comienzan a caer por sus mejillas, como la sangre se va derramando de su abdomen, tiñendo el asfalto de gris cobrizo.



– Estoy aquí, xiquet… –Irene ha empezado ya a llorar en un completo estado de desesperación, mientras su cabeza intenta procesar todo lo que ocurre, todo lo que es, lo que ha pasado.



Marcos no hace ningún otro intento por levantarla; hasta él mira con desconcierto lo que ocurre fuera y dentro de él.



– Irene… –dice al fin Miguel, volviendo a la conciencia y reparando en sus ojos azules que le dan un pequeño aliento de vida, y sonríe –. Estás aquí…



Irene siente como la mano de Miguel coge la suya, en una leve aproximación hacia ella en la que no había reparado. Siente sus manos frías, como siempre las tuvo. Siente su frío, esas manos frías con las que muchos días recorrió los barrios de Beirut, las mismas manos frías que la abrazaron por la noche y la mantuvieron caliente.



– Cui…, cuídate mucho, xiqueta… –su voz era ya apenas un leve susurro.



Las lágrimas brotaban sin control de los profundos océanos que Irene encierra en sus ojos, apretando sus labios, marcando esas pequeñas arrugas que tanto le gustaban.



– T’estime…, molt… –tose, con lentitud e infinito esfuerzo, apareciendo un poco de sangre por su boca –. T’estimemoltíssim…



La desesperación de Irene no le deja articular palabra, y tan solo su boca dibuja un «jo també, xiquet» que no llega a ser audible, ni siquiera para ella.



Al fin, la conciencia vence su aturdimiento, e Irene exclama «¡ayuda!», con un grito tan desgarrador que eriza el vello de sus compañeros, unos pasos detrás de ella.



Mucho ha sucedido a su alrededor, aunque no ha reparado en nada. En ese momento ve como alguien frente a ella agarra el cuerpo de Miguel y lo levanta por los brazos, sintiendo como se lo llevan, como se aleja de ella.



–¡Ey! –tan solo acierta a decir cuando repara en un par de tipos que intentan meterlo en un viejo Mercedes destartalado donde ya hay dentro otros cuerpos, vivos o muertos. Eso ella no lo puede saber.



Marcos la abraza desde atrás aunque Irene no se percata de nada.



– ¡¿Oú vous l´emmenez?! –pregunta aturdida, intentando entrar en el viejo Mercedes con él, soltándose de los brazos de Marcos en los que no ha reparado.



– No puede entrar, Madame –dice uno de los hombres que intenta meter a Miguel encima de otro cuerpo sangrante–. Lo llevamos al hospital Saint George, en Geitawi. Allí llevaremos a todos los heridos que podamos. Por favor, ¡apártese!



Irene suelta la pierna de Miguel que aún tenía cogida, y siente un enorme vacío al ver como lo meten en aquel viejo y desconchado Mercedes. El sonido del portazo resuena como un estallido en sus oídos, diluyéndose en el bramido del viejo motor que hace mover las ruedas del coche y lo aleja de ella. Extraña sensación al ver ese coche alejándose, haciéndola sentirse más pequeña a medida que se pierde avenida abajo, como si le estuvieran arrancando algo desde muy dentro y se estuvieran llevando una parte de ella. Es ahora Miguel Ángel Santos quien se acerca a Irene y le pregunta si está bien, si quiere coger un taxi y dirigirse al Saint George. Ha estado junto a ella todo ese tiempo aunque Irene no se percató.



La desesperación que la aterraba hace unos momentos se vuelve aún más intensa al no ver a Miguel, al no saber si está ya muerto; si aún vive. Dónde está.



– Sí, vamos a coger un taxi –dice al fin a Miguel Ángel, momento en el que también mira a Marcos, quien desde cerca de ella vuelve a intentar abrazarla. Irene se deja, aunque sus brazos pesan demasiado como para corresponder al abrazo, y se encuentra de nuevo rodeada por alguien, por un pecho menos conocido. Por un olor a rueda quemada y sangre que se pudre en el asfalto.

Siente su cercanía, la del olor, y vuelve a llorar desesperada.




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