Este texto es un fragmento de

Llovió la muerte

Rafa González-Palencia

Esperanza

 

Otra carretera oscura, otro salpicadero con olor a nuevo.

 

El rocío pegajoso de la madrugada se coló por el aire acondicionado, añadiendo resina y flores tardías al aroma de concesionario.

 

La luz de los faros sobresaltó a unos conejos arremolinados en una rotonda. Sus cuerpos, diminutos y rígidos, rompieron a vibrar al son de las pupilas frenéticas, los hocicos temblando de ansiedad.

 

El motor de la furgoneta lanzó un quejido. Un puñado de grava suelta tintineó contra los bajos.

 

Sentado en el asiento del copiloto, Kaki se frotaba tranquilamente la nuca contra el reposacabezas, y con cada respiración acunaba bajo la chaqueta su pistola nueva. Una Glock cuatro cero, calibre cuarenta y cinco, con tres leones rampantes grabados en la culata.

 

El tío Roberto se la regaló. Dijo que se la había ganado al póker a un soldado inglés en un garito del puerto. Sucedió la noche antes de que al difunto capitán James Livermore, ex tirador de élite de las SAS británicas y empleado a tiempo parcial por varios infames contratistas privados, lo pelaran como a una ciruela en una casa vacía del barrio de Los Mateos por excederse en sus deberes de interrogador el verano anterior.

 

Su pecado contra Alá: dejar sin párpados, testículos ni ojos —por este orden— al sobrino de un gerifalte de Al Qaeda del Magreb.

 

Para hacerlo, usó un cortapizzas oxidado.

 

Kaki había probado la Glock de los tres leones por primera vez aquella misma mañana. Contra el perro. Durante los últimos dieciocho meses, el viejo Brujo había desarrollado una enfermedad degenerativa de la espina dorsal. Una mielopatía, similar a la esclerosis humana, que normalmente afecta solo a los pastores alemanes. Pero aquel mastín grisáceo, enjuto y babeante la desarrolló por sí mismo, sin aparente razón genética.

 

A veces, las circunstancias que deciden la vida no tienen justificación, ni siquiera pueden explicarse. Tan solo aparecen y no queda más remedio que afrontarlas.

 

Iban a sacrificarlo al día siguiente, pero a Kaki le pareció más honesto matarlo cara a cara, sin jaulas de dos metros cuadrados, ni extraños, ni camillas heladas.

 

El percutor de titanio chasqueó, liviano. La detonación del arma sonó igual que la palmada con la que una madre manda callar a sus hijos: familiar pero no exenta de crueldad.

 

El maltrecho Brujo no apartó la vista de su dueño hasta que el impacto le giró violentamente la cabeza hacia atrás. Medio cerebro le saltó por los aires y aterrizó como una plasta rosácea sobre una lona de plástico en el suelo. Sus patas huesudas crujieron, se estiraron de pronto y luego se desplomaron junto a él, desordenadas.




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