Este texto es un fragmento de

Nanas dragonas

Marta Gómez Casas

De repente escuché un “flap, flap, flap” alicaído y supe que Casimiro volvía a casa en un estado lamentable, así que abrí la ventana y en ese momento entró algo parecido a una bala de cañón que se estampó contra la pared: ¡CLOOOOOOOONNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNN...! 

La una, podía pensar, si no fuera porque había empeñado hacía unos meses el carillón de la abuela y porque la primera luz del amanecer empezaba a filtrarse dentro del salón.
 
Pintaban casi las seis y cuarto y por el boquete de la pared se veía la espalda impasible del vecino, que en aquel momento mojaba un croissant en un tazón de café manchado. No hizo ningún aspaviento que denotara la menor sorpresa por el hecho de que su intimidad mañanera se hubiera ido al guano y la vecina estuviera cotilleando su desayuno. Como era lo de siempre, yo tampoco me molesté en disculparme. Ya sabía lo que tocaba ahora: pelea con el seguro para justificar el desperfecto y arreglo de un desconchón que duraba menos intacto que una docena de gambas cuando venía la piraña de mi hermano a cenar. 

Suspiré con resignación y fui a ver cómo se encontraba el causante del agujero que tenía permanentemente en mi cuenta de ahorro: últimamente visitaba más al albañil que a mi madre y yo creo que Rogelio se estaba construyendo un chalecito en la playa a base de arreglarme los tabiques que la mutua no me quería reparar. 
Hecho un lío de patas y alas, quejumbroso y dolorido, Casimiro sólo tenía fuerzas para murmurar un penoso y siseante “ññññggggggggggggggggggggggggggg”. Su brillante lomo negro estaba más apagado que nunca y la cresta naranja que le nacía desde la mitad de la espalda y le rubricaba la cabeza como a un gallo orgulloso, lucía sucia y enmarañada. Olía a hidromiel por todos los poros y echaba pequeñas bocanadas de humo que a aquella hora le daban a mi salón más pinta de fumadero de opio que de casa respetable. 

Pensé en echarle la bronca, pero lo desestimé casi de inmediato porque estaba casi segura de que en semejante estado de embriaguez habría sido inútil. Sus ojos estaban a media asta, más anclados en el mundo de los sueños que en éste, así que lo dejé para mejor ocasión, cuando hubiera dormido la mona y se levantara con lucidez.
 
En ocasiones como ésta me arrepentía de no haberle devuelto al supermercado cuando era sólo un pequeño huevo confundido entre media docena de los normales. Cuando llegué a casa quise cascarlo para hacer una tortilla pero fue imposible. Lo intenté primero contra la sartén, pero no pude. Así que continué lanzándolo contra la pared y después contra el armario ropero del dormitorio. Lo pisoteé, jugué con él como si fuera un balón, y nada, ni una miserable raja. Finalmente pensé que quizá como huevo no valiera, pero que era mono para decorar. Así que lo puse en una maceta del salón. Allí se tiró casi doce meses sin que diera muestra de ser otra cosa que un huevo fosilizado, hasta que la Noche de San Juan algo insólito ocurrió. El Solsticio de Verano consiguió lo que ni mi habilidad ni mi ira habían logrado y ante mi sorpresa, con un “craaaaaaccckkkkkkkkkk...” espeluznante, la cáscara empezó a rasgarse y se convirtió en una especie de champiñón blanco adherido a la cabeza fea y despeluchada de un ser difícilmente descriptible. Apenas era un poco más grande que una lagartija común, pero de un negro intenso, con un hilillo de crin que le crecía adornando la columna vertebral. Tenía los párpados cerrados y un mohín de pena en el hocico que me enterneció. Cuando fui a quitarle la mitad del huevo de la cabeza abrió levemente los ojitos, de un azul aguamarina, y me miró tan desvalido que no pude hacer otra cosa que amarle para siempre. 



Comprar

Recompensa
+ XP
Acumulas XP y estás en nivel
¡Gracias!