Este texto es un fragmento de

Ajuste de cuentas

Nicolás M. Sarriés

Francisco García (nombre ficticio) fue durante más de 30 años trabajador de una gran empresa española, de esas que primero fue un monopolio estatal, pero tras la llegada de la democracia acabó convirtiéndose en una de las principales entidades cotizadas del país.

Como Francisco trabajó tantos años en la misma empresa, no solo logró progresar poco a poco a la vez que la compañía, sino que también fue acumulando derechos de antigüedad y privilegios que le fueron permitiendo un cierto nivel de vida y la generación de unos ahorros (no muchos) para complementar su jubilación, cuando ésta llegase. El destino quiso que la última gran crisis económica española, a finales de la década de 2000, pillara a Francisco durante sus últimos años laborales. Esta crisis, además de llevarse por delante los sectores económicos relacionados con el ladrillo (promoción inmobiliaria, construcción…), había cambiado de forma radical algunas cosas que parecían establecidas.

De repente, a Francisco desde la empresa le decían que su desempeño como empleado parecía haberse quedado obsoleto, y sus condiciones laborales no eran sostenibles ni propias del nuevo entorno competitivo. Dicho más sencillamente: que a la compañía le salía muy caro para el rendimiento que ofrecía. Así que a Francisco le invitaron a acogerse a un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) y le prejubilaron, cobrando alrededor de un 80% de su salario. En suma, entre indemnización, finiquito y demás, unos 150.000 euros; todo un dinerito, y más con la pensión a la vuelta de la esquina.

Francisco se acercó con su dinero a la oficina de su banco, el de toda la vida. Quería que le asesoraran sobre qué hacer con ese capital acumulado tras toda una vida trabajando. Con la jubilación tan cerca, lo que menos quería eran sustos, así que su idea pasaba por meter el dinero en un depósito que le garantizara su dinero, aunque su rentabilidad fuera menor.

“Oye Francisco”, le inquirió el director de su oficina. “No sé si sabes que para clientes especiales tenemos una inversión que es tan segura como un depósito pero que en vez de un tres y pico por ciento ofrece un 7,5% de interés. Creo que te interesa, primero porque es exclusivo, y segundo porque lo que ofrecen de rentabilidad los plazos fijos la verdad es que apenas sirve para compensar la subida de precios”. Francisco, aconsejado por el responsable de la oficina de siempre, invirtió su dinero en lo que creía que era un depósito.

Se equivocaba.

El dinero de Francisco no estaba metido en un depósito, con las seguridad que eso comportaría (estar protegido por el Fondo de Garantía de Depósitos, es decir, por el Estado). No. En realidad su dinero lo había empleado el banco para venderle a su cliente unos papelitos, conocidos como participaciones preferentes, que distaban mucho de estar protegidos por nadie, y menos el Estado.

Al igual que a Francisco, la práctica totalidad de bancos y cajas de ahorros (sobre todo estas últimas) en España colocaron entre la ciudadanía miles de millones en participaciones preferentes, o en deuda subordinada, o en valores. Solo entre 2008 y 2011 vendieron entre clientes minoristas más de 12.500 millones de euros de estos títulos, según datos de la Comisión de Seguimiento sobre Comercialización de Instrumentos Híbridos de Capital y Deuda Subordinada, establecida por el Congreso en 2013 para atender las crecientes demandas de los afectados. Los bancos colocaron sus productos con riesgo entre sus clientes con más ahorros (que suelen coincidir con aquellos de más edad, y a su vez con aquellos con menor educación financiera), en lo que acabaría siendo uno de los mayores escándalos de la historia económica de España.

¿Qué eran las preferentes? Se trataba de un producto financiero considerado híbrido, ya que tenía características propias de la deuda (bonos, obligaciones) y del capital (acciones). Los inversores contrataban un producto que no les otorgaba derechos de voto en la sociedad (como sí permitían las acciones) pero que sí que contabilizaba a efectos de regulación como capital del banco. A cambio se retribuían con unos intereses muy superiores a los del pasivo garantizado. Aunque tenían un coste muy superior que el de los depósitos, a las entidades les interesaba colocar este tipo de producto porque le contabilizaba como capital exigido por parte de las autoridades regulatorias (Banco de España, Autoridad Bancaria Europea).

Que funcionaran a efectos regulatorios como capital quería decir, en esencia, que esos fondos serían susceptibles de sufrir pérdidas o convertirse en acciones si la entidad presentase un déficit de capital en el futuro. Si un banco tenía problemas de viabilidad, la normativa exigía que en caso de quiebra los preferentistas cobrarían casi los últimos, solo por detrás de los accionistas. Es decir, que muy probablemente sufrirían quitas totales o parciales como hubiera problemas. Además, estas preferentes tenían la condición de perpetuas, y solo podían ser amortizadas (recompradas) previa decisión del banco y con autorización de los reguladores. Tampoco cotizaban en un mercado abierto y transparente, sino que se hacía a través de mercados internos (casaciones) organizados por los propios bancos. Esto en la práctica significaba que un cliente era capaz de deshacer su inversión de preferentes solo si la entidad conseguía colocarle ese mismo paquete a un segundo cliente.

Como demostraría la justicia posteriormente, a una gran parte de los clientes se les ocultó o no se les advirtió lo suficiente de los riesgos que entrañaban las preferentes. En muchas ocasiones el producto se los recomendaba un empleado que (aunque este sí conocía los riesgos) también había invertido sus ahorros en estas participaciones, comparándolas con un depósito o un plazo fijo. El engaño era posible primero porque la comercialización de estos productos fue en muchos casos deficiente (si no negligente), pero sobre todo porque jamás nadie se había planteado que los bancos fueran a tener tantos problemas. Y es que la clave del tinglado residía precisamente en que no habría engañados si nadie resultaba perjudicado. Ningún responsable de banco o caja se imaginaba, allá por 2008 o 2009 que la crisis podría acabar derribando a casi la mitad del sistema financiero español, y que eso acabaría por suponer el desplome del mercado de las preferentes y otros productos financieros híbridos como la deuda subordinada.

Hacia el año 2011, los bancos y las cajas eran ya plénamente conscientes del escándalo que se estaba gestando con la comercialización de los productos híbridos, y la opinión pública estaba empezando a ser siquiera consciente del problema. Así, las entidades con mayor solvencia habían ido proponiendo a sus clientes distintas modalidades de canje para amortizar esos productos ya por entonces calificados como tóxicos por consumidores y medios. Los bancos solían ofrecer a sus clientes la opción de una devolución en metálico (con descuento) o una devolución íntegra en acciones. Esta solución acabó por convertir en accionistas sobrevenidos a miles de pequeños ahorradores precisamente en los años más convulsos de la historia bancaria reciente. Otras entidades, las cajas en concreto, no tenían la posibilidad de ofrecer acciones, por lo que los potenciales acuerdos suponían una salida de fondos a cambio de un producto tóxico precisamente en entidades que estaban sufriendo la peor parte de la crisis financiera. Estos acuerdos conseguían la paz social, pero a cambio de dejar a las cajas con problemas sin liquidez. Así, las autoridades terminarían prohibiendo estos canjes, lo que acabaría suponiendo una suerte de corralito para decenas de miles de preferentistas y dueños de subordinadas.

Tras el rescate al sistema financiero español, en la primavera de 2012, una de las condiciones que las autoridades europeas impusieron a España era que los inversores dueños de preferentes y subordinadas de aquellas entidades que habían recibido dinero público tendrían que afrontar parte del ‘reparto de la carga’ correspondiente al rescate, con el fin de rebajar el coste para el contribuyente. Bruselas, con el pretexto loable de defender los intereses del conjunto de los ciudadanos europeos, impedía al Gobierno buscar una salida automática para decenas de miles de inversores que por entonces ya llenaban las calles protestando. Los juzgados se llenaban de individuos y colectivos organizados de afectados que reclamaban sus ahorros. El Ejecutivo, para frenar el colapso, acabaría promoviendo una solución intermedia, que consistió en arbitrajes en los que clientes y las entidades llegaban a un acuerdo extrajudicial si se cumplían ciertos requisitos y se demostraba la mala comercialización. La medida, al no afectar a la totalidad de afectados, reduciría pero no eliminaría la avalancha de pleitos en los tribunales. Si el coste en sentencias desfavorables era inmenso para los bancos y las cajas, el coste reputacional ya era directamente incalculable.

¿Qué interés tendrían bancos y cajas en colocar entre sus mejores clientes un producto más arriesgado y que suponía un mayor coste respecto de los simples depósitos? La respuesta hay que encontrarla en la regulación: las cajas de ahorros, que no podían salir a Bolsa debido a su estatus legal, solo podían recurrir a estos productos híbridos si querían incrementar su base de capital regulatorio, aquella con la que se mide su estado de solvencia (es decir, su buena o mala salud). A los bancos privados, que sí podían acudir a los mercados a hacer ampliaciones de capital, también les interesaron las preferentes porque les permitían aumentar su pasivo en balance sin tener que acudir a la financiación mayorista. Pero este interés fue proporcionalmente menor que en las cajas de ahorros, que prácticamente fueron forzadas por la normativa a emitir estos productos complejos si querían incrementar su volumen de crédito. Como las cajas no tenían accionistas, no podían hacer ampliaciones de capital como sí hacían los bancos, así que en la práctica su única salida para incrementar sus ratios de solvencia era mediante la colocación masiva de estos productos.

Durante unos años, los bancos y las cajas comercializaron preferentes y subordinadas, unos productos financieros altamente complejos, sobre todo entre sus clientes minoristas (pese a que estaban destinados a institucionales) confiados en la seguridad de que mientras se pagaran las rentabilidades prometidas nadie abriría la boca. Ni los usuarios, que percibían intereses muy por encima de los ofrecidos por los depósitos como por arte de magia. Ni los supervisores, el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), que no prestaban atención a los posibles abusos en la comercialización ni al problema sistémico que se estaba gestando siempre que no hubiera escándalos, dada la importancia de estos instrumentos para la solvencia del sector.

Pero ocurrió lo inevitable. La crisis económica española acabó por contaminar a los bancos y cajas, que vieron cómo se desplomaban sus valoraciones en Bolsa y cómo se multiplicaban las pérdidas y los activos tóxicos dentro de sus balances, mientras se les cortaban las vías de financiación. Esto acabó generando una desconfianza en el sector que afectó a su vez a los instrumentos híbridos. Los bancos que tuvieron músculo suficiente recompraron (no sin aplicar descuentos o haircuts a sus clientes) estos productos para darles una salida que el mercado ya no estaba dispuesto a dar. Sin embargo las entidades (en su mayoría cajas) que no tuvieron músculo suficiente para resistir acabaron siendo rescatadas con dinero público, lo que conllevó a su vez la imposición de pérdidas a los dueños de preferentes y subordinadas.

En la medida en que los productos híbridos formaban parte del capital, las autoridades europeas de Competencia -siempre vigilantes de que no se concedan ayudas de Estado que distorsionen el libre mercado- impusieron a España que los tenedores de estos productos sufrieran algún tipo de pérdidas en el caso de que sus entidades hubieran sido recapitalizadas con dinero público. Es lo que se conocía en el argot financiero como reparto de la carga (burden  sharing). Básicamente Bruselas, con el criterio de velar por el interés general, trataba de causar el menor coste posible a los contribuyentes a costa de sí imponérselos a los inversores, apoyados en la creencia de que estos últimos habían asumido unos riesgos y que, por lo tanto, contaban con la opción más o menos lejana de perder toda o parte de su inversión.

Parecieron no tener en cuenta las autoridades comunitarias con esta imposición el hecho de que durante años la comercialización de preferentes y subordinadas en España se realizó bajo estándares francamente mejorables, cuando no directamente negligentes. Decenas de miles de sentencias judiciales favorables a los usuarios apoyan esta idea. Ha tenido que ser la Justicia, y no las autoridades europeas, las que han ido determinando prácticamente expediente a expediente aquellos casos en los que los bancos y las cajas vendían productos de riesgo como si de depósitos garantizados se tratasen.

Por su parte, Francisco fue uno de esas otras decenas de miles de afectados por las preferentes a los que la justicia no ha amparado. En su caso, el banco recompró las preferentes que había comprado. Pero no las recompró con dinero contante y sonante (como el que sí había dispuesto Francisco inicialmente). No. Lo que le ofrecieron desde el banco fue un canje por acciones del banco, en un momento en el que las cotizaciones no estaban siendo especialmente buenas.

Uno podría pensar que bueno, no es tan terrible: en el momento que se reciben las acciones, se venden y se recupera el dinero. Fácil, ¿no? No. Resulta que el banco solo ofrecía una recompra del 100% del capital inicial si el cliente (nuevo accionista) se comprometía a no vender sus acciones en el plazo mínimo de dos años. Para cuando dichas participaciones ya se podían colocar en el mercado, su valor cotizado ya había caído más de un 30%, dejando a Francisco como accionista forzoso de un banco (no olvidemos que él inicialmente solo quería un depósito) en el que sufre pérdidas latentes de decenas de miles de euros. Todo legal. Todo en apariencia firmado con el consentimiento de Francisco. Pero en la práctica, los preferentistas del sector bancario privado también colaboraron de forma prácticamente forzosa en una suerte de reparto de la carga no tan distinto al de las cajas recatadas, con el objetivo de reforzar la solvencia y los niveles de capital de las entidades. Pero es que cuando de captar recursos de sus clientes se trata, la banca siempre gana.




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