Este texto es un fragmento de

Científicas que conducían ambulancias en la guerra

Carlos Prego Meleiro

El día que Marie Curie se sentó al volante de una
 ambulancia para salvar vidas en la guerra

Trincheras erizadas de bayonetas, kilómetros de retorcido y herrumbroso alambre de espino, grandes hoyos abiertos en el barro por las bombas, sembrados de casquillos y cascos agujereados, nieve salpicada de sangre… En el desolado escenario de la Primera Guerra Mundial -entre el silbido de las balas, el lamento de los heridos y el olor a pólvora quemada- pocas esquinas había a las que pudiera apartar la vista un soldado para evadirse del infierno que le rodeaba. La muerte asomaba tras cada esquina e impregnaba el ambiente.

Una de esas imágenes salvadoras fue quizás la de las pequeñas ambulancias que a partir de noviembre de 1914 -tres meses después de estallar la guerra- empezaron a recorrer los frentes con equipos de rayos X. Su visión resultaría refrescante por varias razones. Primero, porque portaban un material que ayudaba a los médicos a detectar huesos rotos y localizar las balas y metralla incrustadas en el cuerpo de los heridos. El segundo motivo es que al volante de una de aquellas vapuleadas ambulancias -viejas camionetas adaptadas- se sentaba uno de los cerebros más prodigiosos del siglo XX: una científica polaca de 47 años con una brillante determinación en la mirada. A su lado viajaba su hija mayor, una adolescente de apenas 17 años.

Lo que tal vez pocos soldados sabrían es que la polaca que llegaba a sus campamentos sumaba dos premios Nobel -uno de Física y otro de Química- o que había recibido las prestigiosas medallas Davy, de la Royal Society de Londres, y Matteucci, otorgada por la Academia Nacional de las Ciencias de Italia. Con toda probabilidad, casi nadie sería consciente de que para arriesgar su vida conduciendo esa ambulancia había tenido que pelear con el Gobierno y el Ejército galos o que había donado sus galardones y comprado bonos de guerra para financiar a las tropas francesas que combatían en el frente.

Si alguien reconocía a aquella científica cuando el techo de su camioneta asomaba entre las colinas devastadas por la guerra era tal vez por el escándalo que había protagonizado en 1910, cuando cuatro años después de la muerte de su marido, Pierre Curie, intentó rehacer su vida con el físico Paul Langevin. Entonces la prensa la había vituperado y acusado de ser una extranjera sin escrúpulos que se empeñaba en romper el hogar de un respetable científico francés -Langevin estaba casado-. En el peor momento del linchamiento la turba había arrojado piedras contra los cristales de su casa, un polemista sin escrúpulos insinuó en los periódicos que la muerte accidental de Pierre había sido un asesinato y el Gobierno de París llegó a presionar a sus amigos para que no le diesen cobijo. Y sin embargo allí estaba: al pie de las trincheras, donde estadistas franceses con el pecho inflamado de patriotismo no se atrevían a pisar.

Con el paso del tiempo a aquellas ambulancias con equipo de rayos X se las conoció como “Petites Curie” en homenaje a su impulsora: Maria Salomea Sklodowska-Curie, más conocida como Marie Curie. Su historia es uno de los mejores reflejos del talante de la química polaca.

Durante el verano de 1914 Curie se enteró a través de su amigo, el doctor Antoine Béclère, pionero de la radiología, de que un buen uso de los rayos X podría ayudar a salvar las vidas de miles de soldados. Para la inmensa mayoría, el comentario se habría saldado con un suspiro de derrotista indignación. Las dos veces premio Nobel, sin embargo, hacía ya años que había demostrado no pertenecer a esa gran masa conformista que se resiste a actuar.

Como explica Adela Muñoz Páez en su libro Marie Curie, una vida por la ciencia, la polaca “decidió intervenir” de inmediato y a toda costa. Quiso buscar la fórmula más efectiva, no la más cómoda o siquiera la más segura. Y concluyó que esta consistía en ir directamente allí donde más se precisaba la asistencia, en los frentes, donde las balas silbaban sobre las cabezas y los edificios retumbaban por las bombas.

No lo tuvo fácil. El escepticismo de los mandos encargados de la sanidad del ejército fue solo el primer escollo que tuvo que sortear. A él se sumaron la negativa de los militares y sus reticencias a que hubiese civiles merodeando por los campos de batalla. Cuando logró romper también ese muro y obtener una autorización se encontró con otro problema, no menor: el material que necesitaba.

Curie removió cielo y tierra en busca de donaciones. Se dirigió a fabricantes, empresas, particulares… para conseguir vehículos con los que surtir al servicio de radiología. Con la intención de trabajar de forma cómoda y segura, libre del engorro de tener que depender de otras personas -relata Muñoz Páez-, la propia Curie aprendió a conducir e incluso interiorizó nociones de mecánica para, llegado el momento, reparar las averías de las ambulancias.

Junto a su hija Irène, que se negaba a quedarse en la retaguardia, lejos de su madre, tomó clases también para refrescar y fortalecer sus conocimientos de anatomía, enfermería y radiología, campo este último en el que se había beneficiado del contacto con Béclère.

Madre e hija condujeron su primera “petite Curie” el 1 de noviembre de 1914, el mismo día en el que a miles de kilómetros, en aguas de Chile, las flotas alemana y británica protagonizaban la Batalla de Coronel y solo 24 horas antes de que Rusia, Reino Unido y Francia declarasen la guerra a Turquía. El último escollo lo tuvo que superar Curie en las trincheras, donde se topó con el escepticismo de unos médicos militares a menudo reacios a aceptar las indicaciones de una mujer. Las ventajas de la radiología terminaron imponiéndose, sin embargo, y las unidades móviles como las que pilotaba la polaca avanzaron a lo largo y ancho de diferentes frentes militares.

La guerra era amplia y Marie e Irène no podían cubrir todos los flancos en los que se necesitaba la ayuda de sus equipos. La decisión que tomó la Premio Nobel fue formar a otras personas que pudiesen prestar la asistencia con los rayos X. Para hacerlo echó mano de las modernas instalaciones del Instituto Curie, en París.

Aunque cuando se había proyectado -años antes- la misión que se le asignó al instituto era la de estudiar la radiactividad, su destino se vinculó pronto a la guerra. El Pabellón Curie del Instituto del Radio se finalizó en julio de 1914, justo cuando estalló la que sería la primera confrontación mundial del siglo XX. Los cursos de asistente de radiología empezaron en 1916. En sus aulas se sentaban 150 mujeres -el ejército había movilizado a los hombres adultos para batallar contras las tropas enemigas-, muchas sin formación sanitaria.

Cuando en noviembre de 1918 finalizó la Primera Guerra Mundial los hospitales de campaña sumaban 200 puestos de servicio de radiología y la flota de “petites Curie” alcanzaba ya los 20 vehículos. Durante la contienda hicieron posible una ingente cantidad de radiografías. La cifra palidece sin embargo cuando se recuerda que la Primera Guerra Mundial se saldó con la muerte de más de 10 millones de personas, entre civiles y militares. Durante esos años Curie impulsó además la radioterapia asistida por una bomba de vacío.

La Historia de la Ciencia -así, en mayúsculas- recuerda tanto a Marie como a Irène por sus logros. Gran parte de su titánica talla de científicas se mide sin embargo por la profundidad de sus sacrificios. Marie murió en 1934, con 66 años, a tiempo para no ver los desastres ocasionados por la Segunda Guerra Mundial. Su hija Irène lo hizo en 1956, con 58 años, tras padecer una agresiva leucemia. Ambas recibieron el Premio Nobel de Química. Ambas fallecieron en buena medida por su sobreexposición a la radiación.                    

  • *Publicado en Hipertextual.com



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