Este texto es un fragmento de

El declive de la humanidad

Daniel Mendoza López

El sol de Mayo brillaba mientras a Arturo le llegaba una suave brisa fresca. Sentado en un montón de paja, viendo como galopaba la yeguada de su familia, frente aquella maravillosa estampa, este se sentía vacío.

Había nacido en Lancaster, una pequeña ciudad del sur de Pensilvania con cincuenta y poco mil habitantes, y a tres horas de Nueva York, no había visto nada fuera de su granja. Apenas había estado en la ciudad y moría de curiosidad por saber qué había allí fuera.

Acababa de cumplir la mayoría de edad y trabajaba en la finca con su familia. En el fondo, le gustaba esa vida, esa libertad, pero pensaba que nunca había visto nada que no fuese su granja, su familia, su religión. Un sentimiento de curiosidad extrema le recorría el cuerpo desde hacía años. Se sentía encerrado. Se preguntaba si realmente esa era la vida que quería. Si esas pautas de vida era la que debía y quería seguir. No sabía lo que era un gran edificio. No sabía lo que era un bar de copas. Se emocionaba cuando salía de la granja con su bicicleta y se acercaba tímidamente a la entrada Sudoeste de Lancaster. Esos bares, esos conciertos por la calle, esos chicos, que lo miraban de forma extraña mientras se reían. Con un poco de pena, y arrastrando el alma, daba media vuelta y se marchaba.

Arturo pensó muchísimas veces salir de ahí. Nueva York estaba a 160 millas. ¿Quién le decía que no podría llegar? ¿Quién le decía que no le darían trabajo en cualquier fábrica? ¿Quién le decía que no tendría una oportunidad? Él era un manitas, y se le daba muy bien el trabajo de carpintería. Su padre se lo decía. Su padre no se lo permitiría. Era muy estricto, casi tiránico. Cuando viajaba a Lancaster lo hacía a escondidas, con un pavor enorme a las represalias de su progenitor.

Arturo se levantó. Decidido, fue hacía su habitación, abrió el armario y escondida en una bolsa, tenía ropa que compró una vez en Lancaster, por si algún día reunía el valor de salir de allí. Hacía ya tres meses de eso. Hoy sí. Había llegado la hora de probar suerte en la gran ciudad. ¿Qué podía salir mal?

Se afeitó su barba y se puso su ropa. Algunos cortes por su rostro reflejaban el nerviosismo de aquel muchacho. Pero se veía genial. Se imaginaba paseando por Nueva York, con su sudadera y tomando un café con sus amigos mientras conocían gente nueva.

Caminó despacio hasta la cocina, ahora venía lo peor. Volverle a decir a sus padres que se quería ir. Su padre, Samuel, era el líder del asentamiento. Un hombre muy agresivo, nada que ver con su religión. Tenía a su mujer y a sus seis hermanos a como siervos a sus órdenes, tenían que hacer todo lo que él dijese. Y sin rechistar.

Cuando Arturo apareció por la puerta, vestido con una sudadera roja con capucha, los pantalones vaqueros rasgados, y esas deportivas blancas, su padre lo miró enfurecido. Sus ojos se agrandaron inyectados en sangre y furia. Se acercó a Arturo y le abofeteó brutalmente. Mientras este se levantaba, aturdido por el golpe y con dos lagrimas empezando a salir de sus ojos, su padre lo agarró del pelo y le volvió a abofetear. Su madre miraba inmóvil desde la cocina.

—Arturo.  — Dijo Samuel. — No vuelvas a aparecer. Nunca más. Ya te puedes ir yendo de aquí.

No era la primera vez que Samuel pegaba a Arturo. Pero siempre que lo había hecho era por la misma razón. Las ganas que tenía este de salir de la granja y poder hacer una vida en Nueva York.

Samuel había prohibido totalmente a todos sus hijos el Rumspringa, un periodo en los que los jóvenes Amish, a los dieciséis años, contactan más ampliamente con el mundo fuera del asentamiento durante un tiempo, después de esto, el joven debe elegir si bautizarse o salir de la comunidad, para claro está, no volver nunca más.

A ninguno de sus hermanos le molestó la decisión de su padre, a ninguno excepto a Arturo. Él quería ser libre, y salir de ese sitio en el cual no veía futuro alguno. Se sentía arrestrado. Temeroso también. Sabía si algo salía mal, no podría volver de nuevo.

Samuel cogió a Arturo por la espalda y lo echó de su casa. Sin tiempo de despedirse de sus hermanos. Sin tiempo de decirle adiós a su madre.

En la puerta de su casa, sin dinero alguno, y con un sentimiento de culpa que le llenaba todo el cuerpo, Arturo se dirigió a la carretera. Su intención sería caminar por allí y esperar a que alguien lo montase en su coche, como hacían esos jóvenes que veía cuando paseaba con su carruaje.

Los vehículos pasaban, pero hacían caso omiso a sus gestos. — ¿Estaré haciéndolo bien? Creo que hacían así… — Pensó Arturo mientras levantaba el pulgar.

En ese momento, sólo en la carretera, y anocheciendo en Lancaster, escuchó un sonido digital. Nada parecido a lo que había escuchado antes. Sonidos de la ciudad, como los amish decían. El sonido era cada vez más y más fuerte. Más y más fuerte. Hasta que de repente…

Arturo se despertó. Su móvil sonaba para recordarle  el día y la hora que era: —“Son las siete de la mañana del 18 de Octubre. La temperatura mínima para el día de hoy es de servicio no disponible, la temperatura máxima para el día de hoy es de servicio no disponible.” — Una robótica voz digital le informaba como todas las mañanas. – Otra vez el mismo sueño de siempre… —

Cogió la ropa del día, aún medio dormido, se afeitó, se cortó un par de veces en la barbilla y fue a la ducha. Mientras el agua caliente caía sobre su cuerpo escociéndole los cortes y veía como por la ventana empezaba a nevar en esa fría mañana de Octubre, Arturo pensaba en ese sueño.

Soñaba día tras día lo mismo, un sueño que le hacía recordar de dónde venía, eso le hacía sentir bien. Pero también mal al pensar que hacía seis años que no veía a su familia.

No obstante, sabía que estaban bien, ya que todos los meses pasaba por la granja con su coche y los observaba durante un tiempo. Pero desde hacía seis años que su padre le dijo que no volviera a esa casa, no lo había hecho. Estaba dolido, pero respetaba la decisión de Samuel. Siempre lo haría.  

Arturo se vistió, cogió su móvil y su cartera y salió a la E 104th st. Se dirigió como todas las mañana al East Harlem Café a desayunar. Pero aquel día, el local estaba cerrado. “Mierda. Y encima llego tarde”.

El antiguo amish trabajaba en True Love. Era una empresa de citas por Internet que se había hecho muy popular, y debido a la gran publicidad que había repartida en toda Nueva York era la mayor empresa de este tipo de negocios.

George Collins, presidente, máximo accionista y fundador de True Love estaba ganando muchísimo dinero gracias a la aplicación para móviles que sacó al mercado totalmente creada por el joven amish.

George conoció a Arturo en la universidad de Nueva York, allí se hicieron amigos. Estudiaba dirección de empresas y era un genio para los negocios. Venía de una familia adinerada, y tenía todo lo que quería. Un día se le ocurrió crear una red social solo para fraternidades, que estas se puntuaran entre sí para ver quien organizaba las mejores fiestas... Y claro está, para tener sexo entre sus miembros. “A los jóvenes de hoy en día no les interesa una mierda una fiesta. O sus estudios. Lo único que quieren es follar. Si van a una fiesta es para follar. Si van a la universidad es para follar. Nada más.” Comentaba George por aquella época. Pero este no tenía ni idea de programación. Era nulo para eso. Pero para ello estaba Arturo, al cual le ofreció cuatro mil dólares por crearla.

Arturo, que por esos tiempos ya no trabajaba en la fábrica de muebles y que subsistía arreglando ordenadores y haciendo pequeños trabajos de diseño gráfico por unos míseros dólares, le venía muy bien ese dinero para pagar el alquiler y la universidad.

Accedió al momento.

Esos cuatro mil dólares no le duraron mucho tiempo a Arturo, y cuando acabó la carrera, George ya había amasado una fortuna con su idea.



Hace cuatro años, cuando paseaba por Nueva York buscando trabajo recibió una llamada en el móvil.

—¿Señor Flickinger? — Preguntaron al otro lado de la línea.

Arturo se alegró, si le hablaban por su apellido lo más seguro es que fuese una de las empresas en las que había dejado su currículo. Y no se equivocaba mucho.

—¿Sí? ¿Quién es? – Preguntó Arturo.

—¡Arturo! ¡Maldita sea! ¡Soy George! ¡George Collins! ¿Estás trabajando?

–Hola George, qué de tiempo. No, no estoy trabajando. Es más, aquí estoy intentando encontrar algo.— Arturo se sintió realmente como si se hubiese bajado los pantalones.

—¡Perfecto! ¿Quedamos en el East Harlem Café? ¿Recuerdas aquella cafetería donde solíamos quedar? ¿En media hora? –Preguntó George.

–Claro, allí estaré. – Contestó Arturo.

Al llegar a la cafetería se encontró a una persona totalmente distinta a la que conocía. George llevaba un traje de Brook Brothers, hecho a mano y para él mismo, le quedaba como un guante, su corbata ajustada y ese semblante al más puro agente de bolsa de Wall Street mostraba al mundo que no le iba nada mal.

—¡Cuantísimo tiempo Arturo! — George y él se fundieron en un abrazo. Arturo sabía que George se estaba forrando con su nueva empresa, salía en televisión, revistas y daba conferencias para nuevos emprendedores. Como habían abierto unas oficinas nuevas, lo más probable es que George le llamara para formar parte de su equipo de programadores. — Bueno, al menos no tengo que mendigarle nada. Y además, ¿quién mejor que él para trabajar ahí? — Pensó Arturo.

— Estoy muy bien George, estoy buscando trabajo ahora mismo — Mientras le mostraba a George una carpeta repleta de currículos.

–A ver, déjame. — George le quito la carpeta de la mano. — Karen, puedes ponernos un te verde y un caffelate, ¿por favor? — Le preguntó a la camarera. — Y por favor, tira esta carpeta a la basura, ya no nos hace falta. — La camarera asintió, mientras que Arturo miraba perplejo.

—Sí, Arturo, ya no te hace falta buscar más trabajo. Estás contratado. — George hizo un pausa, pero viendo que Arturo no decía ni gesticulaba nada siguió hablando — Vas a trabajar en True Love Inc. como jefe de programación. — Arturo hizo el intento de abrir la boca pero George lo calló con un gesto. — Shh. Ahora espera. Quiero pedirte perdón porque sé que lo he hecho mal. Tú deberías haber formado esta empresa conmigo, sin ti esto no sería posible. Deberíamos haber sido socios. Pero mira, no digas nada, vas a trabajar como jefe de programación, vas a tener a un equipo de diez programadores trabajando para ti, también vas a tener un sueldo de cuatro mil quinientos dólares mensuales y te voy a entregar 1500 acciones de True Love. Que por cierto, han subido un 3’2 por ciento esta semana.

Arturo se quedó perplejo. No le hacía gracia trabajar para George, siempre había sido un repelente, pero era una muy buena oportunidad para ganar dinero y  poder mudarse de aquel cutre apartamento donde vivía. — ¡Caray! ¡Cuatro mil quinientos dólares mensuales es mucho dinero! — Pensó. — Arturo hizo un gesto de afirmación mientras la camarera les servía su te.

—¿No tienes nada que decir?— le preguntó George con la ceja levantada.

—Sí, claro. Muchas gracias por esta oportunidad George. — Contestó Arturo aliviado, mientras mentalmente se subía de nuevo los pantalones.

George tomó un rápido sorbo de café, se levantó de la mesa, sacó su cartera, dejó un billete de cincuenta dólares y se dirigió a Arturo. — Nos vemos el lunes a las 9 en las nuevas oficinas. — Mientras le dejaba una tarjeta de visita encima de la mesa.

Así es como empezó su andadura por True Love.



Arturo caminaba hacia su trabajo en esa mañana de Octubre como todos los días. Abrigado hasta arriba, empezaba a ver caer los copos de nieve en su enorme bufanda de lana. Pensaba en Karen, y en por qué no había abierto esa mañana.

Arturo era un chico muy tímido, y aunque salía a veces con un par de amigos a tomar copas y conocían a gente, aún era virgen, y el tener ya 26 años y ser virgen no era muy normal en Nueva York. Él tenía claro que no iba a tener relaciones carnales con nadie hasta que no hubiese encontrado la persona ideal. Es algo que se decía, principalmente, para paliar el sentimiento de culpa que tenía desde hacía seis años al abandonar la comunidad. Con esa edad, en Lancaster, ya se hubiese casado aunque no quisiese y sería padre de mínimo cuatro hijos.

Cuando llegó a las oficinas se encontró a la mayoría de empleados en la puerta. Algunos tomaban café, otros fumaban mientras conversaban frenéticamente.

—Buenos días, ¿qué pasa aquí? ¿Por qué no estáis trabajando? – Preguntó Arturo.

—Buenos días, jefe. ¿No sabe lo que ha pasado? ¿No ha visto las noticias? – Contestó uno de sus empleados.

—No, Jack. Me he entretenido y he tenido que venir pitando. ¿Qué pasa?

—La red se ha caído en Nueva York. Lleva así desde hace media hora. Hay un caos tremendo en toda la ciudad.

—¿Qué dices? No será para tanto. Se habrá caído algún repetidor o algo. Vamos para arriba, va. –Contestó Arturo.

—Que no, que no. Mire las noticias ahora.



Arturo subía en el ascensor. Pensaba en lo que estaba pasando en la ciudad y se apresuraba rápidamente hacía su oficina con la intención de poner las noticias.

Estaba frente a la ventana de su despacho en la décima planta del American International Building, donde se situaban las oficinas de True Love. Observaba como los habitantes de esa ciudad se sentían descolocados, nadie estaba en su lugar. Andaban sin sentido cabizbajos. Se dio la vuelta y encendió la enorme pantalla de plasma situada al fondo de aquella oficina.

… algunos dicen que la situación que se vive en estos momentos en Wall Street es mucho más catastrófica que la crisis del veintinueve. Los hospitales están colapsados en la mayor parte de la ciudad. La gente llega a ellos con ataques de pánico y ansiedad…

“Vaya…” Cambió de canal.

… “conectamos con nuestro corresponsal en Washington. Phil, ¿cómo van las cosas por allí? —… verás Joe, esto es un auténtico caos. La policía ha tenido que llevarse ya a unas veinte personas detenidas. Se las están llevando a distintas comisarías y los dejan esposados en la calle, ya que dentro no cabe ni un alma…”

El cuerpo de Arturo se puso más tenso mientras cambiaba de canal otra vez.

“…llegan noticias de Canadá, donde por lo que parece ser un joven está desatando el pánico en Toronto amenazando a todo el mundo con una motosierra … “

—Canadá…— Pensó. Y volvió a cambiar de canal.

“… nos comunican que en una zona del sur de Alemania, un grupo de personas se mantienen recluidas en un bunker a la espera del juicio final…”

—¡Dios mío! La gente está loca. — Exclamó Arturo. Justo cuando iba a apagar la televisión, el presentador de las noticias adelantó una exclusiva.

“Nos acaban de llegar el primer recuento de los fallecidos en Estados Unidos. A las ocho y cuarto las muertes ya se cuentan por decenas de miles de personas. Los aeropuertos están totalmente cerrados y ahora mismo no hay ningún vuelo operativo en…”

Arturo apagó la televisión. El miedo estaba presente en cada centímetro de su cuerpo, el cual mantenía tenso.

Después de esto reunió a su equipo de trabajadores en la sala contigua a su despacho.

—A ver chicos. – Comentó Arturo. – Ya sabéis lo que está pasando, y si yo fuese el jefe de esta compañía hoy daría el día libre para cada uno de los casi ochenta empleados de esta sede. Pero el señor Collins no creo que opine lo mismo. Está en un viajes de negocios y no vuelve hasta la semana que viene, y como sabéis, yo estoy al mando mientras el está ausente. Entonces. Esto es lo que vais a hacer. Os vais a tomar todo el tiempo que necesitéis para poneros en contacto con vuestros familiares y amigos. Esa será la prioridad principal. Cuando ya estéis más tranquilos, procederéis a revisar el algoritmo de localización para la zona norte, que sigue dando la lata, y repasaréis la estructura de la nueva actualización una y otra vez. Sé que está más que repasada y es totalmente estable y funcional, pero no nos hemos podido poner en contacto con la delegación de Alemania para que nos mande su bloque. — A Arturo se le pasó por la cabeza en ese instante la congregación apocalíptica Alemana que salía en las noticias. — Así, que lo siento, pero es lo que tenéis que hacer hoy. — Finalizó Arturo mientras salía de la sala de reuniones y se dirigía a su despacho.

Los trabajadores asintieron con la cabeza agradecidos y se fueron cada uno para sus mesas.

Sentado en el sillón del enorme despacho al cual se había trasladado meses atrás, pensaba en lo que había sucedido. Eran las ocho de la mañana y tenía miedo de encender la televisión de nuevo, ya que cada noticia que había estado escuchando le había sentado peor.

Sin nada más que hacer, y pensando que era casi obligación por parte de cada uno de los habitantes de esa ciudad informarse de lo que estaba sucediendo, cogió el mando a distancia y con un clic encendió de nuevo una pantalla al final de esa habitación.



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