Este texto es un fragmento de

El despertar de la leyenda

Sergio Araujo Cruz

«Aun el camino más tortuoso, guarda bondades inimaginables».
 Proverbio Blendio

«El destino marca a todos los hombres».
 Anónimo

 

  • Un enigma que descifrar

A las afueras de la ciudad de Ébolem, capital del Reino de Blendia, vivía un granjero llamado Edam Thélder. Casi siempre se le solía ver vestido con su chaqueta verde de botones rojos y su sombrero calañés medio despeluchado, en cuya ala había incrustado como adorno una pluma de milano de considerable tamaño.

Llevaba nuestro granjero una vida de lo más tranquila y despreocupada. Todas las tardes, al menos todas las que podía, y después de una dura jornada de trabajo, se sentaba en su vieja mecedora a contemplar la puesta de sol, con las manos apoyadas en la nuca; y mientras tanto, de la misma forma que transcurría su existencia, es decir, muy despacio, mordisqueaba una hierba hasta que poco a poco se iba consumiendo entre sus labios.

Edam se había quedado solo en este mundo después de la muerte de su padre; su madre también había fallecido cuando él era muy pequeño y apenas se acordaba de ella.

La gente del lugar comentaba que Edam no era hijo de ambos, sino que en realidad lo habían encontrado cerca del linde norte de La Floresta, un bosque situado a medio camino entre la capital y el pueblo de Robleda, al sureste. Por eso precisamente no gozaba de muy buena fama entre algunos habitantes de Ébolem, que le consideraban un extraño.

— Por ahí se comenta que es hijo de una amazona —decía un viejo en la Tasca Baja, la más popular de Ébolem, mientras apuraba su jarra de cerveza—. Y como todos aquí ya sabréis, cuando las amazonas dan a luz a un varón, suelen abandonarlo a su suerte.

—Sí, dicen que cruzó cabalgando los Montes de Blendia y lo depositó al pie de un roble, y luego regresó rauda a Tótherem, la extraña región de donde al parecer provenía —continuó otro de los tertulianos.

—Recuerdo haberla visto desde mi casa alejarse hacia las montañas, con su largo pelo negro al viento —aseguró un tercero, el típico personaje presente en todas las tascas que cree haberlo visto todo y que por lo general suele no enterarse de nada.      

—No es de aquí, de eso no cabe duda —siguió hablando el viejo, mientras hacía con la boca un gesto arrogante—. Si no, ¿por qué creéis que el viejo Shem no lo paseaba por Ébolem cuando era un chiquillo? Y su mujer apenas le dejaba salir del jardincito. ¡No me digáis que para ser un blendio es muy bajo!

—Sí, sí —asentían los demás, sin un atisbo de duda.

Cuando el padre de Edam murió, presuntamente bajo las afiladas garras de un gran oso —como un famoso rey astur que ahora me viene a la memoria—, en la ciudad algunos sospecharon que había sido Edam el que lo había matado con la intención de heredar no sólo la granja donde vivían, también una importante suma de dinero que el viejo había ido acumulando a lo largo de su vida y que, según la leyenda local, escondía entre la paja. Decían, a su vez, que lo del oso no dejaba de ser una invención del propio Edam para ocultar semejante parricidio.

Pero todo esto eran habladurías de la gente basadas en suposiciones e interpretaciones carentes de verosimilitud.

En realidad, Edam quería y admiraba mucho a su padre, y se mostró muy responsable cuando tras su muerte tuvo que hacerse cargo él solo de la granja, algo no tan sencillo como pudiera parecer, pues había que saber hasta de números. Por supuesto seguía muy al tanto de lo que los chismosos cuchicheaban a sus espaldas, pero aprendió a ignorar tales comentarios, o al menos a evitar que le afectasen. Su vida social, al mismo tiempo, se reducía a las esporádicas visitas de los pocos amigos que tenía.

Desde muy pequeño, Edam había destacado por su ingenio, que de alguna manera compensaba su escasa fuerza y su baja estatura. Ese ingenio le valió muchas veces para librarse de ser pillado robando peras o manzanas en algún huerto vecino. Entonces, la mayoría de los chicos dedicaba su tiempo a la caza, el tiro con arco o la esgrima, actividades estas que no despertaban gran curiosidad en Edam, sobre todo la esgrima. Sí, las espadas nunca habían sido su fuerte, y en verdad jamás pensó que le haría falta saber manejar una hasta que... en fin, hasta que se vio obligado a ello.

Conste, eso sí, que su valentía estaba fuera de toda duda. Una vez, cuando todavía era un jovenzuelo barbilampiño, se fue a dar una vuelta por ahí y de pronto se tropezó con un gran lobo provisto de estremecedores colmillos y amenazadoras garras. Pues bien, Edam, tragándose el miedo que le salía del estómago, no echó a correr como hubiéramos hecho la mayoría de nosotros, sino que se quedó quieto, sin mover un solo músculo de su cuerpo, mirando fijamente al lobo a los ojos. La bestia se le acercó mucho, e incluso pegó un gruñido que le estremeció desde el dedo gordo del pie hasta la coronilla, pero nuestro valiente Edam permaneció impasible hasta que el fiero animal decidió marcharse.

Aunque pudo haberse casado en cierta ocasión —me refiero a Edam, no al lobo, claro está—, no le atraía demasiado la idea de atarse a alguien de por vida. Creía que, pese a la tranquilidad de la que gozaba, la existencia le depararía un futuro incierto, y que por mucho que en Ébolem se hablase y especulase sobre su vida, algún día abandonaría quizá para siempre aquel país en el que muchos le seguían considerando un extraño. Ya veremos si al final lo hizo.

Pero tal día aún no había llegado, y sus preocupaciones, por el momento, no iban más allá de las habituales entre los hombres del campo: si llovía mucho o por el contrario había seca, si la luna era llena o menguante o si caía una helada tardía.

Le gustaba mucho, por otra parte, leer y también ojear mapas. Guardaba en su casa un gran baúl lleno de libros, algunos tan viejos que debía tener sumo cuidado al tomarlos porque si no se deshacían. Muchos los había leído y releído, y hasta sabía recitar páginas enteras de memoria. Pocos en Ébolem y en todo Blendia podían discutirle sobre cualquier asunto.

Y justo en uno de esos ratos de lectura comienza esta historia.

Era un desapacible día del mes de febrero. Edam estaba sentado en su mecedora frente a un acogedor fuego, y en sus manos sostenía un antiguolibro de relatos que acababa de adquirir en la última feria de Ébolem, que se celebraba cada cambio de luna. Iba pasando despacio las páginas cuando, de pronto, se desprendió un viejo papel doblado que fue a aterrizar a sus pies.

—¡Eh!, ¿qué es esto? —se preguntó.

Se agachó entonces a recogerlo, lo desdobló, y vio que había algo escrito. Ponía lo siguiente:

El  mundo se ha vuelto extraño

Sin  un corazón valeroso que lo dirija.

Tiempos  oscuros se avecinan,

Augurios  de una edad que se consume lentamente.

Esperanza,  gritan algunos,

Necesitados  de escuchar palabras de aliento.

Libre  ha de ser el viajero,

Emprendedor  y arriesgado que,

Incesante  como el viento en la noche,

Transite  por la senda de la verdad,

Halle  lo que tanto anhela Rodania,

Luche  por encontrar una luz

Anunciadora  de tiempos buenos,

Mas  no habrá de renunciar a su destino.

 

Edam se quedó bastante sorprendido al leer esta —y espero que disculpéis el atrevimiento— poesía. Así, de buenas a primeras, no entendió gran cosa, y casi estuvo a punto de volverla a guardar dentro del libro para dejarla en tal caso como marcador de páginas. Y todo hubiera quedado en una anécdota de no ser por la curiosidad de nuestro granjero particular.

—¡Es un acróstico! —exclamó.

Y es que comprobó que todos los versos comenzaban con mayúscula, y en muchos casos no iban seguidos de un punto, como dicta la norma. Así que en el mismo papel, debajo de la poesía, escribió en idéntico orden cada una de las letras mayúsculas, y se quedó perplejo cuando descubrió una frase legible a la perfección:

"ESTÁ  EN LÉITHLAM"

Para los que no lo sepáis —que me imagino seréis casi todos--, Léithlam era una ciudad maravillosa y mítica, que en opinión de la gran mayoría de los habitantes de Rodania —y por ende de Blendia—, tenía una existencia cuando menos dudosa. Edam sabía de ella gracias a algunos libros escritos por los pocos viajeros que decían haber dado con su posición, en medio del inmenso Bosque Antiguo. Pero, ¿a quién iría dirigida esa nota? ¿Qué querría decir con exactitud la frase "Está en Léithlam"? Y por último, ¿qué o quién habría allí que debía llamar su atención? Estas fueron algunas de las preguntas que se planteó nuestro buen Edam, aunque por el momento no quiso ir más allá.

Algún tiempo después seguía dándole vueltas a la nota que había encontrado. La miraba, la releía, buscaba algún significado en los versos, la ponía al trasluz por si hallaba algo oculto que pudiese proporcionarle una pequeña pista... Sin embargo, no consiguió averiguar nada más de lo que ya sabía. Así hasta que un buen día recibió la visita de un amigo de su padre y suyo también, Benelard, al que Edam tenía un cariño especial y llamaba Tío, aunque en realidad no les uniese ningún lazo de sangre. Era una de las pocas personas en las que podía confiar.

Se sentaron frente al fuego entonces, y luego Edam preparó en un momento dos tazas de café y sacó unas pastas de esas que tienen incrustada media cereza confitada.

—Parece que llevas muy bien la granja tú solo —dijo Benelard, mientras mojaba una pasta en el café.

—Oh, no es muy complicado —respondió Edam—. Sólo has de ponerle un poco de interés, mucho cariño y...

—...y matar al padre de uno para quedarse con todo —añadió con sorna Benelard.

       Los dos rieron.

—Vaya, ¿aún se comenta eso en Ébolem? ¿No tienen más temas sobre los que conversar?

—Pues sí. Su otro chisme favorito sigue siendo tu origen, ese que dice que eres hijo de una amazona.

Mientras departían animadamente, Edam jugueteaba entre sus dedos con la nota que había encontrado en el libro. Entonces se le cayó al suelo, junto al pie de Benelard, que la recogió y la leyó con mucha atención.

—Vaya, no sabía que te dedicabas a escribir poesía —dijo, mientras leía.

—Oh, no es mía —respondió Edam—. La encontré entre las páginas de un libro que compré hace unos días en la feria de Ébolem. Es un acróstico: si juntas las primeras letras de cada verso, se puede leer la frase "Está en Léithlam", pero no sé qué puede significar.

—Pues parece bastante claro —respondió—. Te dice que hay algo en Léithlam y que debes ir a buscarlo. ¿A qué esperas para partir?

Edam se sorprendió al escuchar este planteamiento, y dijo:

—Vamos a ver, ¿qué se me ha perdido allí, tan lejos de mi hogar?

—¿Y eso qué más da? Es un enigma, y lo importante es que lo resuelvas, ¿no? Porque si te conozco bien, y creo conocerte mejor que nadie en este mundo, desde que descubriste la nota no has pensado en otra cosa. Incluso me sorprendería que no hubieses intentado encontrar alguna otra pista en el papel, como mapas ocultos, acertijos y todo eso que va junto a los enigmas.

—No no —contestó Edam, arrancándole la nota de la mano con brusquedad—. Este enigma sin duda se ha equivocado de receptor. Debe ser para alguien mejor, alguien, no sé, con más rango, más valor, más sabiduría...

—¡Menuda tontería! —exclamó Benelard—. ¿Acaso tú no eres osado? ¿Y qué me dices de tus conocimientos? Y en cuanto a lo del rango, ¿no han logrado hombres humildes grandes hazañas a lo largo de la historia? Esos son los verdaderos héroes, no los caballeros famosos.

Edam apuró el poco café que le quedaba en la taza, se pasó la lengua por los labios y se limpió con una servilleta.

—Eso significa que no has pensado en las consecuencias —comentó, levantándose y acercándose al fuego; se quedó un rato parado mirando las llamas, pensativo—. Si parto hacia Léithlam, es posible que no regrese. No sé ni manejar una espada. ¡Ni siquiera tengo una!

—Eso tiene fácil solución: ve a la Forja de la Espada Mellada y que nuestro amigo el herrero te fabrique una a tu gusto. Mira Edam, el Destino se ha cruzado en tu camino, y no has de desaprovechar la ocasión. Piensa en la de casualidades que se han tenido que producir para que este enigma llegase hasta tus manos. O tal vez la casualidad no haya tenido nada que ver...

Edam le miró extrañado, pero en el fondo comprendía que Benelard podía estar en lo cierto. Aun así, había que preparar algunas cosas; tampoco era cuestión de marcharse de inmediato sin siquiera tener una plan de ruta.

—De acuerdo, Tío —dijo—. Antes de que se produzca el próximo cambio de luna, iré en busca de Léithlam, que no es por nada pero a saber en qué lugar exacto se encuentra.

—Estoy pensando en el viejo baúl ese que tienes; seguro que hay libros que nos pueden servir de ayuda. Vamos a echarle un vistazo.

Los dos salieron de la salita y abrieron el baúl. Había libros de toda clase y condición, que trataban de muchos y muy variados temas. Estuvieron buena parte de la tarde leyendo y repasando mapas, y discutiendo sobre el camino más corto pero seguro para llegar hasta Léithlam, que se encontraba, como bien he dicho antes, escondida en el Bosque Antiguo, en la lejanísima región de Lindharian. A medida que leían, repasaban, ojeaban y discutían, la ilusión de los dos fue aumentando, tanto que al poco ya tenían ideada una posible ruta y los lugares donde Edam haría parada obligada.

Rodania era un continente bastante vasto en el que vivían muchas criaturas desconocidas para nosotros, y otras, que quizá por ser más conocidas, resultaban no menos peligrosas, como los terribles ojáncanos, o los más temibles todavía cúlebres, de los que a buen seguro habréis oído hablar. Sin embargo, existían otros seres más pacíficos, como los gnomos o enanos, o los silfos, o las bellas anjanas que habitaban en cuevas y ríos, o las dríades protectoras de los bosques. Había reinos humanos, poco belicosos la mayoría y dispuestos a vivir y dejar vivir, como el propio Blendia, o Amnorian, al sur; otros no se mostraban tan condescendientes, y permanecían gobernados por reyes tiranos, o incluso brujas, como Númgör, el Reino de la Eterna Tempestad, dirigido a golpe de látigo por la Dama de las Tinieblas, Garwieth, una ijana malvada y déspota.

De Léithlam, poco o nada encontraron. Lo único que se sabía por entonces —y no a ciencia cierta— era que estaba habitada por silfos, quienes además la guardaban con sumo celo de las miradas extrañas, y no solían permitir a nadie entrar o salir de ella sin antes haberle hecho pasar por un exhaustivo interrogatorio —se decía que para ganarse el derecho a entrar había que contestar correctamente a tres preguntas, aunque se desconocía sobre qué trataban tales inquisiciones—. Así pues, a las lógicas dificultades de un viaje tan largo, se sumaba el no saber con exactitud el destino.

Pero esto no desanimó de ninguna manera a Edam, embargado de emoción por descubrir esos países y regiones de que hablaban aquellos libros. Y así, cada vez más entusiasmado con la idea, se le pasó el tiempo volando y la noche se le echó encima, y entonces, como es lógico, tuvo que dejar el asunto para atender a los animales de la granja. En ese momento se le vino a la cabeza un gran problema: ¿qué hacer con la granja? Podría venderla, pero era el trabajo de toda una vida de su padre y sería injusto dejarla en manos de cualquiera. Debía encontrar a alguien de confianza que se la cuidara mientras duraba su ausencia (pues en el fondo quizá no imaginaba que se iría para siempre). Pensó primero en Benelard, pero lo descartó casi de inmediato porque ya tenía su propia granja y le supondría un trabajo excesivo. Así que se decantó por una segunda opción, pero como ya era muy tarde, lo dejó para el día siguiente.

Nada más salir el sol, pues, se dirigió a casa de su otro gran amigo, Unas Balder, el herrero.

—¿Cómo que te vas de Blendia? —dijo Unas, perplejo—. Estás igual que un cencerro, siempre lo he asegurado. Y no me digas más, Benelard se encuentra detrás de semejante locura. ¿Acaso me equivoco?

—No, estás en lo cierto, querido Unas —respondió Edam—. Tengo que pedirte un favor: necesito que me cuides la granja mientras estoy fuera.

—Uf, yo de cuchillos y armaduras sé mucho, Edam, pero de gallinas y tomates...

—Y tu chico, ¿cuántos años tiene ya? ¿Doce, trece?

—Catorce hará el mes que viene —respondió—. Tenía pensado enseñarle el oficio, aunque no te creas, siempre está hablando de aventuras y tonterías que lo único que le traerá serán problemas, y a mí, quebraderos de cabeza. En fin, se lo comentaré a ver. Estuvo el verano pasado echándole una mano a mi hermana en la granja que tiene en Robleda, y algo entiende del asunto.

—Gracias, Unas. Lo que produzca la granja en este tiempo, por supuesto será para ti y tu familia; y si antes de dos años no he vuelto, todo pasará a vuestras manos. Aquí, en esta especie de testamento que he escrito, lo certifico. ¿Qué te parece? Aceptas, ¿no?

       —Siiii, estate tranquilo —respondió, sin mirar siquiera el documento en cuestión.

—Y bueno, ya que he venido hasta aquí, ¿por qué no me forjas una espada? Necesito una que sea no muy grande, manejable, si tú me entiendes, pero a la vez que parezca importante, que infunda miedo.

—¿Tú una espada? Lo dicho, como un cencerro… Pero no te preocupes, participaré en esta locura. La tendrás en unos días.

Edam volvió a casa con dos problemas ya resueltos, y aquella noche durmió a pierna suelta.

Los días siguientes pasaron muy rápido. Edam, a pesar del trajín que le suponía tener que marcharse, no conseguía hacerse a la idea de que muy pronto dejaría Blendia, quién sabe si para siempre. Sin embargo, a medida que se aproximaba el día clave, empezaba a ver la situación desde otra perspectiva. Sería duro abandonar el hogar, desde luego, pero también podría conocer otros lugares de Rodania, y descubrir esas culturas tan alejadas de la suya.

El mes de marzo murió y se reencarnó en abril, un abril tan hermoso y florido como solía ser habitual en Blendia. La partida de Edam estaba próxima, aunque en Ébolem y en las aldeas cercanas nadie lo sabía, excepto claro está sus amigos más íntimos. Dos días antes de esa memorable fecha, Edam empezó a preparar el equipaje. Llevaría dos fardos: uno para la ropa y diversos utensilios, como tazas, platos y hasta una pequeña hacha, y el otro para los víveres. Cuando terminó de hacer esto, empacó bien los bultos con unas gruesas cuerdas y los dispuso de manera que le fuese menos incómodo echárselos a la espalda. Al final había descartado la idea de llevar una acémila o un caballo, porque viendo lo escarpado de alguno de los lugares con los que a buen seguro se encontraría, iba a ser más un inconveniente que una ventaja. También añadió como último detalle un odre con agua, pues no estaba seguro de tener garantizado el líquido elemento.

Hay que decir que la ruta que había elegido junto a Benelard no era definitiva, ni mucho menos. Creía que las circunstancias le obligarían a tomar uno u otro camino, y que lo importante no era llegar pronto, sino llegar, y hacerlo además en las mejores condiciones posibles. Lo que sí tenía claro es que la primera parada del viaje sería en el Bosque Verde, donde habitaban unos seres muy curiosos llamados Hálarond, y que luego, si todo se desarrollaba con normalidad, se dirigiría a Amnorian, un extenso y poderoso reino en el que vivían hombres de una raza un tanto diferente. Allí esperaba obtener respuestas.

Un día antes de partir, fue a buscar la espada que le había encargado a su amigo el herrero. Era en verdad muy hermosa, aunque de líneas sencillas, y también manejable, como había sido su deseo. Pensó algunos nombres para ella, todos temibles y agresivos, y al final decidió llamarla “Gardha”, que en la Lengua Ancestral (primera lengua considerada universal de Rodania) significaba "asesina". Luego, de camino a su granja, pasó por casa de Benelard para despedirse.

—Mañana temprano me iré —dijo Edam, con la mirada triste.

—Venga, hombre, arriba ese ánimo —le contestó Benelard—. Tomemos nuestra última taza de café hasta tu regreso.

—Me pregunto si alguna vez habrá tal regreso —suspiró Edam.

Pasaron la tarde entre risas y anécdotas de cuando ambos tenían menos años —y Benelard más pelo—. Luego se despidieron y Edam regresó ya de noche cerrada a la granja.

Aquella madrugada no durmió mucho. Se levantó varias veces a dar vueltas por la casa, pensando en todo lo que dejaría atrás y en lo que le esperaba por delante. De vez en cuando examinaba el equipaje para ver si se había olvidado algo, o salía a dar un paseo a pesar de la persistente lluvia que caía. En un momento de nostalgia, encendió la chimenea y se sentó en su mecedora al calor del fuego, con las llamas reflejándose en sus pupilas. Y pensó por un instante que ya no volvería a sentir nunca más ese ambiente hogareño que ahora inundaba su alma.




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