Este texto es un fragmento de

Historias de camisetas

Adrián Morales Gracia

Conforme los minutos de juego avanzaban, yo empezaba a sentir calor y más calor. En esa grada no cabía un alfiler y, junto a los botes, los cánticos y mis «compañeros de grada», la sensación térmica comenzaba a ascender ostensiblemente, así que no tardé en despojarme del chubasquero y remangarme la sudadera. Inmediatamente noté como las miradas se cernían sobre mí y, como era de esperar, no tardó en llegar la primera pregunta. Un señor de avanzada edad y con una gorra llena de infinidad de pins, situado justo detrás de mí, me preguntó por la procedencia de aquella extraña camiseta tan similar a la suya. Mientras intentaba explicarle la historia como buenamente pude y supe, la grada rugió. ¡El Aachen había logrado marcar! No me percaté del tanto marcado por el delantero Sergiu Radu. Afortunadamente, los videomarcadores mostraban las repeticiones, algo poco o nada común en nuestro país. Con un escorzo a medio camino entre una tijera y una chilena, el futbolista rumano ponía las tablas en el marcador antes del descanso.

El anciano parecía bastante interesado por mi persona y en los quince minutos de pausa entre las dos partes no dejó de hablar conmigo bajo la atenta mirada de otros seguidores que identifiqué como familiares del señor. En la medida que mis vocablos alemanes me permitían interactuar con aquel peculiar anciano, siempre me refería al equipo como «el Aachen», como lo había hecho hasta entonces. Él, muy amablemente, me corrigió diciéndome que ellos no eran «el Aachen», sino «el Alemannia». Supongo que después se explayó nuevamente indicándome el porqué, pero yo capté tan solo palabras sueltas que no me permitieron siquiera montarme mi propia película, como había hecho otras veces.

El partido se reanudó y, ya mediada la segunda mitad, los visitantes volvieron a marcar. Unos minutos después, uno de nuestros jugadores consiguió igualar de nuevo el choque y llevó el éxtasis a la grada. Para entonces ya me veía como uno más entre la masa de aficionados, e incluso me sentía con la valentía de discutir decisiones arbitrales y me enfadaba notoriamente con cada ocasión errada. Lo celebré con una efusividad tremenda y entre tanta alegría me sentí muy sucio. Estaba cometiendo una infidelidad en toda regla a mi equipo de toda la vida y lo peor es que disfrutaba con ella. Pero en el momento en el que más traidor me sentía y, por otro lado, más euforia mostraba, alguien me tocó la espalda y me ofreció chocar la mano. Era aquel anciano, cuyo rostro inundaba una sonrisa. Fruto de la pasión del momento incluso le di un abrazo entusiasta con el cual casi le parto en dos. Sus compañeros o familiares en la grada también quisieron chocarme la mano. Supongo que les parecía gracioso que un extranjero estuviera junto a ellos y mostrara tanta pasión y fervor con los goles de su equipo.

El encuentro terminó con empate a dos y los jugadores saludaron a una hinchada que no paraba de cantar. El Alemannia llevaba dos victorias nada más, pero el ambiente que allí se respiraba bien se asemejaba al de una noche mágica de Copa de Europa. Mientras algunos aficionados abandonaban el estadio, yo me quedé en la grada. Miraba nostálgico el césped mientras un sentimiento de bonanza me recorría el cuerpo de arriba abajo. Estaba enamorado y no podía negarlo. Dos partidos pero, sobre todo, una afición, habían llenado mi corazón, nostálgico de no poder presenciar las mieles de mi equipo.



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