Este texto es un fragmento de

La ciudad de los espejos

Alexis José Aneas

CAPÍTULO 1

 

“Con el rey y con la Inquisición, chitón”

(Proverbio español).

 

Sevilla, marzo de 1539 de Nuestro Señor.

 

Buenaventura llegó al Compás de la Mancebía acompañado de tres hombres:

carpintero, calafate y marinero, quienes, a pesar de sus diferentes orígenes —portugués,

gallego y árabe— obedecían sin remilgos y como si de un solo hombre se tratase, las

órdenes del genovés, un navegante e intrépido comerciante, a la sazón, capitán de La

Esperanza, una galeaza bajo pabellón veneciano.

El destartalado carromato paró frente a una puerta lateral de la Casa de Cupido, a

mitad de camino entre la Puerta del Arenal y la Puerta de Triana, donde una hermosa iza

—llamada por sus compañeras “la Magda”— aguardaba con impaciencia la llegada de

la original mercancía. La mujer se mostró diligente, posponiendo para más tarde los

correspondientes saludos, pues el genovés se retrasó y el mecenas que aguardaba en el

Salón de las Estrellas se impacientaba. Repicaron las campanas de la catedral,

anunciando la hora del Angelus. Hubo un respetuoso y breve silencio.

El portón estaba abierto de par en par, dando paso a un amplio patio andaluz

decorado con pozo, naranjos, enredaderas y plantas colgantes que pendían desde la

barandilla de los balcones interiores. En un avemaría, fueron apareciendo por todos los

rincones de la casa las curiosas meretrices, que ataviadas con las más ligeras y suaves

prendas, observaban atentas de qué modo los hombres descargaban y apilaban sobre

unas maderas doce paneles de amplias dimensiones, tantos, como apóstoles, ocostelaciones zodiacales. De hecho, cada lienzo estaba envuelto por una manta de

terciopelo azulado, realzando en su bordado dorado uno de los doce signos del Zodiaco.

Provistos de poleas y demás aparataje alzaron con precisión y suavidad el primer

bloque de cuatro paneles hasta la última planta del edificio. Todos contuvieron el

aliento. Unos, por la fragilidad de la mercancía, y otros, por su costo, una gran suma de

maravedís que a día de hoy no he podido confirmar su cuantía. Por todas estas razones,

aquellos tablones merecían ser tratados como por manos de ángeles, aparte del peligro

cierto que corrían las imprudentes izas y rabizas que desde el suelo seguían atónitas las

subidas y bajadas de los pesados maderos.

Fue entonces, cuando por primera vez, los ojos azulados de Buenaventura

contemplaron el gran Salón de las Estrellas, situado en el ático de la casa, donde le

esperaba ansiosa “la madre”, o lo que es lo mimo, la regente de este lupanar público. Es

curioso, que aún desconozca la verdadera identidad de aquella mujer, pues su nombre

era innombrable, corriendo el rumor entre las deshonestas y clientes, que aquella

“madre” vino del norte, precedida de la ignominiosa fama de ser una reputada lamia, tan

temida que fue expulsada de esas tierras. Cuentan quienes osaron verla —pues “la

madre” siempre llevaba un velo oscuro cubriendo su rostro—, que su extraña hermosura

era tal, que no pocos puteros, fueran nobles o plebeyos, quedaron hechizados, sí,

encantados con su mirada, despojados de su albedrío, dejando al deseo caprichoso de

aquella infernal mujer todos sus pensamientos, poseyendo los cuerpos y atenazando

para fines inconfesados la voluntad de estos hombres débiles. De esto doy fe, pues

aunque no he podido recoger confesión ni testimonio de esta hija de Eva, sí he podido

recopilar al menos, una decena de testimonios de hombres avergonzados, atormentados

por la insensatez de haber suplicado —además del correspondiente dispendio—, alzar el

velo… Yo, doy crédito.




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