Este texto es un fragmento de

La sencillez del ginkgo

Inma Martín Del Campo

Capítulo 1

Los duros comienzos

Para poder iluminar el sendero es preciso estar preparado para recibir el noventa y nueve por ciento del ataque del enemigo y enfrentar el rostro de la muerte.                                                                              
 Morihei Ueshiba


Mi historia, mi vida, en definitiva, ha sido una constante prueba. He aprendido sufriendo, he crecido sufriendo, y salí del más profundo de los pozos, sufriendo, para llegar al más bello de los paraísos.

   Nací en Tokio, Japón, en 1925. Era hija de un gran maestro del Judo, Egami Ibuki, un hombre rudo, serio, y sin ningún escrúpulo. Mi madre, Matsuko, sin embargo, era una mujer callada, menuda y temerosa de su propio marido, especialmente el día en que nací. Ese día puede decirse que fue el peor para mi padre, mi madre y para mí misma, pues no solo era la primogénita del matrimonio, sino que además iba a ser la única. Mi madre tuvo un parto complicado: yo nací perfectamente sana, sin embargo, ella sufrió una lesión en el útero que la imposibilitaría para tener más hijos. Cuando los médicos le comunicaron esto a mi padre, al principio no supo que decir, pero mi madre sabía lo que se avecinaba. Él era un hombre violento y furioso y no tardó en mostrar su decepción ante el futuro que se le venía encima: una mujer yerma, un dojo sin heredero, y una hija a la que tendría que casar ofreciendo una cuantiosa dote. Mi madre pensaba que nada podía ir peor, pero se equivocaba. El día en que abrí los ojos por primera vez fue un auténtico infierno. Mis ojos eras amplios y a la vez rasgados como cualquier japonés, pero su color no era el adecuado.

—¡Verdes! ¿De quién ha sacado esta niña esos ojos?

Mi madre temblaba ante los gritos de mi padre.

Anata, ya te he dicho que entre mis antepasados ha habido casos de ojos claros e incluso de albinismo.
—¡A saber con qué extranjeros se mezclaron!
—¡Eso no tiene nada que ver!

Mi padre le propinó tal bofetada que mi madre quedó tirada en el suelo, inconsciente, mientras yo, un indefenso bebé, lloraba sobre el futón de mis progenitores. Para él suponía una deshonra tener una hija con los ojos de un color más propio de un occidental. Sólo le importaba el qué dirán, que creyeran que mi madre le había engañado, e incluso que él fuera estéril. Japón siempre ha sido un lugar en el que el nacionalismo primaba, todo eran soles nacientes, flores de cerezo, legendarios samuráis, artes marciales, kabuki, ikebana, caligrafía… Y mi padre no dudó en formarme desde bien pequeña en las artes más femeninas para llegar a ser una gran esposa.

Sin embargo, y aún no entiendo muy bien por qué, con apenas cuatro años, también decidió enseñarme artes marciales. Él era un maestro octavo dan de judo, y aún así, optó por formarme en un arte recién nacido en aquella época, ahora conocido como aikido. Se trataba de una técnica en la que destacaba más la defensa que el ataque, y conociendo a mi padre, pensaría: "Para qué quiere una mujer aprender a atacar, basta con que sea sumisa y se sepa defender cuando sea necesario".

Así que, siendo yo una tierna infante, el primer día de curso, cuando los alumnos y uchi deshis comenzaban a llegar al dojo, mi madre me aseó y me vistió con mi minúsculo traje de aikido, compuesto de un pantalón y una camisa blanca con la solapa izquierda sobre la derecha y no al revés. Mi madre insistía mucho en esto.

—Atiende bien, Shizuka-chan. Al colocarte la camisa siempre tienes que hacerlo de esta manera, la parte izquierda, sobre la derecha. Es muy importante, ¿entiendes?
—¿Por qué ha de ser así, okasan?
—Porque de la otra manera es como se coloca la camisa a los muertos, hija—rió mi madre.

Me encantaba verla sonreír, lo hacía muy pocas veces y casi siempre yo era el origen de aquella expresión de felicidad. De niña esto me hacía sentir muy importante, consideraba incluso una responsabilidad el hacer reír a aquel menudo y demacrado rostro. Mientras peinaba mis cabellos para recogerlos en una larga coleta, yo la observaba a través del espejo. Era tan hermosa, y la amaba tanto…

—¿Estás nerviosa?—preguntó al terminar con el peinado.
—Un poco.
—Lo harás bien.—dijo besándome la frente.—¡Gambatte!
¡Hai!

Mi okasan me tomó de la mano y fuimos caminando por los pasillos del dojo. Ella iba vestida con un elegante kimono azul con bordados de flores rojas, los cabellos recogidos en un moño y yo no podía dejar de mirar sus pies cubiertos con esos inmaculados calcetines que al caminar amortiguaban la pisada y la hacían parecer una sigilosa gata. En nuestro camino se empezaron a cruzar un sinfín de niños y adultos recién llegados; unos acudían a sus clases y otros se dedicaban a terminar de acomodarse en sus habitaciones. Algunos se quedaban mirándonos, otros nos saludaban haciendo una pequeña reverencia al reconocer a mi madre, hasta que uno de ellos, un joven de unos veinte años, que vestía camisa blanca y hakama negro, se paró frente a nosotras, dedicándonos una gran sonrisa.



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