Este texto es un fragmento de

Maniquí armado

Enrique Tejedo Flors

CAPÍTULO 1

Me daba mucha vergüenza decir que era un mantenido, por lo que siempre que volvía a Beniguar del Mar dejaba bien claro que estaba acabando una novela que iba a ser un éxito. Luego me adelantaba a la pregunta —que siempre era la misma— y les pedía que no me metieran prisa, que Cortázar tardó cuatro años en escribir Rayuela y tres años le costó a Vargas Llosa acabar La ciudad y los perros. La gente se esforzaba por hacer ver que me creían, que confiaban en mi talento y mi esfuerzo, pero sabían tan bien como yo que era un maldito parásito. Mis amigos decían a mis espaldas que a ver cuándo escribía la novela de hacer algo con mi puta vida. Y no creáis por ello que de donde vengo la gente destaca por su brillantez: los chavales utilizan los garajes para masturbarse y no para inventar potentes sistemas informáticos.

Llegué a Madrid como una de esas chicas del Medio Oeste que se mudan a Hollywood con la intención de conseguir un papel en una película. En mi caso, yo quería convertirme en un reconocido escritor. Y digo «reconocido» porque no me conformaba con escribir un libro: quería ser de los buenos. Incluso fantaseaba con que a otros autores y a mí nos llamasen muy pronto la Generación del 2017. Esa ambición era fruto de mis años de instituto, donde compartir pupitre con tanto representante de la imperfección humana me hizo creer que era un genio.

Mi último año en la Universidad de Alicante lo había pasado leyendo a los grandes autores del siglo XX —más por currículum que por gusto— y muy pronto me di cuenta de que ninguno narraba borracheras épicas, estimulantes tertulias y trepidantes aventuras ocurridas en Beniguar del Mar. Así que me autoconvencí de que en Madrid encontraría el entorno adecuado para volver a mi instituto dentro del temario de Lengua y Literatura.
Logré dejar atrás el pueblo después de una búsqueda exhaustiva por las páginas webs de las universidades madrileñas del máster con el nombre más rimbombante; un título que hiciese pensar a mis padres que mi estancia en Madrid iba a ser muy productiva y pronto me podrían ver tomando decisiones enérgicas con un traje italiano.

Mis primeros veinticinco años de vida los pasé en el chalé Los Álamos, nombre muy fino que eligió mi madre fruto de su enfermiza necesidad de autorrealización. Allí lo más estimulante que pasaba era ver cómo mis padres disfrutaban de su ocio y cohesionaban su matrimonio discutiendo por temas triviales con los vecinos. Como habréis imaginado, pasar de Beniguar y Los Álamos a la capital del país era un salto de medallista olímpico, así que, muy a mi pesar, mi progenitora se empeñó en acompañarme en la yincana de buscar piso.

Durante todo el trayecto en tren deseaba que se muriese alguna tía lejana para que mi madre tuviese que volver cuanto antes al pueblo, pero lo cierto es que estuvimos juntos buscando piso durante seis días; casi una semana en la que me dejó muy claro que en Madrid la gente puede vestir como quiera porque nadie les conoce, que cada vez hay más gais y que hace más frío que en la costa pero se lleva mejor porque el clima es más seco. Al sexto día se volvió y me quedé solo, con doscientos euros en el bolsillo y cuatro noches pagadas en el hostal Alegría.




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