Este texto es un fragmento de

Y una moto negra

Enrique de la Cruz

Alfredo llegó un cuarto de hora antes de las diez, por lo que decidió esperar en otra calle. Desde allí veía la entrada del gimnasio sin levantar sospechas. Se bajó de la moto y anduvo un poco para soltar las piernas y alejar los nervios; no perdió de vista la entrada. El gimnasio estaba abierto todavía. El minutero parecía detenido apuntando al nueve. Buscó el móvil en el bolsillo de su cazadora para pasar el tiempo muerto; este gesto se había convertido ya en algo compulsivo. Se sintió incómodo al no encontrarlo, luego recordó que lo había dejado en casa a propósito.

Tuvo que cerciorarse de que el reloj funcionaba. Así era. Después de quince eternos minutos vio un coche negro aparcando cerca de la puerta del gimnasio. Un chino fuerte, aunque no muy alto, salió del puesto de conductor a la vez que uno pequeño y bien trajeado salía por la derecha del coche. El primero fue rápido a la puerta para abrirla a la llegada del segundo, que Alfredo entendió que era el famoso Lin.

Arrancó la moto y se dirigió al callejón que Rufo le había señalado. Miró a la cámara de seguridad y no vio el característico piloto rojo que indicaba que estaba funcionando. Miró el reloj de nuevo. Según Rufo, si la cosa iba bien no tardaría más de veinte minutos en salir. La espera se le estaba haciendo eterna, y no había hecho nada más que empezar. Los minutos ahí, encima de la moto, eran interminables y ni siquiera había ventanas que pudiesen dar pistas sobre lo que estaba sucediendo dentro. La noche ya era cerrada y las calles del polígono hacía rato que no tenían gente que las paseara. Oyó ruidos tras la puerta de emergencia negra señalada por Rufo como vía de escape. Arrancó la moto y se preparó para salir a toda prisa. Bajó la visera del casco y dejó un pie en el cambio. Pasaron unos segundos de incertidumbre, empezó a dudar de sí mismo y de lo que había oído; no sabía qué hacer. Después de otros eternos segundos plantó los dos pies en el suelo tratando de relajarse. Pensó que los nervios le habían traicionado.

La puerta se abrió con ruido, casi violentamente, y por ella salió, como de una cueva, Rufo. Iba con una bolsa de deporte en la mano derecha. Se paró instintivamente al ver a alguien en el callejón; esbozó un gesto de alivio cuando reconoció los ojos de su amigo tras la visera. Buscó las llaves del coche mientras se dirigía a Alfredo.

—¿Ha ido bien? —preguntó Alfredo.
—Tal como estaba planeado —dijo sonriendo—. ¡Hostia, estoy a tope, tío! ¿Nos vamos?
—Oye, Rufo, ¿quieres que vaya o no?
—Como quieras, tú decides —Alfredo sintió los nervios de su amigo, que hablaba rápido y tenía la mirada algo perdida.
—Venga, vamos, no perdamos más tiempo —se decidió.

Los dos vehículos atravesaron el polígono para salir por una carretera secundaria, que era un camino más largo y lento que la autovía de circunvalación. Rufo tomó ese camino para evitar cámaras de vigilancia de carreteras, principalmente. Conducía tranquilo, a una velocidad moderada, sabedor de que cualquier fallo le pondría en un aprieto si aparecía la Guardia Civil. Mantenía la distancia de seguridad con los vehículos que se encontraba y solo adelantaba si las condiciones eran las idóneas, cosa que sucedió un par de veces. Alfredo no tuvo problemas para seguir al coche de Rufo debido a las prestaciones de la moto. Para acceder a la autovía que llevaba a Portugal tuvieron que reducir mucho la velocidad, pues la curva era de esas que llaman de horquilla y, para remate, el carril de aceleración era muy corto. Por suerte el tráfico a esas horas en un día laborable era escaso y pudieron incorporarse a la vía sin problemas.

Dos kilómetros después, aproximadamente, vio Alfredo un cartel que anunciaba la próxima salida a un polígono industrial. Rufo señalizó la maniobra con antelación suficiente para que su seguidor pudiera desviarse también sin sobresaltos. Tras callejear por unas calles desiertas del polígono y doblar una esquina, les sorprendió el exceso de actividad en una de las calles. La puerta de una nave estaba completamente iluminada y los coches aparcados por la calle denotaban una numerosa reunión. Sin embargo, no había nadie fuera de la nave, la reunión debía de ser importante.

El cartel que había sobre la puerta ponía «iglesia cristiana», con un subtítulo que rezaba «ministerio fuego abrasador». Rufo se puso algo nervioso por aquel contratiempo y aceleró para superar la iglesia cuanto antes sin ser vistos. Alfredo reaccionó con rapidez y le siguió. Giraron a la derecha para encontrarse de frente con la nave abandonada que estaba en los planes de Rufo.

El edificio no estaba absolutamente descuidado; los cristales de las ventanas estaban enteros y tapados con pintura blanca para proteger el interior de miradas indiscretas. Rufo se bajó del coche y abrió una pequeña puerta integrada en otra más grande apropiada para mercancías; luego se escucharon unos ruidos de pasadores metálicos a ambos lados de la puerta. Esta se abrió en horizontal doblándose por la mitad. En el interior había solo una lona gris cubriendo lo que se suponía que era el segundo coche de la huida. Atrancó la puerta con un puntal metálico y salió a por su coche. Lo metió dentro e invitó a Alfredo al interior con un gesto de la cabeza. Alfredo dejó la moto en un callejón cortafuegos y entró.

Cerraron la puerta intentando no hacer mucho ruido; tras eso la nave quedó totalmente a oscuras. Un grito de desahogo resonó en las paredes de hormigón. En ese momento Rufo se liberó y entró en un estado de euforia casi incontrolable.

—Rápido, saca el móvil, tío —dijo Rufo—, que el mío está en el coche.
—No lo llevo encima, macho. Con los nervios se me ha olvidado en casa —mintió.
—Habrá que adaptarse al medio, esto lo he visto yo en un documental sobre marines —bromeó.

Cerró los ojos unos segundos con la idea de que al abrirlos se hiciesen a la falta de luz y pudiese ver algo. Tras esa operación se desplazó por la diáfana superficie con paso intranquilo hasta que llegó a su coche. Primero cogió el teléfono móvil del asiento del copiloto y luego se fue al maletero, de donde sacó una linterna. Aparte del foco, la linterna tenía una tira de LED a lo largo del mango y un gancho en el extremo para colgarlo donde hiciese falta.

Dirigió el foco hacia el interior del coche para coger la bolsa de deporte con el dinero y la pistola dentro. Se fue hacia una puerta que daba a una pequeña sala. Alfredo le siguió. Dejaron a su izquierda una estancia que tenía ventanas, tapiadas en blanco, y Rufo entró en otra habitación interior. Alfredo se quedó recostado en el marco de la puerta.

Dejó la bolsa sobre una mesa polvorienta y colgó la lámpara de unos cables que sujetaban un casquillo sin bombilla; apagó el foco e iluminó la estancia con la otra luz, una potente y blanca que llenó de sombras la habitación. Empezó a hablar de forma frenética.

—Joder, tío. Lo he hecho, ¡lo he hecho!  Tenías que haberlo visto. Pam. Pam. —hizo un gesto con las manos imitando a una pistola—. Resulta que estaba sentado, esperando. Me sudaban un poco las manos. Entraron como siempre, me saludaron y cerraron la puerta. La bolsa estaba sobre la mesa, como siempre. Iban a contarlo, esta vez sí. Ya te dije que había veces que sí y otras que no. Bueno, pues palpo un poco la funda que tenía bajo mi mesa, perfectamente preparada, y con un gesto rápido, ensayado mil veces y... ZAS. Primero al grande, en toda la frente, tío. Lin se queda con cara de idiota, alucinando, y empieza a suplicar o a negociar; yo qué sé. Le miro un segundo, ¡qué momento, amigo! Le apunto al pecho pero dudo por si tuviera chaleco o quién sabe. El caso es que en la indecisión le he dado en el cuello y ha empezado a sangrar como un cerdo. Intentaba hablar pero ha sido imposible, creo que le he dado en la yugular. Ha caído redondo el desgraciado. Vaya golpe se ha dado con la silla. He cogido el dinero y me he pirado.

—¿Y no te ha visto nadie salir?
—Qué va, hasta para eso he tenido suerte —explicó sonriente—. Sin duda, hoy es mi día. La chica me dijo que si podía salir media hora antes y le dije que sí. ¿Puedes creerlo?
—Vaya potra, tío. ¿Y ahora qué?
—Pues cubro mi coche con la lona del otro y me voy. Así de fácil.
—¿Y nadie va a buscar este coche?
—Esta nave es de un amigo que está en la cárcel. Aquí no va a mirar nadie en años, créeme. Mira, hay millón trescientos —sacó la pistola de la bolsa y la dejó sobre la mesa; luego puso al lado algunos fajos—, no creas que no reconozco lo que has hecho. Diez mil para ti.

Rufo se dio media vuelta y se quedó mirando la pared, intentando coger aire y fuerzas para el próximo paso de su plan. Encendió un cigarrillo y se pasó una mano por la cabeza. Alfredo se quedó mirando el dinero y la pistola, ordenando las ideas; entendió que era su momento. Entonces cruzó el umbral de la puerta y tomó la pistola.




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