Manuel no sabía nada, más que tenía que sobrevivir a los cincuenta kilómetros de viento arenoso y frío del desierto del Sahara. Había adivinado que los cambios climáticos iban de este jaez, no solo porque el verano —y su intenso calor— había pasado hace tres días, sino porque los cambios en la zona que atravesaba, ya le habían contado otros exploradores, que eran bruscos y aciagos.
No había nada más aburrido que recorrer ese camino, sin embargo el hambre y la sed eran a la vez sus aliados y sus peores enemigos. Sabía que no le importaría morir antes de llegar, pues lo importante era intentarlo.
Mientras, llegando a Marruecos le esperaba el jeque árabe con el que había quedado a comer; siempre le dijo que le esperaría un regalo especial si conseguía atravesar con esa ventisca el desierto.
A diez kilómetros de la meta, Manuel conoció a otra persona ataviada con sus mismos ropajes, se llamaba Azahara y charlando con ella, descubrió que en sus ojos azules y su cuerpo tapado vivía una hermosa damisela. ¡Qué pena que no hubiera ramas y ron para reposar y yacer con ella al lado de un fuego improvisado! Pero había que darse prisa o el jeque no le daría las treinta monedas de oro que merecía para revender en su España natal.
Terminó el trayecto y descubrió Manuel que la persona hacia la que se dirigía Azahara no sólo era distinta a su jeque, sino que resultó ser todo un sultán que también se dedicaba al oro. El tipo, vestido de paisano, le proporcionó agua y víveres para un mes, y le dijo en marroquí:
— Veo que has sabido sortear vientos, tempestades y tormentas de frío y calor. Además Alá quiso poner en tu camino a Azahara, a quién no profanaste por respeto a un dios superior. Si subís esa colina de cien metros, encontraréis un arca de oro que supondría lo mismo en bienes que un sueldo vitalicio si es que sabeis administrarlo para su venta en España con equidad.
Resultó triste el final, como ocurre en casi todas las historias, ya que Azahara quiso acompañar a Manuel hasta el lugar en cuestión, empujándolo sin compasión por un acantilado al Atlántico, desde el que se formó en las rocas toda una leyenda negra sobre ciertas mujeres africanas de ojos azules en general.
«El arca de oro»
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