«El tejuelo»

Se llamaba Andrés y durante la Covid-19 le dio tiempo a catalogar exhaustivamente —su trabajo para la Biblioteca Nacional en este sentido fue alabado y premiado allá por 1983— todos los libros de su casa con riguroso orden y sabiendo de un vistazo dónde poder encontrarlos.
Como suele suceder, en ellos no sólo había clásicos, autopublicados, cuadernillos y revistas —estas utilizaban el ISSN, al contrario que las novelas, el teatro o la poesía, que se consignan con su correspondiente ISBN— sino también partituras de música o DVDs con valioso material audiovisual.
Existía un libro, que además era un regalo de su autora, especial. Nunca se atrevió a publicarlo y permanecía inédito y fotocopiado. Andrés lo leyó en su día, poco antes de que ella muriera. Era un libro con fallos y concesiones, lleno de tachaduras que él mismo anotó sobre el papel ya viejo.
Cuando a Andrés le preguntaban sobre tesoros bibliográficos, siempre se mostraba escéptico, al fin y al cabo, un libro solo vale por los lectores que tiene; la mayor parte de gente que iba a su casa con esta excusa no sabía, según él, lo que estaba diciendo.
Una tarde ociosa Andrés cogió el libro de Pilar y lo releyó. El motivo por el que no se lo publicaron, entonces sí que no lo entendió, como pasa tantas veces. Fue entonces a la primera imprenta cercana que encontró y le puso una de las mejores anillas que allí vendían. Construyó un tejuelo manual como los de antaño y lo puso en su biblioteca en lugar preferente. No se lo recomendaría nunca a nadie, pero sería el más accesible, de modo que fuese el primero ante el que todos tropezasen nada más entrar en su casa.
Andrés sabía que este secreto bibliográfico le pertenecía a él y solo a él.