Todas las velas seguían prendidas cuando terminé de contar mi historia. La lumbre en la chimenea crepitaba con cada palabra, con cada suspiro de la familia. Todavía no podían creer en mí, ni en mi presencia, sin embargo, allí estaba, casi corpóreo, con la luz del fuego alumbrando mi rostro cadavérico.
Aparecí sin más justo cuando terminaron de comer los primeros platos, bien abundantes, como se estilaba en las sociedades acomodadas. En mis tiempos no existía esa bonanza, a Dios gracias, teníamos problemas mayores y asuntos más urgentes que atender. Toda la familia dejó la comida al verme llegar. Se miraron entre sí, horrorizados, con los ojos abiertos y las bocas; en una de ellas el último bocado aún por masticar caía ahora sereno por la barbilla del patriarca.
—¿Quién eres? ¿Por dónde has entrado?
Preguntó la osada niña que me observaba con más curiosidad que el resto de comensales.
—Por la puerta, naturalmente.
De inmediato, se levantaron dirgiéndose al calor de la chimenea, pues de todos es sabido que cualquier fantasma que se precie disminuye la temperatura al menos diez grados centígrados allí donde entra.
Una vez acomodados, empecé a narrar mi historia disparatada. Cómo había llegado a conocer a ese hombre que ellos llaman Papá Noel y cómo me había encomendado la tarea de entregar regalos que perdurasen por siempre.
Terminada mi larga introducción, concluí:
—No deis nada por hecho, ni siquiera mis propias palabras.
Dicho lo cual me los llevé de la mano a una larga jornada. Un camino hacia ningún lugar. Hacia las sombras.
Al día siguiente, los vecinos despertaron con la trágica noticia de que toda la familia había sido hallada muerta en la vivienda calcinada por el fuego. Una mala chispa que alcanzó la cortina del salón.
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Bien narrado y bien estructurado.
Muy bueno.