«Besos de naftalina»

Cierro los ojos y tengo 9 años. Soy una niña retraída y poco comunicativa aunque me siento muy feliz. Camino descalza sobre la hierba mojada del mullido jardín y cuando termino el recorrido  me adentro en la casa. Huele a naftalina, sabe a galletas de jengibre, escucho el piano sonar, veo su sonrisa y siento sus besos y sus abrazos.

Abro los ojos y tengo 11 años. Esta vez no huele a naftalina, ni sabe a galletas de jengibre, ni escucho el piano sonar. Ni si quiera veo su sonrisa, pero todavía queda algo de luz en  su mirada. Solo soy una niña pero me doy cuenta que la vida se le escapa. Mi angustia crece. Busco palabras pero no las encuentro. No soy capaz de expresarme, de decirle, lo importante que es para mí. Estoy bloqueada. Entonces instintivamente hago algo que lo cambia todo. Le doy un beso. Un beso afectuoso, tierno, noble y lleno de verdad. Un beso que en definitiva le da energías para seguir agarrándose durante unos segundos más a la vida, dedicarme una última sonrisa con dificultad y susurrarme en un último aliento dos palabras que consiguen reconfortarme:

- Lo sé

Ahora ya no tengo 9 años, ni 10 pero cuando cierro los ojos todo se llena de luz y me embriago de aquel beso que evoca aquellos deliciosos recuerdos que no se pueden tocar pero se pueden sentir como las palabras que nunca nos dijimos.