BLANCO
Me paro, mis pies se frenan ante el mandato repentino de mi corazón.
La pulka deja de deslizarse por el hielo, pulka que mal llamo "trineo", consecuencia inequívoca de mi poca experiencia en temas nevados...
Pulka que deja de emitir ese constante ruido al rozar con el blanco y descansa sobre su propio peso, demasiado elevado, innecesariamente voluminoso.
Suspiro, mis tobillos se quejan del frenazo, mis caderas respiran al dejar el arnés de ejercer presión sobre ellas y mis ojos apenas logran abrirse pues acarrean tanto sueño que no quieren ni pensar, ni ver, todo lo que queda por delante.
Es la milla 120.
Estoy en Alaska.
Mi compañero de aventura, al que llamo Sombra, hace rato que ha desaparecido de mi vista.
Estoy sola.
Me duermo.
Llevo más de dos días atravesando esta inhóspita tierra nevada y tras una primera jornada a todo tren, corriendo mucho y llevando ritmos como si arrastrásemos el mismo peso que el resto de participantes (algo que no es cierto pues llevamos más del doble), el dolor, las inflamaciones musculares y el sueño, sobre todo el sueño, se han adentrado en mi y no van a dejarme en mucho tiempo.
Estoy derretida del esfuerzo y me queda más de la mitad del recorrido.
¿Les he dicho que estoy en Alaska?
¡Pues yo llevo 60 horas avanzando en ella y me he dado cuenta ahora! ¡En la milla 120!
Me retuerzo del cansancio e intento espabilarme hablando sola.
Enciendo la cámara y le cuento al mundo cómo estoy: estoy jodidamente cansada.
Apago la cámara.
Levanto la mirada.
Ahora sí.
Ante mí, un lago en medio de dos macizos montañosos.
Delante, un bosque a modo de puerta hacia otro espacio por descubrir.
Blanco.
Increíblemente blanco.
Mi pulka, yo y el blanco.
El lago: blanco.
Las montañas: blancas.
Mi mente: en blanco.
Esta imagen, esta es la fotografía que guardo de mi aventura en Alaska.
Vuelvo constantemente a ella, no sé por qué. Quizás porque necesite volver a vivir una aventura de ese estilo, quizás porque la inmensidad de esta tierra americana es abrumadora, quizás porque tenga que plasmarla en algún sitio para que así, mi mente, me deje descansar.
Esta es la historia de una aventura a la que una inconsciente, en este caso yo, dijo sí desde el segundo uno.
Historia que narraré en detalles, sin un aparente nexo con la rutina diaria pero enraizada con la vida misma y sin ser narrada cual novela épica.
Porque no hay nada de épico en perseguir sueños.
Luchar por los sueños debería ser lo normal. Lo obligatoriamente lógico.
¿Qué le dejaremos si no a las futuras generaciones? ¿Unos progenitores que se levantan a las seis de la mañana para comenzar a trabajar y que se acuestan a las 12 para levantarse al día siguiente a continuar trabajando?
Me niego.
A eso rotundamente me niego.
Mi nombre es Susana.
Tengo 41 años.
Vivo en tierras cálidas los 365 días del año.
Y he viajado a tierras polares persiguiendo un sueño blanco.
Nota:
Desde Canarias llamé a mi madre, ella vive en esa zona a la que llaman fin de la tierra, y le digo: "Mamá, me voy a Alaska. Tranquilaaa, sí.., has oído bien.... Alaska....Que sí mamá, que es otra de mis locuras... No...no mamá, no hay peligro...no me voy a morir, tranquilaaa. Que sí mamá, que sé que tengo familia....Mamá.., qué solo son 10 días...¿Qué cuántos kms?....565 kilómetros.... Mamá.., pero caminando...¡no pienses que puedo correr todo eso! ¡qué no estoy loca! Tranquila mamá, por favor...¡Que no soy una suicida!...Mamá...¿Mamá?...¡mamááá!."