Este texto es un fragmento de

Seis horas

María Jesús Lillo

Estás sola. Sabes que hay cientos, miles, millones de mujeres como tú, pero estás sola. Sola ante los fármacos; sola pese a las personas que te acompañan y que hacen un esfuerzo ímprobo por entenderte; sola ante los médicos, la sociedad y ante ti misma, que minimizas cada debilidad, te avergüenzas y callas una enfermedad que te va recluyendo en esa soledad.
 
Una y otra vez, estás sola con el dolor insoportable, las piernas dormidas, los calambres, la parálisis de algunos de tus órganos, las digestiones difíciles, la respiración pesada, los sangrados constantes, el cansancio crónico, el desánimo y el desgaste emocional de quien no puede tener vida sin ser realmente consciente de ello. Estás sola ante la endometriosis.
 
Hoy, sé que la única manera de sobrellevarlo es contarlo, luchar por su visibilidad y hacer todo lo posible para que, en una sociedad en la que las enfermedades de mujeres están en un segundo plano, se investigue. 
 
LA LLAMADA

El vuelo de vuelta siempre se me hace eterno, pero este regreso fue especialmente duro porque, una vez más, había coincidido un viaje de trabajo con una menstruación monstruosa. ¡Por fin había llegado! Estaba impaciente por poder levantarme, coger la maleta, mi coche y huir a mi refugio para reponer fuerzas.
 
Habían sido días de ajetreo doloroso, hemorragias incontrolables y sensación de estar escalando la montaña más difícil. Encendí el móvil y vi cuatro llamadas perdidas de un número desconocido. Pensé que era algún compañero de un medio de comunicación necesitado de información, aunque algo me saltó por dentro. No hice caso del respingo interior. Simplemente tenía que devolver la llamada para salir de dudas.
 
-Buenos días, tengo varias llamadas perdidas de este número. Mi nombre es María Jesús Lillo.
 
-Le hemos llamado en varias ocasiones del Servicio de Ginecología Orgánica del Hospital de La Candelaria para citarle para la preanestesia de la operación que tenía pendiente. Temíamos no localizarla, la verdad, y estábamos ya a punto de irnos y de posponer su cita. ¿Podría pasar mañana a las diez de la mañana?
 
Comencé a temblar de forma incontrolable o, al menos, eso era lo que yo sentía.
 
Había llegado el momento. El temblor ya era visible. Mi cabeza había dejado de pensar en el descanso, en el día siguiente, en la maleta, en que tenía que salir de un avión… Estuve a punto correr, de contarle a la persona que estaba a mi lado lo que me estaba pasando… Todo me oprimía, hasta los pensamientos. 
 
Sin embargo, esperé sentada, inmóvil, con un cinturón de seguridad imaginario tratando de controlar mi cuerpo y mi mente. Tenía que organizar en mi cabeza la situación y lo hice lo más rápido que pude. Cogí la maleta y, lentamente, atravesé el finger del aeropuerto entre el miedo y la esperanza. Durante el recorrido, llamé a mi pareja para contarle que ya estaba todo en marcha, que la solución más drástica pero la única en mi caso había llegado. Hice lo mismo con mi madre y mis hermanos. Hablé tranquila, pero sin pausa y, mientras lo verbalizaba, me hacía a la idea de que, para bien o para mal, todo iba a cambiar. Mi endometriosis tenía los días contados.
 
Durante los treinta años que viví con la endometriosis me preguntaba, cada día, cuándo llegaría el final del calvario. A medida que el dolor se iba comiendo las horas del día, controlaba mi vida entera, temí y deseé ese final con la misma intensidad. Fueron treinta años sumida en un mar de incertidumbres que mal aprendí a gestionar, a afrontar y que, impotente, luchaba por evitar.
 
Cada mes veía mi pasado, mi presente y mi futuro en el dolor. En la falta de respuestas y, sobre todo, en la falta de soluciones para evitar tanto sufrimiento. Veía cada punzada en la impotencia de mi pareja, en la de mi familia, en la de mis amigos más cercanos, veía mis espasmos en mi angustia y en la suya. 
 
 
 
EL INICIO
 
Al llegar a casa, dejé la maleta en el cuarto de la ropa y fui a la cocina para hacerme una infusión y coger algo de comer. Empezaban los pinchazos otra vez y antes de que fueran más fuertes tenía que tomarme el naproxeno sódico. Estaban ya a punto de transcurrir las 6 horas que duraba el efecto, y ya mi estómago no me permitía tomármelo sin comida.
 
Volví al sofá, miré mis nubes a mi izquierda, el cuadro que más presente ha estado en mi vida, y mientras penetraba en ese cielo que tanto me recuerda al de mi pueblo, aterricé de nuevo, esta vez en el tiempo, al comienzo de todo. 
 
Era una sofocante tarde de verano cuando apareció la menstruación. Así, de repente, como suele hacerlo, sin avisar, sin dar muchas señales. Fue extraño, cómico y agobiante a la vez. Había empezado a manchar, pero, en un principio, ni mi madre ni yo nos dimos cuenta de lo que era. Fue ella la que me dijo lo que estaba pasando: tenía la regla.
 
Desde ese momento la menstruación para mí siempre significó dolor, alteraciones hormonales y pesadez de cuerpo. Al principio era soportable. Las reglas suelen doler, me decían en casa. No había una alteración significativa de mi vida ni consecuencias drásticas hasta aquel día. Supongo que fue progresivo hasta llegar a ese fatídico momento en el que ya no hubo vuelta atrás. 
 
El primer ataque fuerte de dolor también llegó una tarde de verano, un par de años después de esa primera vez. Los veranos eran terribles para mi enfermedad. Nunca nadie me ha explicado por qué, pero lo cierto es que resultaban devastadores.
 
El dolor de regla era tan fuerte que no sabía qué más tomar. No conseguía calmar ni uno solo de los calambres, los pinchazos, la sensación de ser apuñalada por dentro y de que alguien tirara hacia abajo de mis ovarios, mis trompas y mi colon con la fuerza de quien arranca un ramillete de hierba enraizada.
 
Fue entonces cuando aparecieron los vómitos, no podía retener nada en mi cuerpo. Mi familia, sufridora conmigo en ese momento, no sabía qué más hacer, nada funcionaba. La deshidratación decidió que todo podía ser peor y me desmayé.
 
El diagnóstico ese día fue deshidratación y una bajada brusca de la presión arterial. Todos sabían que tenía la regla, pero no había una relación causa efecto con los vómitos y la debilidad, según el médico. Quizás los medicamentos me habían sentado mal.
 
Fue entonces, después de ese episodio, cuando apareció el miedo a la siguiente regla, al dolor y a los vómitos, que fueron constantes durante meses; cuando comenzó el recorrido hacia el diagnóstico y la prueba de soluciones que no funcionaban.
 
 



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