Vivir amenazado
Supe que me había convertido en periodista de provecho cuando recibí mi primera amenaza de demanda. Al poco tiempo me llegó la segunda, momento en que manejé la idea de pedir que me convalidaran cuarto de carrera. Era complicado esperar una progresión más vertiginosa y a partir de ahí conviví con el temor de perder la inercia positiva que tanto me había costado forjar.
Ambas advertencias pude sortearlas con talante pacifista, una seriedad de la que carecía y ciertos latigazos ingeniosos que le daban prestancia a mi discurso. Por un momento comprendí lo que debió sentir Bernard Shaw cuando recibió un escueto “Imbécil” en una carta y el irlandés lo solventó asegurando que durante su trayectoria le habían llegado muchos mensajes sin firma, pero era la primera vez que recibía una firma sin mensaje.
La primera de estas amenazas que recibí fue a resultas de mi reportaje de iniciación en Crónica. La historia de un veinteañero que había conseguido organizar la fiesta más salvaje del país, en las salas más grandes de España, a partir de un evento casero con amigos. No le encontré tan festivo cuando, frente a su negativa, publiqué unos datos aproximativos de la facturación que había conseguido en una de sus fiestas más sonadas, en la que consiguió colgar el sold out. Se trataba de una simple regla aritmética: tantas entradas por tantos euros cada una. Accesible incluso para alguien como yo, con reconocida aversión por los juegos numéricos.
Tan pronto apareció publicado, el protagonista me pidió explicaciones, mientras yo trataba de desentrañar las razones de su enfado. De todas ellas, la que encontré más plausible fue la que me ofreció un compañero de redacción: “No es la primera vez que Hacienda trinca a alguien por publicar cifras de facturación en un reportaje”. Desconozco si era eso lo que motivaba la controversia, pero no se me antojaba para nada descabellado.
Me solicitó que borrara de la web las referencias a los datos de facturación. También me advirtió de que una de las discotecas, que también aparecía en el reportaje, le había recomendado que demandase a la publicación. Yo le insistí en que mis métodos para conocer la cifra aproximada habían sido muy rudimentarios. También traté de insinuarle que, en cualquier caso, habíamos llegado tarde: los inspectores de Hacienda siempre leen en papel. El virus estaba ya inoculado.
Las demandas tienen algo de poético. Quien las realiza suele ver en lo que publicas una afrenta personal de tal calibre que puede mancillar su honor, obviando el ejercicio previo de diagnosticar de qué honor estamos hablando. También elevan la publicación a una categoría que no merece. Incluso tienen la fuerza suficiente como para hacer creer a quien demanda que terminarás por reconducir tu actitud. Aquellas amenazas no mermaron mi ánimo, más allá del sobresalto inicial. De hecho, me sorprendí a mí mismo manejando con soltura ciertos aprietos.
De la segunda amenaza conservo un recuerdo más especial. Sucedió al día siguiente de publicar un reportaje sobre el compositor de música electrolatina Juan Magán con motivo de un premio que había recibido unas semanas antes. Me concedió cinco minutos de entrevista aprovechando un parón en la grabación de su nuevo single. Le ametrallé a todas las preguntas que pude. Él contestó a las que quiso. Me pareció un acuerdo proporcionado. Era un tipo afable, cercano, aunque presionado por las prisas de su representante, de carácter nervioso pero con predisposición.
En su amenaza había dos frentes: en primer lugar, le desagradó que en el titular se denominara a Juan Magán como un “nen de Badalona”, calificativo que consideraba peyorativo. Le expliqué que no era más que la traducción de “niño” en catalán, lo que pretendía simbolizar el ascenso a la fama de quien se había criado entre jóvenes consumidos por la heroína, y que, de cualquier forma, la estética nunca es enjuiciable.
El segundo frente tenía que ver con el dinero. Siempre el maldito dinero. Las cifras como causante de todos los males. Otro compañero de redacción acudió a una fuente fiable para dar una cantidad media del caché que tenía el artista por concierto. Su representante me recordó que no habíamos hablado de cifras. Yo le dije que así era. Me preguntó que por qué había publicado eso. “La información es de la fuente de un compañero, del que no tengo motivos para no fiarme”, zanjé.
Ese mismo compañero fue quien me advirtió de que si los artistas prefieren no hablar de cifras es porque pierden ventaja en futuras negociaciones. Marcar una cantidad de referencia ahoga futuras maniobras. Supe de inmediato que era el tipo de problemas que no pertenecían a mi limitado círculo de preocupaciones diarias.
Unos minutos después de aquel intercambio de pareceres, cuando daba la sensación de estar todo encauzado, el representante me advirtió de que pondría el caso en manos de Universal, la productora. De pronto me imaginé al gigante musical con un equipo de abogados detrás, miembros de despachos con muchos apellidos compuestos y salas de reuniones con mesas ovaladas de caoba y grandes cristaleras donde se reunirían para decidir la mejor estrategia para hacerme añicos. Soy muy dado a estas ínfulas.
Respondí, manteniendo a raya mis pulsaciones, que hiciera lo que considerase oportuno. Son ese tipo de frases que te enfrentan al toro de rodillas y sin capote. Es una baza de tanto riesgo que excita. Al final el asunto quedó en nada y yo sigo esperando una notificación de demanda por parte de Universal que poder incluir como hecho relevante en mi obituario.
Ni hubo demanda, ni tuve que dar con mis huesos en tediosas conciliaciones extrajudiciales. Tan solo mantengo ambas anécdotas para describir la etapa más sombría de mi carrera, en la que, al menos durante unos minutos interminables, tenía las punteras de mis zapatos apuntando hacia el precipicio.