Este texto es un fragmento de

Alá, patria y rey

David Alvarado

Extractos

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El 23 de julio de 1999 moría Hassan II, erigiéndose en rey de Marruecos su hijo primogénito, Mohamed VI. Todo apuntaba a que el nuevo monarca daría el definitivo espaldarazo al proceso de apertura iniciado por su padre unos años antes, significándose su advenimiento como el inicio de una nueva era en la que cristalizaría, por fin, la “transición”. En virtud de la proximidad geográfica y una pretendida similitud entre regímenes monárquicos, en la mente de observadores y analistas se vislumbraba una salida “a la española”, entendiendo que en el referente hispano había sido precisamente el rey Don Juan Carlos, en su calidad de heredero del cetro de mando del franquismo, el principal artífice del cambio democrático, del paso de un sistema autoritario a otro de derechos y libertades consagrado por la Constitución de 1978. Con el “gobierno de la alternancia” en liza, principal hito del cambio de orientación operado por el régimen hassaniano a finales de los noventa y a cuya cabeza se encontraba Abderrahman Youssoufi, un socialista otrora condenado a muerte por su oposición al régimen monárquico, Mohamed VI, que contaba entonces con 35 años de edad, tenía todo a su favor para pasar a la historia como el artífice del cambio político en Marruecos, país llamado a convertirse en el gran referente democrático para el mundo árabe y musulmán. La atracción por Europa, con el modelo español como telón de fondo, y el temor de una deriva “a la argelina”, hacían plausible esta hipótesis.

Una de las primeras medidas tomadas por Mohamed VI reforzando esta percepción de cambio fue la revocación de Driss Basri, ministro de interior y hombre fuerte de Hassan II durante dos décadas, uno de los principales artífices de los “años de plomo”. En una decisión harto simbólica, “el gran visir” era apartado del poder el 9 de noviembre de 1999, tras unos disturbios violentamente reprimidos por las fuerzas de seguridad en el Sahara Occidental. Durante estos primeros meses de reinado se suceden otros acontecimientos que alimentan el optimismo para con la reforma política. Entre ellos, la decisión de indemnizar a los represaliados políticos de Hassan II, la vuelta de exiliados como Abraham Serfaty o la publicación de Tazmamart, cellule 10, testimonio sobre los 16 años que Ahmed Marzouki, su autor, pasó en la tristemente conocida prisión, escenario de todo tipo de crímenes y violaciones, arrojando luz sobre el drama de los años de plomo.

En octubre de 1999, el soberano alauí efectúa una visita oficial al Rif, región marginalizada y “castigada” por Hassan II tras las sublevaciones de 1958 y 1959, encontrándose incluso con uno de los hijos del desaparecido líder rifeño Abdelkrim El Khattabi. Aunque con altibajos, se acometen ciertos avances en materia de libertad de prensa, viendo la luz una serie de nuevos títulos independientes que comienzan a erosionar los límites de lo publicable, haciendo que se duplique el lectorado en pocos meses. Este “nuevo clima” lo encontramos en el tratamiento otorgado a la cuestión beréber. El 1 de marzo de 2000, bajo los auspicios del que fuera director del Colegio Real, Mohamed Chafik, ve la luz el Manifiesto Beréber, que pone en causa los fundamentos históricos y cultura- les de la nación marroquí, reivindicando el reconocimiento oficial de la dimensión amazigh del país. Al año siguiente, en un histórico discurso en Ajdir, provincia de Khenifra, en el Medio Atlas, el soberano alauí reconoce la vertiente beréber de Marruecos, anunciando la creación del Instituto Real de la Cultura Amazigh (IRCAM), al que encomienda las misiones de salvaguarda, promoción y refuerzo de la berberidad en los espacios educativo, sociocultural y mediático.

En el discurso proferido con motivo su primera fiesta del trono, el 30 de julio de 1999, el rey traza las grandes orientaciones de su programa, mostrando su adhesión al liberalismo económico y su voluntad de avanzar hacia un auténtico estado de derecho respetuoso de las reglas democráticas, haciendo de la lucha contra la pobreza una de sus prioridades de reino. Mohamed VI acuña entonces su “nuevo concepto de autoridad”, buscando romper con el legado de represión y violencia de su padre, haciendo de la defensa de los derechos humanos y libertades públicas los ejes de su política, al menos en apariencia. Este neoautoritarismo no cambia, sin embargo, la concepción patrimonial del poder en el Majzén, definiendo el propio monarca el sistema político marroquí como una “monarquía ejecutiva y democrática”. La designación por Mohamed VI de un empresario sin filiación partisana, Driss Jettou, para el puesto de Primer Ministro, aludiéndose a la incapacidad de los partidos para formar gobierno, contribuye a marginalizar y desprestigiar aún más el rol de las formaciones políticas. Dando al traste con los logros del gobierno de la alternancia, no respetando el resultado de las urnas, que dieron como vencedora a la Unión Socialista de Fuerzas Populares (USFP), la vocación del nuevo equipo ministerial, totalmente desprovisto de su carga política y compuesto mayoritariamente por tecnócratas, se circunscribe a aplicar las directrices del rey y sus consejeros, con un limitado margen de maniobra e iniciativa.

La amenaza islamista y el fin de la  apertura

Confrontado a la “amenaza islamista”, proveniente tanto del islamismo radical como del eminentemente político, encarnado este último por Al Adl Wal Ihsane (Justicia y caridad) y el Partido para la Justicia y el Desarrollo (PJD) , el poder cambia de dinámica tras los atentados de 16 de mayo de 2003 en Casablanca, en los que mueren 45 personas. Invocando el régimen la “insurrección islamista”, la transición política pasa a un segundo plano, reduciéndose considerablemente el ritmo de reformas y justificando la existencia de un poder fuerte en manos del soberano. Ante los “riesgos” de la transición democrática, se argumenta que una modernización demasiado temprana puede conducir al país al abismo. Se hace hincapié en el necesario refuerzo de los valores musulmanes y patrióticos, encarnados estos en la figura de Mohamed VI, en su calidad de Amir al Mouminime, símbolo máximo de la nación, de su perennidad y unidad. Para no sucumbir a un eventual caos, el rey se erige en el único garante para la estabilidad y el desarrollo de Marruecos. Mientras continúan a buen ritmo las reformas económicas, las fuerzas de seguridad del Reino Alauí combaten la “subversión interior”, desplegando lo que algunos medios han tildado de “caza de brujas”, siendo arrestados alrededor de 3.000 individuos tras los ataques casablanqueses por su presunta vinculación con el islamismo radical, algunos de ellos sin pruebas, habiendo sufrido otros la tortura, el acoso de las autoridades y la arbitrariedad de las sentencias judiciales, tal y como han denunciado las asociaciones de derechos humanos en Marruecos.

Esta fase de alto riesgo, a lo largo de la cual se suceden las operaciones policiales contra el islamismo yihadista, desarticulándose varias células terroristas que, según las autoridades, mantenían lazos con Al Qaeda e incluso con el chiísmo internacional, culmina en cierta medida con las elecciones legislativas de septiembre de 2007. Los resultados obtenidos por el PJD desmienten las previsiones según las cuales se produciría una “marea islamista” en los comicios, hipótesis que inquietaba al régimen y a parte de la clase política del país. Controlada la doble amenaza islamista, radical y política, con unos debilitados y desprestigiados partidos políticos incapaces de cumplir su rol de mediadores entre la población y las instituciones de poder, el rey conforma un gobierno a su medida, a cuya cabeza nombra a Abbas El Fassi, secretario general del partido triunfante en las elecciones, el nacionalista Istiqlal. Esto permite al rey presentarse preferentemente en el frente social, permaneciendo en apariencia alejado de la escena gubernamental. Asimismo, las nuevas elites llegadas con Mohamed VI se han ido apropiando de todas las esferas de poder y de los principales resortes de la economía del país. La transición se da por concluida, el poder real ya no es contestado, el debate sobre la reforma de la Carta Magna para avanzar hacia una monarquía efectivamente constitucional ha sido aparcado, los partidos políticos han desertado la esfera pública dejando el campo libre a Palacio, no cuestionando ya la comunidad internacional los “avances democráticos” del país.

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