Flores en el camino
I
Empezaba a clarear el día y el ajetreo en el patio de nuestra casa parecía no tener fin. Los arcones, ociosos tanto tiempo bajo los tapetes que los protegían del polvo y del paso de los años, se amontonaban ahora a un lado de la puerta principal, esperando su disposición en los carros preparados por los caballerizos desde la tarde anterior. Los criados iban y venían, entre voces y risas nerviosas, ultimando los preparativos de un viaje que cambiaría mi vida para siempre. Yo entonces era muy niña y mal podía imaginar lo que el destino me depararía, pero desde luego sé que hubiera sido muy distinto si hubiéramos seguido en la casa familiar, muy cerca del cenobio de Vallbona.
El trajín había comenzado una semana antes; las nieves habían cesado y la primavera estaba ya tan avanzada que ni siquiera las nieblas matutinas iban a retrasar nuestro ansiado traslado a la corte del rey Alfonso.
Habían pasado tres meses desde la llegada de los emisarios del rey. Dos caballeros habían llegado a la casa una heladora tarde de diciembre, cuando las tierras del señorío se cubren con un manto de nieve que no se levanta hasta bien entrada la primavera. Sus voces en la puerta de la casa, mezcladas con los golpes en la aldaba y el silbido lamentoso del viento rompieron la monotonía de aquella tarde. Pasaron al salón anunciados por Pere, y acompañados por el mismo viento helado que había presagiado su visita.
Mi padre ordenó que se les preparara una estancia y les invitó a compartir nuestra mesa y el enorme fuego de la sala mientras acallaba su deseo de escuchar el mensaje que aquellos dos hombres decían traer en nombre de nuestro señor don Alfonso de Aragón.
— Sois muy gentil, Guiralt de Vallbona —dijo amablemente uno de los caballeros—. Vuestra hospitalidad es lo que ahora necesitan nuestros maltrechos y congelados cuerpos; gracias a Dios hemos llegado antes de que se echara la noche.
— Es un honor teneros entre nosotros —contestó mi padre— y una alegría poder escuchar noticias de la Corte en pleno invierno, con los caminos intransitables por la nieve y el viento helador.
El caballero tomó un sorbo de la copa de vino que templaría su ánimo y siguió hablando:
— Pocas nuevas hay desde vuestra última visita, señor. Afortunadamente los reyes gozan de buena salud, y ven crecer a sus hijos sanos y fuertes. —Y tomando el pliego que le tendía su compañero exclamó: —Y es por este asunto que el rey os reclama, señor de Vallbona; aquí tenéis el documento que expresa su mandato.
Yo asistía a la escena escondida tras la puerta de la cocina, temiendo que los latidos de mi corazón se escucharan desde la estancia vecina. Tal era mi curiosidad por lo que podía decir aquel documento que no presté atención a la frase pronunciada por el caballero; en cambio la cocinera sí que la escuchó claramente y mientras disponía las bandejas encima del hogar comenzó a gimotear:
— ¡Ay, Beatriz, hija mía, que tu padre se marcha a Zaragoza! ¡Vas a ver que nos quedamos aquí, solas las dos!
— Ssst, ¡calla Beni, que no me dejas oír!
— Pero ¿qué quieres oír? Ya te lo digo yo, niña… como si tuviera edad de quedarme al cargo de una mocosa… que tu padre se va y nos deja, hija, ya lo verás.
Pero mi querida aya, que Beni igual hacía un suculento guiso que se afanaba en inculcarme una refinada educación, se equivocaba, como pude comprobar al día siguiente; mas sus quejas y sus lamentos siguieron esa noche mientras le ayudaba a preparar la mesa y aún mientras cenaba con ella en la cocina. En el salón, la velada transcurría en animada conversación, tratando de mil temas que yo ya no pude escuchar. A la mañana siguiente, tras la partida de los dos visitantes, mi padre me preguntó si me gustaría vivir cerca de los reyes.
Yo no supe reaccionar; pues aunque no imaginaba mi vida lejos de mi padre, en ningún momento pensé que podía ir con él. Cierto que años atrás se ausentaba durante meses, acompañando al rey en viajes y campañas. Pero entonces vivía mi madre, y aquellas ausencias las pasaba yo de forma apacible correteando por la granja, acompañada de Pere y de Beni, mientras escuchaba de mi añorada madre infinidad de historias que hablaban de caballeros y princesas que llevaban una vida menos placentera que la nuestra. Pero desde que ella murió, él se ausentaba en contadas ocasiones, siempre durante muy poco tiempo.
Aquella mañana dio para hablar de muchas cosas; de su anterior vida como caballero del rey, de mis señores tíos, que gobernaban aquellas tierras bajo los auspicios de los condes de Urgel, y de nuestra casa, en tierras de Vallbona, a la sombra del nuevo cenobio.
Le pregunté si Zaragoza estaba muy lejos; en realidad me daba igual la distancia o la dureza de un viaje en la fría primavera del Urgel; sabía que deseaba ir con él; moverme en aquella ciudad donde comerciantes y artesanos conviven con nobles y caballeros; donde las damas lucen elegantes vestidos y asisten a torneos y duelos de trovas. Pues yo jamás había salido de las tierras del señorío; conocía la granja como la palma de mi mano, y mis ocupaciones se centraban más en el cuidado de nuestros animales que en las tareas propias de una pequeña dama del reino de Aragón. Mi aya Beni siempre se había esmerado en mi educación, pero el bordado y las buenas maneras no me entusiasmaban y descuidaba estas tareas a la menor ocasión. Era feliz en la granja y aunque ansiaba tener nuevas vivencias, temía los cambios.
Llevábamos, pues, largo rato conversando, tanto que ya habíamos repuesto la paja en los establos y echado el grano a las gallinas y conejos, incluso cepillado a los caballos, cuando mi padre, quizá adivinando mis cavilaciones, miró al anciano Pere con un gesto de complicidad, palmeó la grupa del más viejo de nuestros caballos y comentó:
— Claro está, que si vienes necesitarás una montura propia…
Mi padre era un hombre alto y corpulento, pero en aquel momento mi abrazo casi logra derribarle; y mientras llenaba su barba de besos le dije que sí, que seguro que me iba a gustar mucho vivir en la Corte.
Desde aquel día hasta la mañana de nuestra partida don Guiralt se ocupó en dar un sinfín de instrucciones a los criados para que siguieran con el mantenimiento de la casa, el trabajo de las tierras y el cuidado de los animales, seguro de que mientras durara nuestra estancia en la corte del rey Alfonso, las familias que durante tanto tiempo tan bien le habían servido no quedaban desprotegidas. Me compró una hermosa yegua alazán, que con dos años cumplidos era noble y muy bien domada, a la que llamé Verbena, porque así se llaman las flores que en primavera alegran las agrestes tierras de Vallbona, y que temía no encontrar por los jardines de Zaragoza.
Beni también vendría con nosotros. No así el viejo Pere, al que ya no volvería a ver, y del que aún recuerdo con nostalgia los cuidados y el cariño que me prodigó, y todo lo que me enseñó sobre nuestros animales, como si hubiera sido el más afable de los abuelos.
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Empezaba a clarear el día y el ajetreo en el patio de nuestra casa parecía no tener fin. Los arcones, ociosos tanto tiempo bajo los tapetes que los protegían del polvo y del paso de los años, se amontonaban ahora a un lado de la puerta principal, esperando su disposición en los carros preparados por los caballerizos desde la tarde anterior. Los criados iban y venían, entre voces y risas nerviosas, ultimando los preparativos de un viaje que cambiaría mi vida para siempre. Yo entonces era muy niña y mal podía imaginar lo que el destino me depararía, pero desde luego sé que hubiera sido muy distinto si hubiéramos seguido en la casa familiar, muy cerca del cenobio de Vallbona.
El trajín había comenzado una semana antes; las nieves habían cesado y la primavera estaba ya tan avanzada que ni siquiera las nieblas matutinas iban a retrasar nuestro ansiado traslado a la corte del rey Alfonso.
Habían pasado tres meses desde la llegada de los emisarios del rey. Dos caballeros habían llegado a la casa una heladora tarde de diciembre, cuando las tierras del señorío se cubren con un manto de nieve que no se levanta hasta bien entrada la primavera. Sus voces en la puerta de la casa, mezcladas con los golpes en la aldaba y el silbido lamentoso del viento rompieron la monotonía de aquella tarde. Pasaron al salón anunciados por Pere, y acompañados por el mismo viento helado que había presagiado su visita.
Mi padre ordenó que se les preparara una estancia y les invitó a compartir nuestra mesa y el enorme fuego de la sala mientras acallaba su deseo de escuchar el mensaje que aquellos dos hombres decían traer en nombre de nuestro señor don Alfonso de Aragón.
— Sois muy gentil, Guiralt de Vallbona —dijo amablemente uno de los caballeros—. Vuestra hospitalidad es lo que ahora necesitan nuestros maltrechos y congelados cuerpos; gracias a Dios hemos llegado antes de que se echara la noche.
— Es un honor teneros entre nosotros —contestó mi padre— y una alegría poder escuchar noticias de la Corte en pleno invierno, con los caminos intransitables por la nieve y el viento helador.
El caballero tomó un sorbo de la copa de vino que templaría su ánimo y siguió hablando:
— Pocas nuevas hay desde vuestra última visita, señor. Afortunadamente los reyes gozan de buena salud, y ven crecer a sus hijos sanos y fuertes. —Y tomando el pliego que le tendía su compañero exclamó: —Y es por este asunto que el rey os reclama, señor de Vallbona; aquí tenéis el documento que expresa su mandato.
Yo asistía a la escena escondida tras la puerta de la cocina, temiendo que los latidos de mi corazón se escucharan desde la estancia vecina. Tal era mi curiosidad por lo que podía decir aquel documento que no presté atención a la frase pronunciada por el caballero; en cambio la cocinera sí que la escuchó claramente y mientras disponía las bandejas encima del hogar comenzó a gimotear:
— ¡Ay, Beatriz, hija mía, que tu padre se marcha a Zaragoza! ¡Vas a ver que nos quedamos aquí, solas las dos!
— Ssst, ¡calla Beni, que no me dejas oír!
— Pero ¿qué quieres oír? Ya te lo digo yo, niña… como si tuviera edad de quedarme al cargo de una mocosa… que tu padre se va y nos deja, hija, ya lo verás.
Pero mi querida aya, que Beni igual hacía un suculento guiso que se afanaba en inculcarme una refinada educación, se equivocaba, como pude comprobar al día siguiente; mas sus quejas y sus lamentos siguieron esa noche mientras le ayudaba a preparar la mesa y aún mientras cenaba con ella en la cocina. En el salón, la velada transcurría en animada conversación, tratando de mil temas que yo ya no pude escuchar. A la mañana siguiente, tras la partida de los dos visitantes, mi padre me preguntó si me gustaría vivir cerca de los reyes.
Yo no supe reaccionar; pues aunque no imaginaba mi vida lejos de mi padre, en ningún momento pensé que podía ir con él. Cierto que años atrás se ausentaba durante meses, acompañando al rey en viajes y campañas. Pero entonces vivía mi madre, y aquellas ausencias las pasaba yo de forma apacible correteando por la granja, acompañada de Pere y de Beni, mientras escuchaba de mi añorada madre infinidad de historias que hablaban de caballeros y princesas que llevaban una vida menos placentera que la nuestra. Pero desde que ella murió, él se ausentaba en contadas ocasiones, siempre durante muy poco tiempo.
Aquella mañana dio para hablar de muchas cosas; de su anterior vida como caballero del rey, de mis señores tíos, que gobernaban aquellas tierras bajo los auspicios de los condes de Urgel, y de nuestra casa, en tierras de Vallbona, a la sombra del nuevo cenobio.
Le pregunté si Zaragoza estaba muy lejos; en realidad me daba igual la distancia o la dureza de un viaje en la fría primavera del Urgel; sabía que deseaba ir con él; moverme en aquella ciudad donde comerciantes y artesanos conviven con nobles y caballeros; donde las damas lucen elegantes vestidos y asisten a torneos y duelos de trovas. Pues yo jamás había salido de las tierras del señorío; conocía la granja como la palma de mi mano, y mis ocupaciones se centraban más en el cuidado de nuestros animales que en las tareas propias de una pequeña dama del reino de Aragón. Mi aya Beni siempre se había esmerado en mi educación, pero el bordado y las buenas maneras no me entusiasmaban y descuidaba estas tareas a la menor ocasión. Era feliz en la granja y aunque ansiaba tener nuevas vivencias, temía los cambios.
Llevábamos, pues, largo rato conversando, tanto que ya habíamos repuesto la paja en los establos y echado el grano a las gallinas y conejos, incluso cepillado a los caballos, cuando mi padre, quizá adivinando mis cavilaciones, miró al anciano Pere con un gesto de complicidad, palmeó la grupa del más viejo de nuestros caballos y comentó:
— Claro está, que si vienes necesitarás una montura propia…
Mi padre era un hombre alto y corpulento, pero en aquel momento mi abrazo casi logra derribarle; y mientras llenaba su barba de besos le dije que sí, que seguro que me iba a gustar mucho vivir en la Corte.
Desde aquel día hasta la mañana de nuestra partida don Guiralt se ocupó en dar un sinfín de instrucciones a los criados para que siguieran con el mantenimiento de la casa, el trabajo de las tierras y el cuidado de los animales, seguro de que mientras durara nuestra estancia en la corte del rey Alfonso, las familias que durante tanto tiempo tan bien le habían servido no quedaban desprotegidas. Me compró una hermosa yegua alazán, que con dos años cumplidos era noble y muy bien domada, a la que llamé Verbena, porque así se llaman las flores que en primavera alegran las agrestes tierras de Vallbona, y que temía no encontrar por los jardines de Zaragoza.
Beni también vendría con nosotros. No así el viejo Pere, al que ya no volvería a ver, y del que aún recuerdo con nostalgia los cuidados y el cariño que me prodigó, y todo lo que me enseñó sobre nuestros animales, como si hubiera sido el más afable de los abuelos.