Prólogo
Océano Índico, diciembre de 1798
Surcando aguas tranquilas en dirección suroeste se hallaba el navío «Dolores». Antes de llamarse así tuvo otros nombres, pero solo su capitán recuerda alguno. Ricardo Macián, su actual capitán, llamó así al navío en honor a la mujer con los pechos más grandes con la que jamás hubo compartido cama, mucho tiempo atrás. Los marineros recién llegados sentían admiración cuando el capitán dirigía mil halagos a Dolores, piropos que bien podían adjetivar a cualquier ser u objeto; hasta que conocían el origen de dicho nombre y entendían que las erecciones del capitán no eran provocadas por una robusta construcción de madera.
Actualmente la tripulación del «Dolores» contaba con quince hombres. Ricardo Macián no guiaba su barco según las órdenes de reyes o coronas. Su brújula siempre le indicaba allí donde poder conocer cosas nuevas; nuevas culturas, nuevas experiencias. Es por eso que requisito obligatorio para ser integrante del navío era el no cobrar. De hallar algún botín el acuerdo es compartirlo, pero hasta la fecha solo en la última aventura de la tripulación encontraron algo que mereciera realmente la pena.
Quien se une al «Dolores» es aquel que ya no tiene por lo que luchar, que antes que morir solo y aburrido prefiere morir en el mar, trabajando y en compañía. O aquel que va en busca de aventuras, como Federico Monteagudo. A Ricardo Macián y a Federico Monteagudo les une veinte años de buena amistad. Federico tiene el mismo espíritu libre que Ricardo. No les importa navegar, descubrir, esquivar algún cañonazo, huir, matar, morir. Cualquier día puede ser el último, solamente hay que despedirse luchando.
Cuando dos personas comparten la misma filosofía y ven las cosas desde el mismo punto de vista todo es más fácil. La amistad llega a niveles muy exclusivos. El hecho es que Federico seguía en el viejo navío gracias a esa labrada amistad, aunque Ricardo dudaba muchas veces de tirarlo por la borda.
La última aventura que habían vivido costó la vida a cinco buenos amigos. El único interesado en llevarla a cabo había sido Federico. Y quizá no era eso lo peor. Tenían que llegar a España, para lo que faltaban más de quince meses de travesía. Y quizá no era eso lo peor. El peligro que acabó con la vida de tres hombres viajaba con ellos.
***
Hacía varias horas que la noche había caído. Casi toda la tripulación dormía en las bodegas, agradecidos de que las corrientes les empujaran sobre el mar calmo. En el cielo incontables estrellas salpicaban un firmamento iluminado por una luna radiante y enorme. Parecía como si el mundo se hubiera parado un momento a descansar.
Federico estaba recibiendo todas esas señales de paz, aunque le costaba centrarse en disfrutarlas. Le hacía compañía un joven de curiosa cabellera rubia que se había unido a ellos en extrañas circunstancias que no vienen al caso. El muchacho portaba en su equipaje una bebida horrible, capaz de matar a las ratas. Federico sostenía en la mano su segunda jarra, mientras su acompañante bebía pequeños sorbos de su primera. Sentados en cubierta, Federico trataba de conocer más al joven, en la medida permitida por la embriaguez.
–Maldita sea, ¡me rindo! Te seguiré llamando Jesús y punto –dijo Federico, separando las sílabas de la última palabra.
–Tranquilo, no es usted el primero que me cambia el nombre.
–No me extraña… no me extraña –susurró Federico–. Esta bebida… es lo peor que he probado en mi vida. ¿Qué diablos lleva?
–Mejor que no se lo diga. A todo el mundo no le sienta igual. A unos les da fuerte dolor de cabeza, a otros muchas ganas de mear. Incluso hay quien no ha sobrevivido a la primera pinta. A mí me cogió una diarrea que un mes me duró. Para no deshidratarme bebía mucha agua, y me daba largos baños. ¡En ese entonces aprendí a aguantar diez minutos debajo del agua! –reveló el joven con orgullo.
–¿Diez minutos? –preguntó Federico, embriagado–. Eso es… contar hasta sesenta… ¡diez veces! ¿No?
–Hmm… no lo sé, supongo.
–Qué historias me cuentas, muchacho. A estas alturas, ¡hic!, ya me lo creo todo. ¿Sabes que se dice que en estas aguas hay tiburones grandes como esta nave?
El joven calló unos segundos, mirando al cielo.
–Entonces será mejor que dejemos la bebida, no vayamos a caer por la borda y acabemos siendo la cena de esas bestias –dijo al fin.
–Tienes razón. No pienso volver a probar esta mierda.
El joven tosió y lanzó un escupitajo.
–Sí que escupes lejos –observó Federico–. Me estoy notando un tapón aquí… –informó mientras arrugaba la cara y se palpaba el estómago. Y hubiera seguido hablando, de no ser porque un enorme grito procedente del camarote rompió el silencio de la noche.
Ambos se miraron perplejos. Federico se levantó de un salto, derramó la jarra que estaba en el suelo y por poco no se cayó. Mantuvo el equilibrio y se dirigió a paso rápido a la puerta del camarote, seguido por el joven. Abrió de un portazo y, apoyado en la puerta, trató de descubrir qué estaba pasando, pero la cabeza le daba demasiadas vueltas.
–¿Qué ha pasado? –preguntó, mareado.
En el camarote había cuatro hombres. Ricardo, el capitán, que hasta el momento mantenía una partida de naipes con dos de sus hombres, y un hombre negro, siendo Federico el único interesado en que estuviera ahí este último. El hombre negro dormía en un rincón del camarote porque los demás hombres no querían que durmiera en las bodegas con ellos.
Federico vio a Ricardo de rodillas en el suelo, con la espalda recta, agarrándose la mano derecha con la mano izquierda, ambas cubiertas de sangre. A pocos metros a su derecha, una jaula construida con barrotes de madera escondía en su interior una criatura vista por muy pocos hombres en el mundo. Ricardo comenzó a explicarse y Federico trató de centrarse en escucharle, aunque su estómago estaba requiriendo gran parte de su atención.
–¡Federico! ¡Tú y tu maldita bestia, eso es lo que está pasando! ¡Y desde hace demasiado ya! –rugió Ricardo.
El capitán se incorporó, no con demasiada seguridad. También había bebido. Las bebidas con graduación le solían afectar con demasiada facilidad. Los dos hombres con los que jugaba a las cartas, Narciso y Aquilino, contemplaban a Ricardo con gesto de preocupación, agarrándose al asiento de la silla, apestando a ron.
Ricardo dio dos pasos en dirección a Federico, alternando la mirada entre su mano herida y su amigo borracho, apretando los músculos faciales. El pelo sudado se le pegaba en la frente y orejas.
–No sé la razón por la que le doy de comer a ese monstruo, en lugar de tirarlo por la borda, ¡junto a ti! –exclamó Ricardo clavando la mirada en Federico.
–No digas tonterías, Ricardo –intervino Narciso–. Estás borracho, no has debido acercarte, y menos para demostrar sandeces.
–¿Sandeces? ¿Hablas de sandeces? –preguntó Ricardo, alterado–. ¡La vida de tres hombres no es ninguna sandez!
–Ya están muertos, no volverán a la vida.
–¡Sí! ¡Y están muertos gracias a esa puta criatura! ¡Lo único que quiero es clavarle mi puñal hasta que solo quede sangre y piel!
–¡SENGAYA!
Todos menos Federico se giraron hacia el hombre que había gritado esa palabra. Se trataba del negro, que se había incorporado de su lecho y miraba la escena con grandes ojos que reflejaban preocupación y miedo.
Hubo un momento de silencio, interrumpido al fin por una profunda arcada de Federico, dando lugar a que vomitara en la misma entrada del camarote y captando la atención de los allí presentes. Ninguno se escandalizó.
–Lo mismo que al negro este. ¿Qué diablos hace en este barco? ¿Alguien puede decírmelo? ¿ALGUIEN? –Ricardo estaba hecho una furia.
–Escucha, capitán. Cálmate –trató Narciso de tranquilizarlo–. Grita todo lo que tengas que gritar, maldice a reyes y reinas, pero tienes que sentarte en la mesa y echar un buen trago.
Narciso y Aquilino se levantaron despacio de sus sillas con la mirada fija en el capitán. Aquilino sostenía en su mano derecha un machete muy rústico y afilado, de unos cuarenta centímetros de hoja. El arma pertenecía a Aquilino, pero el capitán guardaba ese machete pegado a la tabla de la mesa por debajo mientras navegaban, por si surgía alguna emergencia en la que fuera necesario su uso.
Ricardo observó la situación sin moverse del sitio, con aparente calma. A su derecha el hombre negro, de pie, asustado y susurrando constantemente esa palabra. Delante de él Narciso agarrado al respaldo de la silla, y Aquilino sosteniendo la hoja. Los tres parecían esperar el momento para abalanzarse sobre él, pero nadie se atrevía a dar el primer paso. Federico, en cambio, se restregaba la boca y tosía, deshaciéndose de sus males.
Ricardo notó durante un segundo que iba a desmayarse, pero inspiró profundamente, guardó la compostura y dibujó media sonrisa en su rostro.
–¡SENGAYA! –volvió a gritar el negro.
–¡CÁLLATE! –rugió Ricardo–. ¡Soy el capitán de este barco! ¡Me falta un trozo de oreja y dos dedos de un pie! Y ahora no voy a quedarme sin mi mano preferida por vuestra maldita culpa. ¿ENTENDIDO?
Silencio. El mal genio del capitán no sirvió para que los hombres bajaran la guardia. Seguían tensos, expectantes. Ricardo notó esta situación, pero estaba armado de valor y dispuesto a impedir que le pusieran la mano encima. Desde que los dientes del animal arañaran su piel una sensación extraña recorría todo su cuerpo. De buena gana se hubiera acostado en el camastro y hubiera dormido un día entero, deseando darse cuenta al despertar de que todo lo que estaba ocurriendo era un sueño. El amor que tenía por su mano derecha y las nulas ganas de perderla era lo que contrarrestaba el veneno que lentamente contaminaría su sangre.
–Ahora –continuó–, voy a salir un momento ahí fuera. Y quiero que me dejéis tranquilo hasta que decida el destino de “eso” –dijo señalando a la jaula de madera atada en el suelo, a dos metros del hombre negro–. Si se os ocurre atacarme, yo también atacaré –advirtió.
La situación era muy tensa y Ricardo sabía, aún con su embriaguez, que tenía que salir de allí cuanto antes. Así que avanzó con paso firme hacia la puerta en la que Federico se apoyaba, mirando de reojo a su derecha al enorme Aquilino sosteniendo el machete con puño cerrado.
–¡Sengaya! ¡SENGAYA! –gritó de nuevo el hombre negro.
Ricardo apretó el ritmo, ya estaba a tres pasos de la puerta, mirando a los que dejaba atrás. Quizá fueran los nervios que le dominaban, aunque trataba de ocultarlo, lo que hizo que se olvidara de que Federico acababa de vomitar en la entrada del camarote. Ricardo patinó sobre el charco naranja, cayendo de bruces sobre el entablado. Al golpearse la cabeza contra el suelo sintió como le temblaron los dientes que le quedaban. Estaba pringado por completo de la mala digestión de Federico. Fue a llevarse las manos a la cabeza cuando un pie desnudo de piel negra le pisó el brazo contra el suelo.
–No… –susurró el capitán.
Trató de evitarlo, de revolverse y escapar de allí. Levantó la mirada y vio al hombre negro, vestido con escasos andrajos, con el machete en las manos. No le dio tiempo a pensar en nada más. El filo atravesó la muñeca derecha del capitán, separando la mano del brazo. La hoja de metal se quedó clavada en la madera del suelo y chorros de sangre empezaron a salpicarla de rojo. El negro le liberó el brazo y cuando Ricardo lo levantó para verlo observó horrorizado que su mano ya no estaba. Giró el cuello hacia la derecha. Estaba ahí, en el suelo, inerte, al lado del arma que la había sesgado.
Entonces notó como unas manos le cogían de la pechera de la camisa y le levantaban del suelo. Era Federico, que parecía haberse recuperado después de su actuación.
–¡Ricardo!¡Mírame! –ordenó Federico. El capitán, anonadado por la rapidez de los acontecimientos, no respondía a los zarandeos de su amigo, hasta que éste le cruzó la cara de un bofetón–. Ya está hecho, ¿de acuerdo? Había que hacerlo, lo sabes. ¿Verdad? ¿Verdad? Ahora vamos a quemarte esa herida, no te preocu… –Federico sostenía a Ricardo cara a cara, y el capitán cabeceó con fuerza la nariz de su amigo, interrumpiéndole.
Federico soltó la pechera del capitán al recibir el golpe, patinó sobre su vómito saliendo del camarote, y mientras trastabilla dando pasos hacia atrás tropezó con la jarra que antes había derramado, haciendo que acabara a unos cinco metros de Ricardo, golpeándose la espalda contra el primer mástil del barco. Cuando la gravedad dejó de ser un problema, sentado en el entablado y apoyado en el mástil, fijó la mirada en el interior del camarote y vio cómo Ricardo se cobraba su venganza.
El capitán siempre guardaba un pequeño puñal en una funda adherida al tobillo, tan largo y delgado como mortal. Mientras Federico zancadilleaba como si actuara en un teatro de comedia, Ricardo se había agachado a recoger su arma con su única mano. Se había acercado al hombre negro, que permaneció inmóvil en todo momento, y le había atravesado la cabeza con el estilete. El puñal había entrado por encima de la oreja izquierda y la punta salía roja por encima de la oreja derecha.
El negro se convirtió en peso muerto en un par de segundos. La cabeza del fallecido se deslizó por el estilete atravesado y el cuerpo cayó al entablado, formándose un charco de sangre alrededor.
Ricardo dio media vuelta con la mirada clavada en Federico. Éste observaba atónito la escena. El capitán salió del camarote con paso firme, echando fuego por los ojos.
–Has permitido que me corten la mano –dijo Ricardo blandiendo su muñón, sin dejar de avanzar–. ¡Eres un bastardo!
Ni Narciso, ni Aquilino, ni el joven de melena rubia impidieron el avance amenazador del capitán. Todos ellos se mantenían a distancia, y si el capitán tenía intención de matar a Federico, tal como parecía, adelante.
Federico tragó saliva mientras veía como Ricardo se acercaba con los dientes apretados y el puñal bien agarrado en su única mano. No quería matarlo, no quería llegar a eso. Era su capitán. Era su amigo.
Ricardo aceleró en los últimos metros y se abalanzó sobre Federico, blandiendo la punta del arma en dirección al rostro. El atacado logró esquivar el ataque desplazándose hacia su derecha. El estilete se clavó en la madera del robusto mástil. Ricardo soltó su empuñadura y con el revés del brazo atizó a Federico en la cara. Federico cayó al suelo. Para cuando quiso incorporarse recibió una patada en la barbilla. No se esperaba tal lluvia de golpes, el capitán demostraba más pericia en combate manco que con ambas manos.
Federico se giró, le dio la espalda a Ricardo, y comenzó a arrastrarse con los codos hacia el banco en el que bebía un rato antes. Le dolía la barbilla y notaba el sabor de la sangre en la boca. Ricardo se acercó al mástil y desclavó el estilete con ritmo paciente.
–Hay que ver, Federico –comenzó Ricardo, de espaldas a su interlocutor–. Todo lo que hemos pasado. Todas nuestras historias… Me has hecho olvidarme de todas ellas. No debimos haber ido nunca a aquella isla, ni haber capturado a esa maldita cosa, ni haberla subido a este barco. Esta misión acaba aquí, Federico, amigo. Y como sé que no estarás de acuerdo...
Ricardo se abalanzó de nuevo sobre Federico. Al mover el muñón por delante de su cara le salpicó sangre en los ojos y calculó mal su último movimiento. Aun así la punta del estilete estuvo a escasos centímetros de la cara de Federico, y le hubiera alcanzado de no haberse girado a tiempo y haber levantado ambas piernas, balanceando el cuerpo de Ricardo hacia atrás con fuerza.
Federico vio volar el cuerpo del capitán por encima del suyo y desaparecer después por la baranda del barco. ¿Había arrojado a su capitán y amigo por la borda? Se incorporó a toda prisa y vio la bota derecha del susodicho apoyada en la esquina de la barandilla, haciendo palanca contra la madera. Federico estiró rápidamente los brazos, cogió la bota y notó como el pie se deslizaba dentro de ella. Se asomó rápidamente al mismo tiempo que Narciso, Aquilino y el joven rubio, que se dieron toda la prisa del mundo por alcanzar al capitán cuando lo vieron volando hacia fuera de la nave.
El cuerpo de Ricardo cayó al océano en menos de dos segundos. Los cuatro hombres miraban expectantes, esperando que el capitán surgiera de las aguas soltando improperios. Tardó en salir, un tiempo que se hizo eterno. Pero era imposible que de su boca saliera palabra alguna, porque lo que emergió del agua era un trozo de Ricardo, mucho más mutilado que antes de caer. A los hombres se les paró la respiración. Entonces un enorme tiburón surgió del agua, capturando entre su mortal dentadura el pedazo de carne humana, masticando, desgarrando, y tiñendo el agua de un rojo oscurecido por la noche.
–Mierda –dijo Federico.
Capítulo 1
Sagunto, España, marzo de 1800
Federico llegó por fin a su destino, dieciséis meses y medio después de que su amigo Ricardo fuese devorado por un gran tiburón. El «Dolores» amarró en el puerto de Sagunto mientras el sol asomaba por el horizonte del mar mediterráneo.
Mientras los peones echaban los amarres dijo adiós a Narciso y Aquilino, los únicos compañeros de aventuras que quedaban con vida. Ninguno de ellos le había perdonado que fuera artífice del abrupto final de Ricardo, mas se despidieron con fría afectividad: habían sido muchos años pisando el mismo suelo. Se despidió también del joven de cabellera rubia, sabiendo que nunca volverían a verse, y también de los hombres que quedaron en el barco con sincera amabilidad, a pesar de que ninguno de ellos le ayudó a descargar la jaula con la criatura dentro.
Una vez en tierra firme tuvo que sentarse unos minutos hasta que su cerebro entendió que el suelo no se balanceaba bajo sus pies. Preguntando a unos y a otros encontró a una persona que sabía de alguien interesado en vender una carroza. Enseñando un viejo trozo de mapa al hombre con el que cerró el negocio, al que también le compró un caballo, supo de alguien conocedor de la zona y el lugar donde poder encontrarle. Todas esas gestiones sumadas al ansiado momento en el que degustar un plato de carne ocasionaron que se le fuera la mañana hasta pasado el mediodía, siempre vigilando que ningún insensato se acercara a la jaula. Por suerte la gente parecía demasiado ocupada en sus quehaceres como para fijarse en él y en la caja oculta bajo una manta que portaba tirando de ella con una cuerda.
Para después de comer la carga estaba en la carroza recién adquirida, los amarres del caballo listos y el espíritu ansioso por emprender un nuevo viaje, esperando que fuese el último. Se dirigió a la puerta oeste de Sagunto, donde se encontraría con su guía.
***
–Pues veinte años hará que no piso esta tierra, don Julián –explicó Federico–. Diecinueve o veinte.
–Es mucho tiempo. Yo nunca he salido de estas fronteras. Una vez estuve cerca de Francia, en Cataluña. Pero también hace mucho de eso.
Ambos hombres llevaban cuatro horas de camino. El paso que llevaban no era muy rápido.
–En tres o cuatro jornadas llegaremos al pueblo al que quiere llegar –informó don Julián. El sol del mediodía se escondía tras las montañas de las tierras valencianas, vigiladas desde las alturas por nubes de algodón.
–Dígame, ¿corren buenos tiempos? ¿Se puede andar tranquilo por estos caminos?
Don Julián tardó unos segundos en contestar, poniendo gesto de no saber qué decir.
–Son tiempos tranquilos, no hay guerras, por lo menos que afecten a los hombres sencillos. Pero eso no quita que haya individuos poderosos y soberbios a los que mejor evitar. Terratenientes, condes… hombres con dinero que no han ganado, sino que se han encontrado.
–De esos siempre ha habido.
–Y siempre los habrá.
–¿Y si de repente nos asaltan unos bandidos? ¿Puede suceder?
–Puede suceder. Pero no se preocupe, conozco muchos caminos, y sé cuáles son los que hay que evitar.
–Ya, pero, ¿y si nos asaltan? ¿Nuestra vida correría peligro?
–No. Como mucho podrían atizarnos y robarnos las pertenencias.
–¿Y si me defiendo y mato a alguien?
Don Julián miró a Federico con gesto cauteloso. Tras un silencio de segundos, contestó:
–Lo mejor sería buscar un río con caudal y arrojar el cuerpo, para que aparezca allí donde nadie eche de menos al difunto.
Federico miró al frente, con la mirada pérdida y media sonrisa dibujada en el rostro. Tras otro silencio dijo:
–Me parece bien.
La primera noche la pasaron en un hostal de un pueblo en el camino. Las dos siguientes durmieron en establos gracias a la hospitalidad de los granjeros que encontraron durante la travesía.
–Para antes de que se esconda el sol esta tarde habremos llegado –anunció don Julián al amanecer del cuarto día.
Hasta el momento el viaje había sido muy tranquilo. La mayoría de la gente con la que se cruzaron eran granjeros y pastores, buenas gentes alejadas de los grandes núcleos de población.
Al mediodía pararon a comer un poco de queso y pan, sentados en una roca en medio de un inmenso bosque de pinos. Los caballos aprovecharon para arrancar con la dentadura hierbas del camino.
Tres horas después llegaron a un cruce de caminos.
–Bueno, pues aquí nos separamos –informó don Julián–. Siga por ese camino, para antes de que se esconda el sol ya habrá llegado.
–¿Y dónde pasará usted la noche?
–A poca distancia vive un viejo amigo, siempre que vengo por estas tierras le hago una visita. Se alegrará de verme, igual que yo a él.
Federico se quedó mirando fijamente a don Julián unos segundos.
–Yo hago este viaje para reencontrarme con un viejo amigo. Hace dos años que dio comienzo, y por fin me hallo tan cerca…
–Espero que se vea recompensado tanto esfuerzo.
Ambos hombres se dieron la mano con firmeza, cada uno montado en su caballo. Federico registró un pequeño saco que llevaba atado al pantalón por dentro, sacó dos pequeñas pepitas de oro y se las entregó a don Julián.