Este texto es un fragmento de

Café

Paula Peralta

Niñera a tiempo parcial






Las gotas de agua encontraban el final de su vida cayendo por la mampara y nadie escribía una tragedia sobre ello. Algunas incluso eran espachurradas por su enorme mano cuando se apoyaba en ella. El espejo estaba empañado y el gato, que había decidido no salir del cuarto de baño, se dedicaba a tirar los botes de champú, gel o crema hidratante. Hubiera querido tirar al animal por la ventana, pero ni siquiera tenía fuerzas. Por las mañanas tenía bastante mal genio. Es difícil despertarse de buen humor cuando uno tiene el despertador más escandaloso del universo y tras conciliar el sueño apenas un par de horas seguidas. Se despertaba reiteradas veces, ahogado en mitad de la noche por una presión importante en el pecho. Sin embargo, ya dentro de la ducha y con el agua haciendo arder cada poro de su paliducha piel, se prohibió a sí mismo pensar que era incapaz de dormir. O que el gato estaba en el baño con él, destrozándolo todo. No quería saber nada de noches en vela ni de sábanas pegajosas o pesadillas asediadoras.


Una vez ya estuvo fuera, entró rápidamente en el coche, con el pelo aún empapado. A veces pensaba que esa rutina era lo que hacía que su corazón se adecuara a sus latidos y dejara de dar saltos, y otras, que hubiera sido mejor que se descarriara. De todas formas no era más que rutina: se levantaba, daba de comer a Gato, se duchaba, iba a trabajar. Y pese a todo, su corazón le seguía el ritmo aún dando tumbos.


Aparcó en su plaza, delante de la pequeña comisaría de Woodsville. En aquel lugar, por aquel entonces, no debían trabajar más de diez o doce agentes de la ley. Bueno, lo que es trabajar, trabajaban más bien poco. No era una zona conflictiva, no lo había sido nunca. Era un pueblo grande, quizá una ciudad pequeña, y no podía pasar mucha cosa tampoco, ¿verdad? Disputas entre vecinos por asuntos menores o grupos de adolescentes que buscan su identidad entrando a robar en tiendas de la zona comercial. Poco más. Woodsville no era precisamente un lugar donde la delincuencia fuera frecuente, pero los robos están siempre presentes en la vida de un policía. A parte de eso, nada realmente emocionante. Un pueblo tranquilo para una comisaría entonces alterada.


Woodsville era un lugar agradable, un sitio en el que pasaba la misma cantidad de cosas que gente de turismo. Perdido en algún lugar que no logro recordar, estaba lleno de casitas adosadas y apenas había grandes edificios. Ni siquiera él recordaba muy bien cómo había terminado trabajando y viviendo allí, pero algo era cierto: tenía su encanto.


La última cabeza pelirroja que atravesó la puerta no solía llegar tarde a sus turnos pero, dada la circunstancia, nadie dijo nada.  El resto de los agentes estaban ya en sus puestos aquella mañana: Paul sujetaba la fotocopiadora con una facilidad impresionante y un café en la otra mano; Darren, el hombre tranquilo, estaba tras su escritorio haciendo papeleo variado que le gustaba archivar; Ian, al fondo, hablaba con una muchacha que parecía terriblemente angustiada; y, finalmente, de la puerta del despacho del Sheriff Wilde se asomaba Jane con un café para llevar y una humareda que solo podía venir del hombre. Reynolds y Simon desayunaban en la mesa del primero. El primero sonreía ante los nervios del nuevo policía, aún en prácticas.


Nada fuera de lo normal, por supuesto. Sin embargo, Red sentía que nada de lo que veía podía ser más terrible que aquella normalidad. Se pasó una mano por los ojos y después se frotó el pecho, calentándose las costillas.


 ─ Red.  ─ Lo saludó una agradable voz desde la fotocopiadora, en su travesía por la comisaría. Paul le tendía un café, conocedor de su amor por ellos. Red se acercó el café a la nariz para olerlo y la arrugó con desprecio.  ─ Buenos días  ─ Concluyó el hombre, que se apoyaba en aquella fotocopiadora con gracia y una sonrisa.


 ─ Buenos días, Paul.  ─ Correspondió Red Cox. Le echó una mirada de reojo, intentando ver si de veras esperaba que se bebiera lo que le había preparado. Hizo un esfuerzo por contentarle, alzando una ceja y soltando todo el aire. Le dio un sorbo y procuró tragarlo.


Robert solía tomar los cafés amargos y él los tomaba con Robert. Un café con leche podía ser destructoramente dulce y amargamente distinto a como acostumbraba a tomarlos. La comisaría era tan pequeña que apenas había tres despachos: uno para los archivos, uno para el Sheriff y otro que había pertenecido a Robert y ahora le pertenecía a él. Finalmente, la cuarta puerta estaba destinada a una sala a la que llamaban vestuario, pero que más bien era una sala de taquillas donde ponerse el uniforme.


 ─ Sigue luchando por que la fotocopiadora no se caiga.  ─ Añadió el pelirrojo, con una risa bromista.


Alzó el café sobre los ojos e hizo con él un pequeño gesto de despedida. Se decidió por encerrarse en su despacho y se llevó consigo el café que no pensaba beberse. Él, a diferencia del resto, tenía puerta. Con la risa del jovial Paul a su espalda, la sonrisa le supo perfecta, mucho mejor que el café. Saludó a Ian al cruzarse con él y alzó ambas cejas, gesto que complementó el hombre de los ojos azules. Ni una palabra.


Red Cox era conocido por un nombre que no era el suyo. Había sido rebautizado por Robert Cobb. Red era el apodo que se había solapado a su identidad por el hecho de ser pelirrojo. No era muy original, pero era sencillo. Había aceptado el apodo entre carcajadas al asumir ambos lo repipi de su nombre completo. Robert Cobb era un hombre formidable, de humor ciertamente cuestionable, hombros fornidos y mandíbula cuadrada. Era un hombre que había fallecido con tan solo cuarenta y siete años y cuyo cuerpo pesaba sobre los hombros de Red.


Del día de su muerte apenas recordaba que había llovido como si fuera a acabarse el mundo. También que todos dijeron que fue un ajuste de cuentas. El mundo le olvidó como si jamás hubiera existido.


Salvo ellos.


Observó a Ian, volviendo el cuerpo mientras caminaba: parecía estar trabajando mucho, así que algo debía pasar. Pensó que no estaba mal tener alguna sorpresa de nuevo, que quizá le refrescaría la cabeza con nuevos problemas. Ian le dedicó una pequeña risa y le adelantó, llevando consigo las llaves de las esposas. Al girar ambos la esquina, allí estaba su sorpresa: un muchacho altamente reconocible al que arrastraba al interior. Red alzó la mano, deteniéndose al final del pasillo mientras Ian llegaba hasta él.


─ Hacía días que no te veía, Marcus. ─ Alzó la voz para que le escuchara, con diversión. El chico sonrió. ─ ¿Qué tal tu padre?


El pobre hombre siempre pagaba la fianza, aun siendo un hombre tan ocupado como lo es un alcalde.


Marcus Solheim era un muchacho un tanto problemático. Robos, multas de velocidad y algún que otro allanamiento de morada. Ninguno denunciado por los agradables conciudadanos de Woodsville. Su padre compensaba los errores del muchacho y se disculpaba constantemente así que incluso eran indulgentes con él en comisaría. Llevaba así desde los dieciséis y se suponía que ya tendría que estar en la capital, estudiando en la universidad.  Red se volvió, chasqueando la lengua, dispuesto a dejar hacer a Ian a su espalda. Apenas a un metro de su puerta, sin embargo, apareció alguien que resultó ser su verdadera sorpresa del día.  


Frente a él, una muchacha de cabellos largos y rubios parecía perderse en la placa de la puerta cerrada. Su lisa melena le caía por la espalda mientras cruzaba los brazos y se mantenía aparentemente indiferente. Volvió entonces el rostro y fijó sus ojos en Red, que se quedó perdido por momentos. Sin comprender nada, vio asomar de sus labios algo parecido a una sonrisa. Ella descruzó los brazos y dijo:


─ El Sheriff Wilde ha dicho que me presente, pero ya me conoces. ─ Estiró una de sus pálidas manos hacia él. ─ ¿Verdad?


Red ignoró su mano y se escabulló hacia su despacho. Ella le siguió, pisándole los talones con el ceño fruncido. Red juraba no conocerla de nada, por mentirse un poco antes de admitir su identidad. Intentó ignorar lo que creía que se avecinaba y el gran cúmulo de terribles consecuencias arrojadas sobre su paciencia que todo aquello podía conllevar. Cogió aire y lo soltó suavemente, haciendo el esfuerzo por sus pulmones esta vez.


Rodeó el escritorio y la vio tras él. Obviamente, no había desaparecido. Mientras comprobaba el estado de sus escritos en el cajón cerrado con llave, ella giró sobre sus talones, curioseando el lugar sin querer ni poder evitarlo. La sospecha que en todo momento le había asaltado, el nudo de su garganta, le hizo alzar la mirada hacia ella, mientras sus hombros caían con la rigidez de las montañas y su cuerpo se tensaba para no desfallecer.


─ ¿Por qué iba a querer que te presentaras? ─ Pidió explicaciones el hombre detrás del escritorio, masajeando el fruncido entrecejo.


─ Dado que necesito un responsable y tú trabajaste con mi padre, ha dicho que tú serías el encargado perfecto para ser mi tutor. Ya sabes, por las prácticas y… ─ Su tono sonaba conciliador. El parecía encenderse poco a poco, razón por la que la muchacha se detuvo.


Paró el discurso que había preparado, vaciló, se mordió el labio inferior, y volvió a intentarlo, pero no le dio tiempo a acabar la frase. Red rodeó el escritorio de vuelta a la salida del despacho y pasó de largo a Juliette Cobb, dejándola sola con la reverberación de un portazo. Hizo gruñir las baldosas a su paso, mientras la joven intentaba tragarse su última mirada como si fuera un trozo de carne demasiado seca.


De ninguna de las maneras pensaba aceptar esa historia. Se negó en rotundo a aceptar esa versión, esa consecuencia, esa venganza, esa declaración de intenciones. En su camino por el pasillo, Red parecía olvidar el dolor de su pecho, el nudo de su garganta. Enfadado, pasó de largo a Marcus y a Ian, que charlaban como si nada, y abrió la puerta del despacho.


Red Cox, además de pelirrojo, era policía, no una niñera, y no pensaba tolerar ni una sola lección más.





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