Este texto es un fragmento de

Camaleón

Despin Tchoumke

Les sonará de algo si les hablo de un país en crisis, de una sociedad en paro y de una generación obligada a malvivir o a irse al extranjero para sentir que su vida avanza en algún sentido; o en todos. Tras más de una década viviendo en España me atrevo a resaltar esa particularidad española de no ver más allá de su nariz. También a mí me suena de algo esto porque sucede lo mismo en mi país: Camerún. Seguro digo una obviedad pero hay evidencias que no basta con que lo sean, hay que repetirlas, hacerlas presentes cada día, compartirlas. No hay país exento de egoísmo.

En Camerún oíamos hablar de una Europa que ayudaba a África. También en España se escucha que Europa ayuda, que Europa provee. Pero nosotros, camaleones, sólo nos dábamos cuenta de que ni con esas ayudas África mejoraba. Cuando llegué a España, en cambio, se podía encontrar trabajo. En Camerún, entonces y ahora, ojalá no siempre, más de la mitad de la población está en paro. La tasa de natalidad es altísima y los niños no suelen tener la suerte de ir al colegio, por lo que la tasa de analfabetismo también lo es, y la falta de educación infantil fomenta la delincuencia juvenil.  Tuve la inmensa suerte de poder ir al colegio, lo que ha favorecido enormemente mi integración en las distintas capas sociales españolas.

Dicen en África: “Cuando dos elefantes se pelean es la hierba la que sufre”. Y esto ha pasado en mi continente: guerras, dictaduras, conflictos, hambre… en una serie de países que han sido colonizados, después explotados y, finalmente, sus ciudadanos convertidos en mano de obra barata, tanto física como moralmente, mientras la riqueza natural se perdía. 

Cómo no va a surgir miseria de una circunstancia como ésta. Inmersos en una situación como la que se describe, muchas personas generan empleo de cualquier forma para poder sobrevivir, trabajos que no son legales, como comprar gasolina y revenderla más barata, organizar mafias, robar cosechas agrícolas propias del país... Hay trabajadores que apenas consiguen llevar a sus casas un sueldo de 50 euros al mes, y la segunda semana ya no tienen nada. Otro ejemplo: la policía y los militares cobran 100 euros al mes y se ven obligados a mendigar en las zonas en las que realizan controles. Con ese sueldo, nadie puede vivir.

Los camaleones notamos más las diferencias porque nos hemos ido y, cuando regresamos a nuestros países de origen, nos damos más cuenta de su tragedia. En el mismo aeropuerto, nada más llegar, recordamos que la policía de la aduana casi siempre es corrupta, aunque la responsabilidad seguramente no sea de ellos sino de quienes deciden que su sueldo será mísero cada mes. Luego, en la sala donde se recogen los equipajes, te das de bruces con la realidad: personas jóvenes buscándose la vida, que no tienen nada e intentan solucionar algo o conseguir una limosna.

Ayudados por los jefes de la aduana, muchos jóvenes buscan personas recién llegadas e intentan ayudarles a sacar sus maletas, sin ningún tipo de control. Así que los camaleones ya sabemos que, cuando lleguemos a nuestro país de origen, tendremos que negociar la salida de nuestros equipajes o mercancías. Uno no sabe nunca cómo distinguir, en un aeropuerto, al viajero del trabajador, mientras ve su maleta desaparecer. 

Al salir, numerosos negocios se agolpan y buscan viajeros para engañarlos con los precios. En cuanto se sale de Europa, en cuanto se aterriza en África, uno es consciente de lo mal que funciona el continente: por el aspecto, por suconfusión.

En cuanto llegamos a casa nos reunimos con la familia, compramos algo de comer y algo de beber para aquellos hermanos nuestros que, últimamente, no hayan comido bien, y siempre hay algún familiar que ha caído enfermo. Si lo visitas, encuentras médicos que, en una situación tan precaria, no pueden desarrollar su trabajo.

También existen diversos tipos de trapicheos que dificultan la sanación de un paciente. Por ejemplo, algunos doctores venden las muestras que tienen de jeringuillas o medicamentos a los enfermos. Y los que nada tienen, nada obtienen. Son abandonados porque la consulta médica está por encima de sus capacidades económicas. 

Pude conocer de primera mano este tipo de casos cuando viajé a mi país en representación de la ONG que fundé en Madrid, Bazou Young Association, con la intención de donar aparatos e instrumental médico, así como medicinas en el hospital de distristo de New-Bell. Bazou es el nombre de mi pueblo, donde nací y donde vive mi familia.

Había contactado ya con el jefe del hospital para organizar la entrega. La negociación había sido un poco complicada porque el responsable aseguraba tener muy poco tiempo. Me presentó al vicepresidente del hospital, encargado de acompañarnos. A mi padre, en tanto jefe de mi barrio, también le invité a venir. Me respondió: “Si la entrega tiene un valor de cinco millones de francos, invitaré a todos mis amigos para que la entrega sea aún más conocida”. 

El domingo, tras escuchar misa y atender los evangelios, emprendí la tarea. Las palabras sagradas hablaban de lo que nosotros teníamos que hacer, hablaban de que, cuando preparamos una fiesta, tenemos que invitar, precisamente, a aquellos que no pueden devolver lo que se les está dando. Se me quedó grabado en la cabeza y en el corazón. Así que el lunes invité a mis amigos más débiles, a los que peor situación económica tenían, para que me acompañaran a cumplir nuestro objetivo humanitario.

También llamé a mis amigos de la infancia que son periodistas en cadenas importantes del país. En el hotel donde estaba alojado encontré a un amigo junto a su jefe en la televisión, Charle Ndogo. Les hablé de mis intenciones, les conté que iba a entregar instrumental y ayudar a los enfermos del hospital donde habíamos nacido. Alucinaron, y se lo hicieron saber al dueño de ese canal. Así que mandaron a un equipo a cubrirlo. 

Jabón, aparatos médicos y medicinas era el equipaje que, en una furgoneta, acercamos al hospital, donde nos recibió el vicedirector, en presencia de CRTV televisión y la prensa escrita más importante de Camerún. La sala se llenó de periodistas, invitados y médicos. La Administración del hospital no dejaba de preguntar quién era el responsable de todo eso. Un señor corrió tras de mí para informarme de que un enfermo estaba abandonado en el suelo porque no tenía dinero, así que fui a verlo antes de comenzar la celebración y la entrega. Vi a una familia destrozada y a un hombre con una hernia discal avanzada con necesidad urgente de una operación. Pregunté quién se ocupaba de él y un médico salió a darme la mano y me explicó que ese enfermo no tenía dinero para operarse. Le dije a la familia que, tras el acto, iría a ayudarles.

Fue un momento importantísimo para mí. Pude explicar cómo, gracias a mis amigos en España, había fundado la organización Bazou Young Association. Narré cómo aquellas personas confiaron en mí y me dieron su dinero para que ayudara a los niños. Siempre que hablaba con mis amigos de Camerún, me daba cuenta de que las cosas únicamente iban a peor. Incluso mis propios amigos morían, y yo sentía una rabia inmensa que me animaba a trabajar duro, a esforzarme incluso económicamente. Por eso, les dije a todos que esperaba que el material que les estaba entregando pudiera salvar alguna vida y que soñaba con formalizar un acuerdo entre la ONG y el hospital para seguir haciéndolo.

Tomó la palabra el subdirector del hospital, que agradeció mi gesto y manifestó su sorpresa de que, a pesar de haberme ido de mi país, no me hubiera olvidado de mi gente. Algunos de los aparatos que les llevé les hacían mucha falta. Hicimos la entrega y, después, efectuamos una ronda de visitas y, en la zona de maternidad, dimos jabón a las madres para que pudieran lavar a sus hijos. 

En el camino, nos encontramos una madre cuya hija de 30 años estaba postrada en la cama. No tenían dinero siquiera para la consulta del médico y, cuando vio que repartíamos jabón, nos preguntó quiénes éramos. Mis amigos me señalaron a mí, pero le expliqué que sólo gracias a otras personas había podido hacerlo. Me miró fijamente y dijo que tenía algo que explicarme. Comenzó a llorar, intentó narrar que su hija llevaba ya demasiados días en cama  sin recibir asistencia médica. Le pedí que se relajara e intentara reflexionar sobre qué necesitaba exactamente. Me pidió una cantidad y saqué otra superior. Se arrodilló para recibir el dinero y me pidió que rezáramos por su hija juntos. Lo hicimos todos y, tras la oración, nos lo agradeció efusivamente. Visitamos a otros enfermos y no pude evitar entristecerme al pensar que un país tan rico como Camerún tenga a sus ciudadanos sufriendo semejantes condiciones sanitarias. Terminamos la visita firmando un certificado de la entrega de materiales y valoramos la posibilidad de contactar hospitales cameruneses con centros sanitarios europeos.

Antes, los hospitales de Camerún solían recibir donativos en forma de aparatos médicos, instrumentos quirúrgicos y medicinas pero, tras la devaluación del franco sefa, los médicos y los funcionarios vieron su salario reducido a la mitad e hicieron lo que no debían: vender los materiales. El sistema sanitario africano es un caos. Se construyen hospitales pero, dos años después, la cantidad de camas ha disminuido, los médicos se han corrompido y exigen un dinero extra a los pacientes antes de atenderlos. Por eso, muchos enfermos graves asisten al final de su vida sin poder hacer nada para remediarlo, siquiera por tener un final digno. Si su familia no tiene dinero quizá ni pueda tener un entierro.

Si bien Europa ha sido capaz de unirse y defenderse, en África no sucede lo mismo y sus países sufren la mala gestión de sus gobernantes. Pero el mayor problema, ahora, es quién quedará en Camerún y otros países africanos para sacar adelante la economía si una generación entera ha emigrado. ¿Cuál es el futuro del Camerún? Cuando era un niño, mi país tenía una estructura económica sana y mi familia estaba más o menos equilibrada. Eso ya fue una suerte, porque nadie elige ni su origen ni su status social. Yo estaba acostumbrado a estar metido en mi cuaderno. Mis padres nos enviaron a un colegio católico con la intención de que obtuviéramos buenos resultados académicos. Mis 14 hermanos y yo estudiamos bajo una disciplina prácticamente militar. 

Dedicaba la mayor parte del tiempo a estudiar y, en el recreo, organizábamos partidos de fútbol. Mi escuela era únicamente para chicos y se llamaba María Goretti. Cuando visitábamos a nuestra hermana en su colegio teníamos que esperar fuera, a muchos metros de distancia de la verja de entrada. Aun ahora me resulta extraño no haber faltado nunca a clase, únicamente si estábamos enfermos. Cuando eso sucedía, el director del colegio venía a comprobarlo a nuestras casas. Aquel hombre tenía todo el tiempo posible para controlar a sus alumnos y, para acceder al colegio, tenías que ser seleccionado según tu nivel. Cada colegio agrupaba a 12.000 alumnos y, en cada clase, había alrededor de 70 estudiantes. Los profesores tenían la sagrada obligación de que todos los estudiantes obtuvieran buenos resultados.

El director se acercaba cada mañana a cada una de las aulas y, antes de comenzar las clases, rezábamos, y la misa era obligatoria. Era un colegio católico pero admitía alumnos de todas las religiones. El insulto entre compañeros estaba prohibido, aunque siempre había cabezotas. Al final de cada curso, se entregaban las notas en el patio, delante de todos los padres, y también un premio a los cinco primeros de cada clase y una reprimenda a los cinco últimos. Era un momento cruel. Si tus notas eran malas se te quedaba una cara de vergüenza terrible. Incluso había una canción sobre el día de la entrega de notas.

Durante el verano nos esforzábamos por no perder el nivel, y trabajábamos en la empresa de mi padre, una ferretería. Desde pequeños, estábamos acostumbrados a ayudar en el negocio. Por la mañana, clases de recuperación. Por la tarde, trabajar. Así durante mucho tiempo, hasta que cada uno comenzara a independizarse. Fue durante ese tiempo cuando el país comenzó a perder nivel económico y, durante un tiempo, mi padre tuvo que cerrar la ferretería por cuestiones de impuestos.

Así que comenzamos a buscarnos la vida como fuera. Yo iba  las tiendas de mis amigos, para ayudarles a vender ropa y zapatos. En vacaciones, intentaba siempre trabajar como comentarista deportivo, que me apasionaba. También jugaba al fútbol y llegué hasta el equipo juvenil Unión de Douala. Muchos de mis compañeros de entonces son ahora jugadores profesionales en varios países. 

Yo dejé el fútbol por propia iniciativa porque contenía demasiada magia y brujería. Es un mundo que conozco bien, y no me gusta. Antes de conocer ese universo, no me lo creía, pero ahora sí. A lo largo del tiempo me di cuenta de la locura que suponía vivir inmerso en la competitividad, donde en mi opinión habita el diablo. Tuve que reducir mi interés en el fútbol y quizá lo suplí con mi gusto por las tertulias deportivas. 

En Camerún se realizan siempre campeonatos de verano, y conocí muchos jóvenes con gran talento en aquella época. Notaba que podía hacer cierta carrera en el fútbol también yo, pero seguía prefiriendo comentar las jugadas. Ese trabajo me animaba a continuar, a mirar siempre hacia delante. Además, el salario me permitía sobrevivir, aunque sólo fuera un trabajo de verano. El resto de meses la vida era un calvario. Cuando digo que vi morir personas porque les faltaba una pastilla no estoy mintiendo. Con la riqueza que alberga Camerún, ver morir a tanta gente entristece.

Un país supuestamente democrático con una juventud en el infierno, una generación de profesionales cualificados que no pueden desarrollar sus capacidades y conocimientos, jóvenes que mueren y que podrían haber mejorado el país. Cuántos mueren terminando un máster o una licenciatura. Viven en la calle, donde siempre hay más vendedores que clientes.

Por todas estas razones esperaba los meses de verano con muchas ganas, no sólo porque me encantara ser comentarista deportivo, sino porque, además, me ganaba un salario. En nuestro tiempo libre, solíamos sentarnos en un parque del barrio donde siempre había una señora que preparaba desayunos, y nos pasábamos la jornada hablando de política, de economía y de deportes. De aquellos que nos reuníamos hay muchos que ahora son importantes jugadores de fútbol en equipos franceses, alemanes, italianos y españoles.

Imaginábamos cientos de maneras diferentes de inmigrar, y tener una visa nos parecía tan bueno como tener un doctorado. Los que tenían el Bachillerato intentaban de hecho el camino de los estudios, y matricularse en universidades extranjeras. Obtener un visado de este tipo era, y es, muy complicado. Primero, debías entregar la inscripción en la universidad. Después, una fianza de cinco millones de francos, unos ocho mil euros. Algunas familias vendían sus casas para conseguir semejante cifra, porque el dinero demostraba que esa persona podía mantenerse en el extranjero. Luego, había que tomar un curso del idioma del país seleccionado: alemán, español, italiano… Y tener una nota de 14 sobre 20 por lo menos.

Yo me decanté por ser el representante de una ONG, con la que me comunicaba por correspondencia. Eran misioneros y me invitaron a formarme en Francia. Llámabamos a nuestro país infierno porque la gente sólo sobrevivía. En sociedades necesitadas, la tentación campa a sus anchas, y muchas personas pasan de la ignorancia a la superstición con mucha facilidad. Les preocupa el futuro, y se integran a menudo en organizaciones que, a la larga, no les ayudan. Pero sí tienen más posibilidades, y eso es lo que les importa. Porque si no tienes nadie que te apoye te puedes ver aislado incluso sanitariamente. Si no tienen nada, no podrán curarse, y mucho menos si sufren una enfermedad crónica. Debe ser terrible.

Ahora, los adolescentes, con la tecnología de la que disponen, pasan su tiempo buscando europeos con quienes casarse y así, creen, tener un futuro mejor. Los países pobres no son pobres en realidad. La verdadera pobreza es moral, la física es otra cosa. Basta con que nos fijemos en la riqueza natural de estos supuestos países pobres. Gas, oro, diamantes, petróleo, madera, agricultura…

Al principio de mi llegada a España, como no estaba apenas ocupado, traté de entrar en una empresa de climatización, con la intención de aprender uir un oficio. Mi jefe siempre se reía de sus empleados, decía que su vida no tenía futuro. Nos hacía la vida imposible porque era el dueño, porque tenía mucho dinero y blablabla. Cuando se enfadaba, gritaba a sus trabajadores que los iba a matar. Tal cual. Pero a mí nadie puede arrebatarme mi dignidad. Lo aprendí de mi padre: nadie tiene derecho a situarse por encima de la dignidad de uno.

Así que me vengué. No hice nada malo, pero sí le hice entender que él, como cualquiera, no es nadie en realidad. En mi cabeza, una sola idea: la cantidad de personas que, en África, trabajan por 50 euros al mes (aunque su empresa gane millones). El control salarial no existe, la seguridad social no está asegurada y, por todo ello, hay camaleones, como yo.

Cuando cogí el avión desde Camerún con dirección Francia, estaba enfermo, me dolía el cuello, tenía una tensión en las cervicales que no había forma de atajar. Era el dolor de la injusticia, de la corrupción, de las vidas sin sentimiento, de los niños sin futuro. Luego aterricé en el aeropuerto Charles De Gaulle y, bajando del avión, ya sentí que me encontraba mejor. Sin médicos, sin nada. Únicamente dejando atrás lo que durante 26 años me había atormentado conseguí sentirme mejor. 

A mi espalda, la hipocresía de tantos, los recuerdos de los que hablan mal de otros sólo por quedar bien y tener algo que comer, la injusticia policial, los que se enriquecen explotando a los demás, los que matan, los que usan contactos de forma maledicente… Creo que mi enfermedad era psicológica. Creo que mi educación católica me inculcó cierta corrección social pero, ¿cuántos como yo han recibido una educación similar?

En aquel momento pensaba que todo sería distinto en Francia. La acción y la reflexión me esperaban y yo estaba dispuesto a practicarlas pero, como mis papeles no estaban en regla, tuve que esconderme por los rincones de la ciudad para que la Policía francesa no me pidiera la documentación. Tuve mucha suerte porque pude mantenerme un tiempo con mi visa de estudiante. 

Dos años después, decidí venir a España, país que consideraba bendito porque el porcentaje de paro era tan bajo que casi todos los ciudadanos tenían trabajo. Sabía que, cuando un extranjero se acercaba a una ETT, al poco tiempo tenía empleo. La inmigración es un hecho natural imparable, existe desde la época de los faraones de Egipto y, aunque muchos países han intentado romper estas dinámicas, no lo han conseguido porque es un fenómeno poderoso, como lo es la necesidad de supervivencia de los seres humanos. Si Jesucristo ya pudo inmigrar, cómo no vamos a poder hacerlo nosotros.

No importa que Ceuta y Melilla tengan una valla para impedir el paso natural de los inmigrantes de un país, Marruecos, a otro, España. Los camaleones seguirán llegando de muchas maneras, tanto terrestres como marinas. Hay quien piensa que los que emigran son de por sí ignorantes, por su forma de construir su camino para alcanzar sus objetivos. Para mí, el hecho de la inmigración es una inmensa escuela que convierte a los individuos en seres extremadamente intuitivos, prácticamente sin que se den cuenta.

La mayoría de las personas que optan por este camino se encuentran perdidos en una realidad que les ha hecho preguntarse cosas, hasta el punto de querer romper obstáculos. Por qué vivimos así, a qué nos enfrentamos, por qué el Tercer Mundo. Lo que les empuja o anima a entender este misterio es la curiosidad, pero también la ignorancia. Pocos han podido disfrutar de una formación escolar que les enseñe las diferentes clases sociales que existen en cada país. 

Antes de que lleguen a cualquier otro lugar, ignoran su realidad. Por eso, algunos se sorprenden cuando llegan al terreno. Hay quien cree que se recoge el dinero del suelo. Cuando se dan cuenta de que las cosas no son como imaginaban, se acuerdan del comunismo, el socialismo y el capitalismo, especialmente aquellos que pudieron ir a la escuela. Buscan, de todos modos, la realidad de cada sistema y entenderla. Los que no han tenido la suerte de estudiar, de llegar más lejos, suelen despistarse dentro de la sociedad que les acoge. Algunos llegan a sufrir traumas neurológicos y psicológicos, producto de la contradicción entre lo que pensaban encontrar y lo que encuentran finalmente.

Para superar estas situaciones dramáticas, algunos se ven obligados incluso a medicarse para sobrellevar su nueva realidad. En mi opinión, no es lo más adecuado, no es en absoluto positivo salir de un problema de esta manera, cuando lo importante es salir a flote en el país de acogida. Muchos han salido de África preparados para llegar a España, con unos estudios y unas capacidades, y terminaron dándose cuenta de que habían perdido un margen importante de tiempo mientras estaban en la universidad, mientras su verdadero momento para actuar estaba sucediendo. También se percatan de que el valor de su diploma no es el mismo que en su lugar de origen, aunque esté homologado. 

Cuando buscan trabajo, les conviene incluso no presentar ese diploma porque hay quien, al no haber conocido otros africanos, ignoran su capacidad y sus valías, les miran de la cabeza a los pies; una forma de decirles que no están a la altura. El desánimo avanza como un desierto. Sin embargo, son muchos los camaleones cualificados: médicos, fontaneros, albañiles, abogados y profesores. Han acabado su carrera en esos países llamados Tercer Mundo, llegan a España y no pueden ejercer su profesión por la falta de integración social con la que se topan. 

De ese Tercer Mundo que para mí es primero, provienen muchas de las personas que también sacan adelante este otro país europeo, occidental y moderno que es España. Somos primero los negros, tal vez los africanos o los morenos. Somos esos a los que, en el metro, a veces, no se les sienta nadie al lado, somos los que escuchan si viven en un árbol, los que, en sus trabajos, reciben comentarios amables: ¿Qué haces tú aquí estando mi primo en paro?

Detrás de todo esto hay un sinfín de nacionalidades, de culturas, de idiomas, de sueños. Hay gambianos, costamarfileños, guineanos, nigerianos y hay también camaleones cameruneses, como yo.  Los dos grupos étnicos predominantes en Camerún son los bamileke y los bamun, y yo pertenezco a los primeros. De nosotros dicen que somos los judíos de África porque se nos conoce por nuestro interés por los negocios. También se caracterizan por su respeto a las raíces. Son solidarios pero también materialistas, individualistas pero expansionistas, orgullosos pero disciplinados e integrados en los departamentos Alta Bamileke Nkam, Nde, Highlands, Mifi, Chi-Kung  y Menoa Bambutos. 

Hay otras cosas esenciales para ellos; para nosotros. Matrimonio y comunidad entendidos estos como parte de un todo. Uno participa del otro y viceversa. Cada uno de los departamentos tiene a su jefe de gobierno que, en la toma de decisiones, se deja aconsejar por los ancianos de las familias más poderosas de la comunidad. En toda celebración son la música y el baile los elementos aglutinadores.

No existen escuelas de música en Camerún, así que todo se improvisa y, sin embargo, hay figuras musicales bamileke reconocidas no sólo en Camerún sino también en Francia. Los instrumentos se fabrican con lo que se encuentra. Los artista de la diáspora, presentes también en Canadá y Suiza, han popularizado el makossa.

Mi baile es el Ben-Skin, el que se practica en las grandes celebraciones, el que se emplea para hacer homenajes. Los bailarines llevan unas campanillas en los tobillos que golpean contra el suelo hasta dibujar un triángulo en la tierra.

También se van agachando poco a poco, esto es el Ben-Skin, que significa, echar el cuerpo hacia abajo, moviéndolo hasta llegar al suelo. Así se honra al líder, bailando e inclinándose de la cabeza a los pies. El que mejor lo hace recibe un premio otorgado por los ricos que estén invitados a esa fiesta en cuestión. 

Otra tradición fundamental entre los africanos, en general, no sólo en Camerún, es el matrimonio. La vida fluye a través de él, y las relaciones de la comunidad se establecen a su alrededor. Se entiende por comunidad la unión de los vivos, los muertos y los nonatos. Un matrimonio que no se incluya en esta triada no se consideraría matrimonio, porque la dimensión comunitaria es una de las características principales de las bodas africanas. 

Otros elementos importantes son considerar el matrimonio como un conjunto de etapas o la fertilidad como algo fundamental. Además, todo se rodea de ambiente religioso, tanto que la tradición africana no conoce, en realidad, la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Para que exista matrimonio, es necesario que todos los elementos anteriores estén presentes. Si no se da así, no se considera un matrimonio africanamente válido. 

Pero esto no significa que si no se siguen las tradiciones el matrimonio irá mal. Quizá sea menos difícil de romper. En algunas comunidades étnicas el matrimonio incluso dura más allá de la muerte. Lo importante es que, cuando surgen complicaciones, no sólo los esposos tienen la responsabilidad de resolverlas, sino que toda la comunidad puede y debe participar.

El divorcio era algo raro en el África tradicional pero, ahora, se ha multiplicado. El colonianismo y el matrimonio occidental fueron rápidamente acogido por el continente africano. Se asumieron las costumbres que llegaron de otro mundo completamente distinto. Los modelos occidentales se definen por la libertad de los individuos, y no tienen tan en cuenta el valor de la comunidad en un matrimonio ni el valor intrínseco de una pareja, es decir, la relación de uno para con otro. Otra dificultad es que ni el estado ni la iglesia reconocen los matrimonios bajo un modelo africano. De forma que los que no son cristianos tienen que casarse dos veces, Una, bajo el matrimonio consuetudinario y, otra, bajo el matrimonio civil. Los cristianos, en cambio, han de casarse tres veces: civil, consuetudinario y religioso.

Al final, la inclusión de las costumbres occidentales no hacen otra cosa que complicar el modelo africano de matrimonio.  Dado que el matrimonio occidental tenga muy en cuenta la libertad individual de cada cónyuge, a menudo en la intimidad de una pareja se entrometen terceras personas que intentan ayudar a solucionar los problemas ajenos.

Según el modelo africano, si hay dificultades en una pareja, éstas pueden ser superadas con el tiempo y, si es necesario, se puede hacer partícipe a la comunidad. Pero si los africanos se casan bajo un modelo ajeno, es probable que las personas se den cuenta demasiado tarde de las complicaciones que entraña. Así que, a menudo, optan por el divorcio. Por eso es recomendable que, en África, sin llegar a negar la modernidad, se tengan en cuenta las dimensiones de la tradición, para evitar problemas innecesarios.

En la actualidad, con la huella perenne del sistema capitalista, un problema económico y la influencia de los medios de comunicación, que transforma a los ciudadanos africanos, el resultado es una traslación del modelo occidental a una idiosincrasia africana. Y son muy diferentes. Las mujeres africanas, ahora, tienen serios problemas económicos y familiares, hay pocos puestos de trabajo y, como consecuencia, su mayor preocupación es subsistir. Para tener pareja, han de encontrar un hombre que tenga la capacidad adquisitiva suficiente para sostener una familia. Y viceversa. 

La mujer también ha de poder aportar a la familia que se está creando. Pero la realidad es que hay más africanos sin posibilidades económicas que con ellas, por eso, para encontrar alguien con quien crear algo, los problemas son muchos. Si un hombre se acerca a una mujer, se nota a menudo en la mirada de ellas una pregunta: si él tiene algo en el bolsillo o no tiene nada. O incluso lo preguntan directamente a la cara. Por eso, ahora, muchas mujeres africanas, dentro de su matrimonio, tratan de encontrar otro hombre que les consiga lo que necesitan. 

Se puede comprobar cuando un inmigrante vuelve a África para encontrar pareja para vivir con ella en España, gastándose mucho dinero para poder traerla y, al final, sucede que ella tiene más interés en conocer europeos, o ya conoce a otro africano en España. Después se dan cuenta de la realidad y quieren volver con el hombre que les ayudó a venir a España. Cuando ven que la puerta está cerrada, si no tienen nadie a quien recurrir, puede darse la posibilidad de que se prostituyan. 


En África, el capitalismo de consumo, la publicidad y los medios de comunicación han transformado a los ciudadanos casi sin que se dieran cuenta, especialmente en lo que respecta a su forma de definirse como individuos, es decir, cuáles son sus derechos, sus deberes, sus necesidades y sus deseos.

Existen menos tabúes con respecto a la infidelidad, menos paciencia hacia los demás, menos madurez y menos tolerancia. También en África se busca un gran amor. Las mujeres quieren tener un marido tranquilizador y cariñoso, alguien capaz de proteger a su familia tanto en los buenos como en los malos momentos, mientras que el hombre espera de su mujer que busque su protección. En general, tener un novio puede resultar más o menos sencillo, pero tener un marido no. 

Ahora la mujer africana demanda más libertad que en épocas anteriores y, a menudo, el hombre africano termina por sentirse un inútil. También existe entre las parejas, a menudo, miedo a hacer daño al otro, y también miedo al abandono. Los riesgos y los temores son siempre muchos. Da miedo la soledad, principalmente. La capacidad del ser humano para estar solo es, de hecho, un síntoma claro de madurez.

Un divorcio nunca es algo fácil. A veces los cónyuges intentan durante mucho tiempo no tener que tomar la decisión de separarse. Algo que los matrimonios han de ejercitar a lo largo de su tiempo juntos es la capacidad para el perdón. Tanto para perdonar a alguien como para pedir perdón. La comunicación entre la pareja es otra de las cuestiones esenciales. 

Si no se dicen las cosas, y no se dicen como se deben decir, habrá problemas y consecuencias. Y todo se complica más aún si hay niños. Los hijos nunca son responsables de nada, y merecen siempre compromiso y amor por parte de los padres. Las parejas no deben criticarse unos a otros. Sólo hay que decirles la verdad. Si se trata de un divorcio, también, porque lo fundamental es explicarles que el amor por ellos no cambia ni cambiará jamás. La situación ha de aprovecharse para explicar a los niños los distintos tipos de amor que existen. A veces, los problemas económicos retrasan o impiden que el divorcio sea posible. O hay problemas a la hora de ajustar cuentas una vez la pareja se ha separado. Pero sin rencor es más fácil resolverlo.

Los camaleones que han salido de su país natal y han hecho su vida en otros lugares, que dejan atrás su familia, su comunidad, su baile, sus costumbres para llevar consigo sólo esperanza, una vez atraviesan sus correspondientes momentos difíciles, casi todos terminan reflexionando sobre el hecho de que, en cualquier lugar del mundo donde haya hambre, ésta ha sido provocada. Y también pensamos a menudo en que, en nuestros países de origen, se sufre un problema de desarrollo económico y también de mentalidad que impide las pretensiones de cualquiera.

Esa mentalidad que nos frena no procede de nuestra propia cultura y educación, sin embargo. La cultura africana anima siempre a compartir todo. Pero la gran mayoría de los gobernantes del continente africano han estudiado en las mejores universidades del mundo en el extranjero, donde han aprendido a separar a la ciudadanía en clases (alta, media y los pobres).

Yo camaleón estoy muy preocupado, cada día pienso en los países de África. Sobre todo en el que he nacido. Siempre hemos tenido problemas a la hora de hacer cosas, y eso sucede al mismo tiempo que somos conscientes de la gran riqueza cultural de nuestro país. ¿Quién explota nuestros países? ¿Quién los vende? ¿Dónde va el dinero de toda nuestra riqueza?

Mientras tanto, los ciudadanos no pueden pagar ni por su sanidad. Hay personas que han sabido separar y dividir hasta conseguir que Camerún deje de funcionar, que tantos países africanos dejen de hacerlo. La corrupción y el tribalismo y la injusticia social nos faltan cada día el respeto. Los gobiernos están para trabajar pero sólo parece que lo están haciendo. No comprendo de dónde viene este desprecio hacia todos aquellos que viven en hospitales o a los que están desamparados, en tantos lugares donde reina la negligencia, el tribalismo y el desprecio, si es por complejo o por celos o por ignorancia.

En África, en la actualidad, con este desorden como escenario, cualquiera es el jefe. ¿Quién manda? Todo el mundo se cree superior. Y no sabemos quién es el más pequeño. Quién esté protegido por el poder, hará siempre lo que desee. Los ministros permiten que sus amigos roben y dejen vacías las cajas del país. Qué imagen. Y al mismo tiempo hay inocentes en las cárceles. ¿Dónde está la libertad? Los servicios públicos son de su propiedad. 

Yo no podría decir esto delante de  algunos africanos, a los que. les encanta ver a una juventud entera cruzar fronteras. Nos ven cuando salimos en la televisión de medios internacionales y se sonríen, porque el dinero que envíen las ONG europeas volverá a sus cuentas en Suiza una vez más.

Por eso este libro se titula Camaleón, y por eso lo he escrito, para que mi experiencia sirva a otros a interpretar una sociedad nueva, en este caso la española, e interpretarse también a sí mismos en ella; para recordar que no sólo existe la democracia, también la humanidad. Porque cada día de mi vida, cuando camino por la calle solo, grito hacia dentro: pobre camaleón, cómo te manejan. Cuándo se acabará esta película.




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