Este texto es un fragmento de

Cartas desde la cárcel

Emilio García Prieto

Desenredando la madeja

El 26 de octubre de 1972 me detuvo la policía franquista. Estaba casado, tenía 28 años, una hija de dos años y mi mujer, Karen, estaba embarazada de cinco meses. Militaba en el PCE (m-l)- FRAP y era responsable de propaganda de su comité regional. Llevaba militando en la clandestinidad desde mi etapa universitaria, al comienzo de los años sesenta, y toda mi vida había tenido como centro esa lucha política. Era uno de esos miles de jóvenes que habíamos dedicado nuestra juventud a combatir la dictadura franquista que no nos dejaba respirar.

El Tribunal de Orden Público (T.O.P.) me condenó a nueve años de cárcel, cinco por asociación ilícita y cuatro por propaganda ilegal. Estuve detenido tres años, un mes y nueve días. Salí en libertad el 4 de diciembre de 1975, con el primer indulto después de la muerte de Franco.

Durante esos más de tres años escribí cartas a mi mujer de manera regular, dos o tres por semana –según me permitían las normas de la cárcel en la que estaba-. Todas ellas, excepto algunas que conseguí sacar ilegalmente en la prisión de Carabanchel, eran revisadas, leídas y censuradas por la dirección de la cárcel.

Estas cartas, exactamente 297, las he tenido guardadas en un par de cajas durante estos más de cuarenta años. Han viajado conmigo cada vez que he cambiado de casa, de lugar o país de residencia, siempre a la espera de que fueran atendidas. Me las he imaginado, en muchas ocasiones, encerradas en sus cajas y preguntándose ¿cuándo se dignará este hombre a hacernos caso? ¿Para qué nos tiene guardadas tanto tiempo?

Lo cierto es que, aparte del valor sentimental que tienen, las he guardado porque siempre he pensado que debía hacer algo con ellas, sacarlas a la luz de alguna manera.

Tuvieron una primera etapa completamente olvidadas. Acababa de salir en libertad y me reincorporé rápidamente a mi vida política. La transición se ponía en marcha y trabajé intensamente con el objetivo de incorporar a las organizaciones de extrema izquierda, de influencia marxista-leninista, que habían desempeñado un importante papel en la lucha antifranquista, a la vida democrática, tomando como bandera la República. Después de unos años de mucha actividad inútil, abandoné la tarea sumido en el fracaso. Las organizaciones de extrema izquierda desaparecieron prácticamente, borradas por voluntad de la ciudadanía, y algunos de sus militantes se incorporaron a los nuevos partidos, especialmente al PSOE.

Corría el año 1979 cuando abandoné la actividad política militante. Lo mismo hicieron miles de jóvenes que, como yo, habían dedicado una buena parte de su vida al derrocamiento del fascismo, pero que no se encontrában cómodos ni interesados en esta política profesional que se abría con la democracia.

Tenía 35 años y había llegado el momento de dedicar tiempo y esfuerzos a construirme una vida profesional, actividad a la que no había concedido ni un minuto en los quince años anteriores.

Las cartas seguían en sus cajas.

Aunque estoy convencido de que supe enfrentarme a mi situación de preso y evité que me dominara la tristeza y la soledad, tengo que reconocer que esos tres años cambiaron mi vida. Al menos, en algunos aspectos. Unos para bien y otros, no tanto. La cárcel me enseñó a apreciar mucho más las pequeñas cosas, la vida cotidiana, lo que parece que se nos da sin que tenga importancia. Me convirtió en una persona muy vitalista, -ya lo era antes de entrar-, pero ese impulso se reforzó. 

Recuerdo que estando en la cárcel de Soria, donde sólo veíamos muros, me subía a una escalerita de piedra para poder vislumbrar las ramas de un árbol. Y allí, me pasaba minutos, a veces horas, tratando de imaginarme lo que no veía, quizás un bosque o un parque donde pudiera jugar con mis hijas.

Es difícil expresar con palabras mis sensaciones durante los primeros días de libertad. Era un goce permanente, todo me llamaba la atención, de todo disfrutaba. Esa primera noche, en un hotel de Madrid, con mi mujer; ese baño juntos y desnudos en el Mediterráneo, ese polvo apresurado entre matorrales después de parar el coche porque no podíamos esperar.

Todavía hoy, cuarenta años después, sigo disfrutando de las pequeñas cosas, necesitando vivir la vida intensamente como si se fuera a acabar, como si existiese la posibilidad de que alguien pudiera volver a encerrarme. Necesito hacer cosas, disfrutar de ellas, tener experiencias nuevas. Tengo necesidad de seguir recuperando esos tres años en los que no me dejaron hacer lo que quería, y puedo asegurar, cuando echo la vista atrás, que los he recuperado.

También la cárcel ha tenido consecuencias negativas, que no he podido evitar. En Carabanchel entró un joven con un pelo negro, abundante, que casi me dejaba sin frente. Tan era así que los peluqueros cuando me lo cortaban se situaban a una distancia prudencial para evitar que al saltar les pinchara. Salí con menos pelo, lo fui perdiendo paulatinamente y el joven peludo se convirtió en un adulto calvo. No soy médico especializado en tratamientos capilares, ni se me ha ocurrido nunca preguntar por qué se me ha caído, pero estoy absolutamente convencido que fue consecuencia de mi estancia en prisión. ¿Las preocupaciones? ¿La tensión? ¿El estar mucho tiempo encerrado y poco al aire libre? No lo sé. Ahí tenéis, al que le pueda interesar, un motivo para una tesis doctoral.

La cárcel me generó, paradójicamente, problemas de claustrofobia. Después de haberme pasado miles de horas “chapado” en una celda de pocos metros cuadrados y sin posibilidades de abrir la puerta, ahora me cuesta estar unos minutos encerrado en un ascensor. Antes no me pasaba, pero lo cierto es que actualmente tengo un serio problema de claustrofobia. En un par de ocasiones en que me he quedado encerrado en un ascensor la angustia ha sido tal que he saltado por el hueco de la puerta entreabierta. Tampoco sé las razones de esta fobia, ni he preguntado a otros amigos que han pasado por situación similar si la tienen, pero no tengo duda de que es un efecto de mi etapa carcelaria.

Volviendo a las cartas, allí seguían abandonadas.

En varios momentos pensé en releerlas y utilizarlas como base de un libro sobre mi vida en la cárcel. Pero nunca tuve el tiempo y, sobre todo, el ánimo para ponerme a la tarea. Ha sido ahora, una vez jubilado, cuando ese pensamiento me ha rondado con mayor fuerza.

Cinco años llevo dándole vueltas a la idea, y esos son los años que me ha costado tomar la decisión. Tengo que reconocer que se han juntado razones convincentes para volver a mis cartas y así acabar con la vaguería y el recelo que me impedían acercarme a ellas. Por un lado, la falta de tiempo ya no podía ser un motivo para no acometer la tarea. Por otro, vivimos una etapa, en nuestra maltrecha democracia, en la que adquiere importancia el mostrar a las nuevas generaciones lo que ha costado llegar hasta aquí, sacar a la luz la memoria histórica, que algunos tratan de ocultar. La historia hay que contarla para que no se vuelva a repetir. No se trata de contar “batallitas” pero sí de suministrar suficiente información a las nuevas generaciones para que conozcan los esfuerzos y sacrificios que otros tuvieron que hacer para llegar a donde hoy nos encontramos

Además, y esto me ha influido bastante, buenos amigos a los que he contado mi proyecto me han animado mucho a hacerlo y me han ofrecido su apoyo y colaboración.

Total, que me he puesto a la tarea. Primero, a leer esas trescientas cartas que, además de emocionarme, me han colocado frente a quién era yo hace cuarenta años. Dura tarea la de enfrentarte a tu pasado. ¿Tiene mucho que ver la persona que soy con la que fui?

¿Qué opinión tiene el Emilio de hoy sobre el que estuvo en la cárcel? ¿Cómo suenan sus planteamientos de entonces a la luz de lo que pienso hoy? A estas y otras muchas preguntas he tenido que responder mientras escribía este libro y leía las cartas.

Abrir las cajas que las contenían me produjo una fuerte impresión: sobres amarillentos por la pátina que produce el tiempo pasado, ajados, rotos, abiertos de cualquier manera –seguro que con prisas e impaciencia-. Un sello de dos pesetas, con la efigie del odiado Franco, en su parte delantera; siempre dirigidos a la misma persona, mi querida Karen y en el remite siempre tachada la referencia de “preso político”. Sabía que siempre la tachaban cuando salía la carta y yo seguía poniéndola, esperando que algún día se les olvidase; y defendiendo con esta pelea el orgullo de mi condición de “político”.

Tengo esas cartas encima de mi mesa de trabajo y mi nieta mayor, de quince años que vive en Estados Unidos y que conoce poco o nada de la historia pasada de su abuelo, al verlas hace unos días me comentaba que les parecían unas reliquias de museo. ¿porqué todas tienen el mismo sello, la cara de ese señor?, me preguntaba.

Cartas escritas a mano, con una escritura apretada, reducida, pues así era el espacio que tenía para escribir –todo estaba reprimido en las cárceles franquistas- aprovechándolo al máximo porque era mucho lo que quería contar. Abrir cada una de las cartas para leerlas me transportaba al momento en que fueron escritas, incluso ese olor que aun mantenían me recordaba la decrepitud de mi celda.

Mucha nostalgia. ¿Cuánto tiempo hace que no recibimos ninguna carta? ¿Cómo es posible que hayan desaparecido? Hace unos meses, Antonio Muñoz Molina, comentaba en un artículo en Babelia, “me acuerdo de las cartas que llegaban o que se escribían cuando yo era niño: cartas escritas muy despacio con letra tortuosa y palabras a veces mal separadas entre sí”.

La lectura me ha traído muchos recuerdos que tenía olvidados o al menos sepultados en lo más profundo de mi conciencia. Como decía Faulkner “El pasado no pasa nunca, ni siquiera es pasado; el pasado es sólo una dimensión del presente”. Y de ese choque entre los recuerdos y la realidad de mis cartas, de la unidad entre el pasado y el presente, ha salido este libro que el lector tiene en sus manos. Los recuerdos, ya se sabe, no suelen ser la realidad sino como uno se la imagina. He intentado no inventar, aunque sí novelar, ese contraste entre realidades no siempre confluyentes.

La cárcel no es una experiencia que desee a nadie, pero yo hice todo lo posible por darle la vuelta a sus efectos negativos y aprovechar el tiempo. Me sirvió para modelar mi carácter, para estudiar una carrera universitaria, para cuidarme físicamente, para querer más a los míos, para reforzar mi espíritu revolucionario.

Le oí decir al payaso de Sánchez Dragó que “me gustó ir a la cárcelMe convirtió en un héroe. Salía a la calle y ligaba. Nos traían comidas maravillosas. Sentíamos que estábamos haciendo la historia de España. De hecho muchos de los que estuvieron conmigo en la cárcel llegaron a ministros. Las cárceles bajo Franco curiosamente eran como colegios mayores. Estudiabas lenguas, entraban libros, se leía, dormías a tus horas, te recuperabas…”

Ni éramos héroes – la clandestinidad en que nos movíamos no permitía ni siquiera que se nos conociera fuera de nuestras familias y amigos-, ni tampoco creo que ligáramos más pues no era eso a lo que nos dedicábamos ( él, probablemente, sí se dedicaba). Lo que es cierto es que la lucha de los presos políticos en las cárceles, como podréis comprobar con la lectura de este libro, había conseguido muchas mejoras y las cárceles se habían convertido en escuelas de antifranquistas donde todos aprovechábamos el tiempo y transmitíamos aquello que sabíamos a los demás.

Este libro no tiene más pretensiones que la de ser un testimonio de una difícil etapa de nuestra historia, -el final del franquismo-, desde la perspectiva de un preso político, de una persona que lo vivió desde el interior de sus cárceles  y, a la vez, contar una historia de amor hacia mi mujer, mis hijas y mi familia. Espero que al lector le interese.




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