Este texto es un fragmento de

Claustro

Carlos Burguete


Mayo de 2009

La náusea se acomodó grávida en el esófago de Aurora Nogueiras tras rehacerse en su sueño y por enésima vez aquella sensación de inmovilidad ante la trampilla cerrada del sótano, en una de tantas ocasiones en que se habría quedado a un escalón del umbral horizontal, estática, casi hierática y doblegada por un temor visceral al desconocido e intuido exterior, mirando arriba sin pestañear y con los sentidos afinados para captar alguna señal, la que fuese. Recién despierta, pudo sentir de nuevo sus brazos, finos y blancos, pegados a aquella tela de raso azul que la cubría; acabados en manitas sudorosas, manos con dedos juntos y apretados entre sí y a sus piernas, rígidas y casi paralizadas por el miedo. Aún yaciendo en su lecho rememoró también aquella amalgama olfativa, aquella mezcla mal batida de olores definidos fijados en su mente, como la impronta indeleble de la fragancia de la madera húmeda o de la geosmina de la tierra empapada, así como el olor orgánico del humo de algún fogón cercano y del telúrico estiércol de las bestias. También su propio olor.

Todo lo que recordaban sus pupilas, dilatadas por la obscuridad, era la negrura de las vigas mohosas y una cortina finísima de luz mojada de lluvia que se colaba goteando entre los tablones cortando como un bisturí la ausencia de luz. La música de su sueño recurrente consistía en un recuerdo sonoro en el que aún distinguía una voz masculina, metálica, lejana y casi ahogada, interrumpida de tanto en tanto por alguna sintonía musical enlatada. La fantasmal y caótica composición de recuerdos nadaba en la angustia, la que ha de tener un neonato que tras abandonar el útero materno se sabe en un nuevo claustro de cuyo exterior obtiene pálidos retazos. El miedo, infiltrado como el agua de lluvia, se metamorfoseaba en impulso de vomitar aquel pasado remoto durante el cual la noche se fundía en el negro día.

Se incorporó en la cama y trató de eructar en un fútil intento de aliviarse. Desearía olvidar esa parte de su vida, que sus sueños la abandonasen. Incluso pensaba con frecuencia que se sometería gustosa a una lobotomía si así lograse liberarse de aquellas representaciones de ese pasado concreto enraizadas en sus neuronas. Como única vía de escape, Aurora había pergeñado una huida hacia delante. Había imaginado su victoria al enfrentarse de cara a aquella nube informe de memoria que la asaltaba caprichosamente para atenazarla con nocturnidad. Una vez más se había despertado antes de lo previsto. Dio un manotazo al despertador para evitar que el metálico cascabeleo de la alarma mecánica sonase en vano y se levantó tratando de despejar su mente con pensamientos banales, cuanto más banales mejor. Como cada madrugada arrastró sus pasos hasta el mueble y encendió su transistor, el mismo antiguo aparato que compró su padre en la feria en 1929. El vetusto receptor se había averiado en tres ocasiones pero jamás pensó en deshacerse de él. Lo mandó reparar pese a que le habría sido más rápido y económico comprar uno nuevo. Ese transistor significaba algo importante para ella. Sus manos nudosas lo mimaban hoy como el primer día.

El tiempo ha pasado de otro modo en Chaguaceda, deshabitada desde mediados de los años setenta del siglo XX. En tiempos fue una aldea diminuta y en su apogeo no llegó a albergar a más de cincuenta vecinos y a unos quince perros. Todo llegaba tardísimo a Chaguaceda, tan tarde que muchas cosas no llegaron jamás. Las ideas, las costumbres, las cosas, e incluso las personas se demoraban. Tanto en entrar como en salir. Cuando la aldea aún vivía, el humo lento y sempiterno de los fogones se perdía en el aire húmedo mientras los años heredaban de los siglos lo invariable, lo que apenas muta, lo que se aísla y sigue su evolución única, sin apenas influjos ni reflujos, haciéndose más simpar e irrepetible perdiéndose en un callejón sin salida, minuto a minuto, noche tras noche, generación tras generación. Un tren muerto yaciendo oxidado sobre los raíles rotos del tiempo. Para sus gentes la aldea era el cosmos, diminuto e íntimo, amado y a la vez detestado.

En su retorno un mes atrás, Aurora contempla como la vegetación se ha empeñado en hacer desaparecer de la vista las casas de rotundo granito, tapizado ahora de verde por musgo y liquen. Los castaños pugnan con los carvajos y los arbustos para rodear las casas que aún logran mantenerse en pie. Parece como si la flora quisiese engullirlas, como una gigantesca e informe anaconda que descoyuntase sus mandíbulas para tragarse la aldea entera y con ella los rastros de las vidas. La impronta inconfundible del antiguo quehacer humano se hace más borroso cada día en un proceso lento pero inexorable, como el del metal de las azadas herrumbrosas que recupera átomo a átomo, oxidándose, su estado mineral. Desde la cima del valle los abedules, castaños y robles permanecen impertérritos como testigos de la despoblación, del éxodo humano lento y ya concluso, oculto al resto del mundo. La maleza se ha atrevido a colarse en establos y casas, así como en la diminuta iglesia, aún reconocible por la tímida cruz de verdoso granito. Una ruinosa lavadora automática, ya del color férrico del orín, asoma entre ortigas y aperos abandonados en lo que fue la casa de Santiago, el último cura de Chaguaceda. Su muerte sería especialmente recordada por lo violento de sus circunstancias, si bien algunos opinaron que lo tenía bien merecido.

Aurora Nogueiras, divorciada desde hace dos lustros, se acaba de instalar en lo que fue el hogar de sus padres durante la infancia, un macizo y austero caserón de cierta envergadura que había resistido el abandono con sorprendente dignidad. Su hazaña, su locura, la encarnizada lucha contra su inconsciente está ya en marcha. Ha necesitado más manos para hacer habitable aquello. Incluso llegar hasta allí ha requerido de ayuda. Al cadáver de la aldea puede llegarse por carretera hasta Triufé, incluso algo más cerca, pero a partir de un punto la única opción es llegar a pie por senderos no aptos para sus lentas piernas. No fue tarea fácil instalarse en Chaguaceda y menos aún vivir allí de forma permanente. Tuvo claro que nada ni nadie le impediría regresar a aquel lugar donde vio la luz y la oscuridad por primera vez, aquel lugar que sería el campo de batalla donde esperaba derrotar a la angustia. El próximo jueves haría un mes desde su regreso, quizás definitivo. Quería morir allí, no sin antes robarle respuestas al miedo y satisfacer la contundente necesidad de perdonar y dormir en paz. 





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