Este texto es un fragmento de

Como vaya yo y lo encuentre

Mar Gallego

LAS NIÑAS ANDALUZAS
(Este artículo fue publicado en Píkara Magazine)

«Los niños andaluces de diez años saben lo que los de Castilla y León con ocho» Isabel García Tejerina (PP)

Ilustración 1. Juan Caro y su hermana.

María tenía más de ochenta años cuando la conocí. Fue trabajadora de un cortijo en Benalup-Casas Viejas. Era una anciana rebelde e impredecible en sus comentarios. Devoraba novelas románticas y leía cada día el periódico sin saltarse una sola sección. Su irreverencia, sin embargo, nada tenía que ver con su nivel de alfabetización. Aunque en aquellos tiempos existían algunas mujeres obreras como María, las que tuvieron la oportunidad de aprender a leer no eran mayoría.  

Hubiera querido su suerte Paqui, trabajadora del hogar de Motril. Ella me contaba a sus setenta años que hubiera dado su vida por haber podido estudiar. En su casa no se lo podían permitir y decidieron que sólo pagarían una formación: la del hermano varón. La «lógica machista» imperante no pudo con el entusiasmo de Paqui, que se sentaba día tras día a la vera de su hermano para aprender de sus libros. La de Motril acariciaba de lejos la fantasía de haber podido ser lo que a tantas mujeres andaluzas les negaron. El saber era cosa de hombres y de «señoritas».

Formación era lo que le sobraba a un turista que andaba por el pueblo de Paqui. Este, tras escucharlas a ella y a su hermana manteniendo una charla, se dirigió a las mismas sin conocerlas de nada para decirles que eran unas analfabetas y unas catetas. «Eso nos dijeron, fíjate tú. Falta de educación la que él tenía…».

«Los niños de Sevilla hablan el castellano, pero no se les entiende». Artur Mas (Convergencia Democrática de Cataluña).

Ilustración 2. A la izquierda del todo, Antonia hija. A la derecha del todo, Antonia madre.

Antonia, una mujer pobre de Chiclana de la Frontera, que era además mi abuela, tuvo una vida que para ella se queda. Del mito del hombre proveedor sólo conoció la caverna: era ella la que trabajaba día y noche, dentro y fuera; ella la que tenía que tragarse la vergüenza y pedir fiao en la tienda para poder dar de comer a su familia. Aprendió a convivir con los silencios, o no tuvo más remedio. Tanto fue así que una trombosis la dejó sin movilidad y sin habla.

Antes de aquello, Antonia tuvo que ir, como tantas otras mujeres, a sacarse su carnet de identidad al pueblo. Como no sabía escribir, la administración pública decidió colocar un mensaje debajo del generoso espacio en el que debía ir su garabato. En su carnet, en «Firma del titular», aparece un rotundo mensaje mecanografiado que dice: «No sabe». 

La hija de Antonia también se llamaba Antonia y era mi madre. Ella acudió lo justo al colegio para aprender a leer y defenderse en la vida. Su madre no quería que la marcaran de aquella manera. ¿Sabéis qué importancia se le da en las familias andaluzas pobres a la firma? «¿Has visto qué firma más bonita tengo? Un señor del Ayuntamiento me la vio una vez y me dijo que mi firma era muy elegante», solía decirme mi madre.

La pobreza, cuando no encuentra humanidad al otro lado, cuando encuentra que la formación es usada para despreciar a quien no puede tenerla, genera vergüenza. A las andaluzas no pudientes nos enseñaron que teníamos que justificar nuestra situación constantemente: «Yo soy pobre pero muy limpia». «Yo soy pobre pero honrá»… Parte de la educación que recibíamos en nuestras casas basada en el «saluda cuando entres, di adiós cuando te vayas, no hables mucho y ten el GRACIAS siempre en la boca» tenía, en parte, algo de autodefensa. Sabían nuestras madres que no se nos permitiría ninguna insolencia. Que se nos criticarían por ser mujer y por ser pobres. Por querer dar nuestra opinión o, simplemente, marcar nuestra diferencia. A veces, simplemente, por fijar la mirada. 


 «Tiene un acento que parece un chiste». Montserrat Nebrera (PP) a Magdalena Álvarez.


«Siempre me he sentío inferior a los demás. Como que las personas eran mu altas al lao mío. Yo creo que era porque era pobre», me dijo mi madre un día. El analfabetismo también estaba presente en la historia de la granaína Ana Orantes cuando relató, desde una enorme altura comunicativa, la manera en que se dirigía a ella el agresor y el estigma que le dejó: «Yo no sabía hablar, porque yo era una analfabeta, porque yo era un bulto, porque yo no valía un duro. Así ha sido cuarenta años». 

Históricamente la cuestión de la educación reglada ha sido usada de manera despiadada contra esta tierra como arma arrojadiza, pero nosotras además –las niñas andaluzas– nos hemos criado bajo las voces de los abuelos, padres y esposos que llamaban «tontas» a nuestras madres. Ellas encontraban en su realidad una razón para pensar que era así.

Por eso, cuando hoy el debate sobre la educación andaluza vuelve a salir a la luz gracias a personas que insisten en recordarnos nuestros orígenes por si acaso se nos olvida, quiero poner especial acento en ellas.

Ilustración 3. María Mateo con su nieta y su nieto.

«Para ser andaluza eres más educada que yo». Odión Elorza (PSOE).

La tasa de analfabetización en Andalucía para personas con edades comprendidas entre los 60 y los 64 años es de 145,45 en comparación con el 15,02 de las de Castilla y León. A pesar de esta enorme diferencia, la población andaluza con edades comprendidas entre los 10 y los 14 años redujo esa diferencia a un solo punto. Sí, la educación pública sirve para algo… 

Sin embargo, las mujeres andaluzas con estos orígenes llevamos grabado a fuego nuestro «no sabe» particular. Bailamos seguiriyas con el síndrome de la impostora y, a pesar de todo, sabemos cuánta sabiduría existe en las historias heredadas y en nosotras mismas. Como dice Belén Gopegui, los pueblos pobres «no son solamente no ricos y su destino no se trata sólo en ser menos pobres sino en que pueden desviarse hacia destinos que, lo admites, no controlas por completo».

A pesar de que en nuestras familias, todavía hoy, obtener un título formativo se vive como una acción política y una venganza poética, las niñas andaluzas de la clase obrera sabemos que no es suficiente. Que necesitamos poner en valor aquellos aprendizajes que nos dejaron quienes fueron definidas por «no saber» porque está en ellas nuestro único linaje. Algunas sentimos que, para que nuestra autoestima se repare, para que las identidades oprimidas sean protagonistas, tenemos que cambiar la mirada. Y que esto será posible cuando el libro de recetas de nuestra abuela sea colocado en la historia del saber al mismo nivel que una tesis académica.

Algunas de nosotras –de las niñas andaluzas– que fuimos excluidas del discurso por mujeres, pobres y «catetas», no queremos abrazar la misma educación que han usado quienes siempre nos han mal querío. Llevamos a cuestas los pucheros con hierbabuena, los dolores del alma, los suspiros, los silencios impuestos, el servilismo y las fatiguitas de quienes, sin saber que sabían, nos dieron la receta para una sociedad más justa, más colectiva y más solidaria.

Si vosotras tenéis LA HISTORIA, a nosotras siempre nos queda una MEMORIA que no pretende olvidar ni las causas ni las consecuencias de vuestra violencia educada. Por ello, no hace falta que nos lo recordéis más. Sabemos perfectamente quiénes somos y de dónde venimos, pero tenemos una mala noticia, OS HABÉIS EQUIVOCADO. Saberlo no nos hace más débiles.

Es precisamente ahí donde radica nuestra fortaleza. 




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