La verdad de Ana Olsen
Decidieron no ir a la ópera porque a Néstor le dolía la cabeza. Sus migrañas eran abundantes, y sus recuperaciones lentas como un invierno en el Círculo Polar. Ana Olsen estaba, sin embargo, contenta de no tener que maquillarse más de la cuenta para esconder los 50 recién cumplidos. En silencio, volvió a guardar el vestido escotado azul marino al fondo del armario, como si en lugar de cancelar abruptamente su asistencia a un evento social, hubiera preferido no dar importancia al funeral de un pariente lejano.
Néstor se encerró en el despacho, donde Ana supuso reposaría un par de horas en su sillón, con los ojos cubiertos por aquel antifaz que tanto miedo daba a sus hijos cuando eran pequeños. La imagen de su marido enmascarado, tendido en un sillón retapizado una y mil veces, era para Ana Olsen el preludio mismo de la soledad. Quizá por eso dedicó un rato y mucho esmero a prepararse la cena. Dios sabía que Néstor no iba a probar bocado hasta el día siguiente. Aprovechó, pues, para descorchar un vino blanco del montón y añadir a la ensalada toda clase de frutos secos. Después, y tras comprobar con la oreja apoyada en la puerta de su despacho que Néstor no se movía, ni hablaba, ni maldecía ni roncaba, puso la mesa para uno en el salón y encendió la radio. Así comenzó a disfrutar de la ensalada mientras escuchaba la retransmisión en directo del partido de fútbol correspondiente a la vigésima jornada de la liga. En su imaginación dibujó a su hijo mayor, Carlos, chillando al televisor desde la barra de un bar atestado.
Era, imaginar dónde estarían Carlos o Guillermo durante los distintos sucesos narrados por radio, un modo como otro cualquiera de dejar pasar el tiempo, ese tiempo que, de cuando en cuando y junto a Néstor, quedaba detenido por culpa de sus migrañas.
Antes de tomarse el postre, sonó el teléfono. Rosa y Pedro, desde el entreacto, se interesaban por su marido y lamentaban tanto que no hubieran gozado de aquella brillante La Bohème. Ana Olsen habría podido ser más amable y estar a la altura de su cortesía, pero daba la casualidad de que, en pijama y con el pelo recogido, se sentía confortable. Esa sensación dificultó empatizar con el compañero de departamento de Néstor y su segunda esposa, tan joven.
Nada más recoger el plato, le sucedió algo que, a lo largo de los últimos cinco años, se producía con relativa frecuencia: revivió un instante de felicidad producto del pasado. Recordó, esta vez, un viaje a San Francisco, durante el segundo año de casados, en que acompañó a Néstor a unas conferencias en Berkeley. Pudo notar, de nuevo, la brisa y la bruma del norte de California en sus hombros desnudos, y el gusto del café que sorbió, al estilo local, mientras esperaba a su marido, que pasó horas compartiendo experiencias con sus colegas estadounidenses. Allí, sentada en una mesa alargada junto a una ventana de la cafetería del pabellón Haas, avistó a varias chicas que conversaban y reían, sentadas en círculo, sobre el césped del campus, y su episodio de juventud, lleno de sol y leve viento, arrastró a Ana hacia una doméstica melancolía.
Ana Olsen se preguntó si reviviría otro instante como aquel en medio de una muy próxima tarea intrascendente o si, por el contrario, tardaría. Entonces, recibió un mensaje de texto de Carlos, que le confirmaba que llegaría tarde y le pedía que se fuera tranquila a la cama. Dado que Guillermo vivía a 15.000 kilómetros, el temor a que Carlos pudiera estar en peligro en un radio inferior se reducía. Desde que Guillermo se había marchado, su miedo se había dividido, como por mitosis, en miles de pequeños pánicos; algunos, tan ridículos como que se dejara las llaves puestas por dentro de la puerta del apartamento, que confundiera azúcar y sal al preparar el desayuno o que no comprobase el cambio tras comprar una porción de pizza y un refresco. Por eso, el mensaje de Carlos le pareció poco interesante, mientras que la idea de Guillermo a bajo cero le puso la carne de gallina.
Ana Olsen había cumplido 50 años sin hacer ruido siquiera al soplar las velas. Le daba rabia no ser más escandalosa en aquellos lugares o situaciones en que la gente comenta si no se alcanzan determinados decibelios, pero ella, que ya vivió una infancia norteña y silenciosa, se había especializado aun más en la tranquilidad gracias a Néstor y sus recurrentes migrañas.
Sonó el teléfono, y Ana sufrió brevemente por Néstor. Si se despertaba del letargo del Zolmitriptán y continuaba sintiendo dolor, la ausencia de palabras se prolongaría, al menos, veinticuatro horas más. Descolgó, pues, al primer tono, y al otro lado dijo echarla de menos su amiga Delia, que la llamaba un día sí y otro no, igual que Guillermo.
Delia habló muy deprisa y relató un sinfín de malos ratos achacables al amor o su falta, ya que en la madurez, y según lo veía ella, resulta complicado afirmar que en compañía se anda a salvo.
Delia alcanzaba épocas de pausa junto a hombres malcriados, egoístas o excéntricos, o vagabundos por un horizonte plano y sin objetivos, o expertos en gastar su dinero en proyectos caros e imposibles. A esas alturas de la partida, perder liquidez traía a Delia sin cuidado. Juntar las piezas y girar la llave para enfrentarse a una casa vacía le preocupaba bastante más.
Mientras que Ana Olsen callaba, a Delia le daba por gritar y agitar sus penas hasta darlas por compartidas en restaurantes, centros comerciales, museos o cabinas de avión. Pese a esa notable diferencia de volumen, a Ana el mundo se le estrechaba muchos metros si no recibía, en días alternos, las llamadas de Delia para quejarse y dejar que ella se quejara por dentro.
Le contó a Delia que Néstor tenía migraña, o jaqueca, porque tres décadas después todavía no estaba segura de a qué mal se enfrentaban juntos y cuál padecía Néstor solo.
Delia conocía a Néstor de lejos y de cerca. Le gustaban sus modales de cátedra y la amable mirada que detectó en él nada más conocerlo, e incluso los gestos que con decoro almacenaba para la intimidad. No le gustaba su ego hinchado, que lo había instalado en un matrimonio de recortable, donde para ser el esposo de Ana Olsen necesitaba ponerse el traje con solapas de papel y tener cuidado de no doblarlo. Parecía mentira que conquistarla le hubiera costado tres años de ramos de flores, novelas subrayadas, cartas meritorias con citas de autores nada célebres y visitas sorpresa. Parecía mentira que tras una pelea tan larga haya quien se rinda tan pronto y se excuse en el prematuro cansancio.
Fue la fase de llegar hasta Ana un periodo que Delia habría querido despegar de Néstor de la misma manera que se elimina de un regalo la etiqueta con el precio. Ya resultó duro ver desaparecer a Ana, engullida por aquella personalidad sin freno, tras las carcajadas de Néstor, la enorme espalda de Néstor o los éxitos de Néstor. Después de que se encontraran por vez primera en una fiesta de la Facultad de Medicina, en algún punto entre 1980 y 1985, Ana Olsen había comenzado a desaparecer en presencia de Néstor excepto en las fotografías, donde su cara llamaba la atención por lo adusto de sus pómulos y la senda de sus manos, siempre a la busca de otra mano, de un hombro o de una mejilla.
Así que Delia comprendió que, de nuevo, a su mejor amiga se la iba a comer la migraña de Néstor, y simuló compadecerse del dolor particular de él cuando, en realidad, se moría por sacar a Ana del sopor asociado al mal crónico de su esposo.
Ana Olsen escuchó a Delia relatar la última decadencia de su pequeño imperio, pues corría el riesgo de arruinarse merced a la operación inmobiliaria iniciada por su novio terrible, que buscaba agenciarse a bajo coste una isla en mitad del Pacífico. Llegados a ese punto, con ahorros bastantes como para sentarse humildemente a esperar, a Delia le urgía saber cuanto antes si sería copropietaria de un paraíso o de la viva imagen de una vieja desilusión.
De ahí pasaron a un recuento de reuniones de trabajo de Delia, que llevaba veinte años tirando de una gran editorial a la que sobraban autores y faltaban títulos. Muchas veces, Ana Olsen planeaba robar el estrés a Delia, quitarle un par de encuentros con tipos encorbatados e importantes, padecer la impertinencia despiadada de su teléfono móvil y hundirse en el teclado de su ordenador, cuyo almacén de datos se demostraba más vital que un corazón trasplantado.
A Delia le habría bastado un único día como Ana Olsen para cobijarse volando al abrigo de su existencia más simple, donde el menor rayo de sol conduce a la sonrisa, y el movimiento automático de las hojas de los árboles en verano, o el batir de sus ramas, recuerda que va siendo hora de tender la ropa o sacar el asado del horno.
Siendo sus existencias irreversibles, las dos colgaban el teléfono, un día sí y otro no, paladeando su resignación contemporánea.
Ana terminó un vaso de leche y recogió la cocina en medio del silencio de una noche de migraña. Sin darse cuenta, metió en la lavadora los paños usados y los sustituyó por otros limpios, y colocó con precisión la loza en el lavavajillas, y repasó la encimera con una bayeta muy bien escurrida. El placer de ejecutar aquellos rituales con la calma necesaria para que salieran a su antojo empujó a Ana Olsen al centro de su universo cotidiano. Pensaba en lo sencillo que habría sido dejar platos y vasos sucios apilados en ese fregadero casi siempre vacío, y en la ridícula inercia de ensuciarlos y limpiarlos, ensuciarlos y limpiarlos, sin más final que acabar en la basura hechos añicos o abandonados al fondo de una caja de mudanzas dispuesta en un trastero sin orden.
Si ella hubiera seguido estudiando la carrera para convertirse en la doctora Olsen que su padre había previsto que fuera, si el amor de juventud hubiera sido lo bastante cuerdo como para no ser suficiente, si aquella fantasía que la hizo creerse por una parte lady Chatterley, y por otra, Emma Woodhouse, platos y vasos sucios se apilarían en el fregadero y, quizá, aunque solo quizá, las tardes y noches de Néstor, con su antifaz, en el sillón retapizado de su despacho habrían sido más llevaderas.
Una sarta de oraciones condicionales la asaltó mientras fregaba el suelo de la cocina, elegido por su color, no demasiado claro, y se retiraba de la frente el mechón que a los 20 años conmovía, y a los 50, desconcertaba. Al llegar a la puerta y repasar las últimas baldosas, se detuvo a contemplar su obra, tantas veces acabada, y a esperar descalza un indicio de que volvía a estar seco.
Aguardar, con los pies fríos, a que algo ocurriese era un aspecto que Ana Olsen dominaba. Le pasaba a medianoche, en la cama, cuando Néstor se demoraba con el hilo dental, o repasaba la agenda del día posterior, o ponía en marcha alguna llamada pendiente y tardía. También, cuando daban las 15.00 h y estaba segura de que Guillermo, a sus 8.00 h y a bajo cero, ya andaría despierto y a punto de marcar su número los lunes, miércoles y viernes. O cuando la sintonía inicial del noticiero más visto de la televisión anunciaba una nueva caída de la Bolsa, dos atentados en el extranjero y seis muertos en accidentes de tráfico.
Lo gélido de la superficie traspasaba la piel de los pies de Ana, sus venas y sus huesos, hasta provocarle la sacudida propia de un mal despertar. Después, superada la impresión del primer abatimiento, Ana recordaba el deber de componerse y abrazaba a Néstor como si aún estuviese despierta; saludaba a Guillermo como si siempre fuese primavera; asumía un optimista pronóstico del tiempo.
Lo hacía, seguir adelante, a pesar de lo fríos que continuaba teniendo los pies, porque tras una mala noticia no siempre viene otra peor, y con la fingida fe en que ningún domingo es gris, se acurrucaba en la certeza de imprevistos mejores.
En mitad de la entrada de su casa, arrinconada la fregona y amarrado el mechón con una horquilla, Ana escuchó girar el pomo del despacho de Néstor. Él quiso abrir despacio, sin que el mero movimiento fuera acompañado del gemido en que, con los años, acaba convirtiéndose el hogar de un matrimonio convencional. La tradición y lo noble del mobiliario impidieron que abriese de incógnito.
Con los brazos cruzados, Ana se esperaba exactamente lo que vio: al hombre que Néstor habitaba cuando le dolía la cabeza, que no era otra cosa que un marido solitario y ciego, enmascarado y taciturno, a quien el martilleo de la sien movía hacia destinos diversos. Hubo una época en que se golpeaba el cráneo contra las paredes, produciendo un unísono de llantos infantiles, cristales quebrados y chichones, y también otra de infames quejidos, sofocados por la cabecera de los dibujos animados. En esta ocasión, Néstor anduvo hasta el cuarto de baño más próximo, hendidos los pies en sus pantuflas de paño, sin rozar siquiera los marcos de las puertas ni levantar polvo al trasluz.
«En la quietud de los fantasmas se esconden los secretos de las ánimas», recitaba la abuela de Ana Olsen frente a la chimenea y el pavor de sus diez nietos. Y eso fue lo que Ana susurró, en su propia quietud, en su lengua materna, la que reservaba, como el vestido escotado azul marino, para un acontecimiento, al menos, más extraordinario que su vida en general.
Igual que si hubiera querido sinceramente comunicarse, pronunció el nombre de su marido en voz baja, y lo repitió subiendo paulatinamente el tono. La luz del cuarto de baño nunca llegó a encenderse, por lo que cuanto él hiciese dentro lo tuvo que imaginar Ana en función de su propia medida del tiempo, y no del principio o el final de la oscuridad.
Néstor salió, y con una mano que pareció decir «¡Basta!», pero, además, «No te preocupes; aquí estoy», eludió mediar palabra. Qué habilidosa la migraña, o puede que la jaqueca, al permitir que ambos lograsen entenderse sin acudir al abecedario.
Néstor volvió a meterse en su despacho, yendo de sombra a sombra y a tientas, y al cerrar la puerta y girar el pomo se repitió, al revés, el quejido, víspera de otro rato de inmovilidad.
Ana Olsen sacó de un cajón unos auriculares y los conectó a la radio, donde sintonizó el mismo programa de crónicas nocturnas que la acompañaba tantas noches hasta que la abatía el sueño. En la historia de una nonagenaria que prometía morir buscando a su amante exiliado, identificó la premura de saldar urgencias, y se imaginó, fiel a su costumbre, a Carlos con una chica o en compañía de amigos, más o menos sobrio tras el triunfo de su equipo.
Al cabo de media hora, se frotó los ojos y decidió tumbarse en el sofá, ya que al día siguiente era sábado y, como cualquiera de los demás días de la semana, no tenía planes. Si se quedaba dormida y a deshora tenía que alcanzar la cama, nada importante ocurriría; no faltaría a una obligación que en el pasado la habría hecho sentirse culpable, ni necesitaría recuperar los minutos de su descuido. Esa libertad de poder errar sin equivocarse confería a Ana Olsen el único brillo de su edad mediana. La palidez de sus párpados, las primeras manchas en las manos y la señal en el cuello de su collar preferido daban a entender que por su cuerpo desfilaba el calendario, aunque sin cebarse, y que todos sus deberes se habían diluido a base de algo tan humano como cumplir años.
Ana Olsen se despertó gracias al teléfono móvil, que convulso y en silencio anunciaba nuevamente a Delia. No tuvo que descolgar para aventurarse en la charla que cerraría la jornada. Los sonidos más leves, anodinos, o su ausencia suelen dar paso a las peores tragedias: el roer del queso por los ratones que morirán aplastados en el cepo, el clic del seguro de la pistola, el chasqueo de los dedos que antecede las redadas policiales, o el mismo silencio que escolta la narración de una mala noticia.
Delia no necesitó llorar para ilustrar su tristeza, ni hicieron falta más datos que unas cuantas anécdotas, sumarísimos ejemplos de su estupidez. Sabía que, paso a paso, con los hombres hay mujeres que no dejan de perder, y aun así había continuado caminando, a pesar de que tenía claro que una isla en el Pacífico jamás sería otra cosa que el póster que no se atrevía a colgar en su despacho.
La llamada era, por tanto, para levantar acta de la defunción de una pareja, aunque hiciera muchos años que Delia hubiera decidido despedirse del amor y saludar esas maniobras de aliño que a cada tanto calmaban su sed. Todo lo sabía, y aun con eso, anhelaba consuelo.
Era curioso, no obstante, que Ana Olsen diera por teléfono los consejos que nunca había recibido, y más todavía que lo hiciera con la convicción de quien antes ha pasado por la misma calle y puede indicar la forma de llegar a ella.
Pasada una hora de conversación, cuando ni Delia estaba más entera ni Ana más convencida, las dos se preguntaban, una en voz alta, la otra, solo por dentro, de dónde sacaba Ana la sabiduría y las fuerzas para dar lecciones de amor.
Si se hubiera tratado de amañar la memoria, Ana habría reaccionado rápido, pero enunciar lo inexplicable se antojó difícil incluso para una experta en guardar las formas. Ella sabía que muchos de los instantes de felicidad producto del pasado que revivía con frecuencia pendían de Néstor. Lo que ocurría es que todos ellos estaban tan lejos, que temía por si habían dejado de ser ciertos. En esa maraña de verdades y ficciones, se fraguaba el glosario de Ana Olsen, su libro de recetas contra el desamor. La entristecía casi igual que la llenaba de orgullo que sus días de gloria sirvieran para algo más que para espolear sus momentos marchitos. Y Delia le concedía a Ana el privilegio de poner sus cosas en un sitio desde la atalaya de su vulnerable historia.
Se dieron mutuamente las gracias, con esas sonrisas que afloran en la madrugada, y antes de colgar volvió Ana a emplear su lengua materna para poner el punto final. Aunque Delia no lo entendiese, aunque no le gustara que las palabras de su amiga pudieran significar algo que ella no comprendía, se emocionó lo mismo, porque el significado nada importaba si el sentido podía ser el que le concedieran ellas dos.
Carlos llegó a casa, y al entrar, se transformó en el joven respetuoso que exigían los apellidos. Besó a su madre en la frente, y esta no tuvo tiempo de decirle que su padre estaba con migraña, o con jaqueca, pero los auriculares, las lámparas sin usar y las puertas cerradas lo alertaron. Se acostó enseguida, sin el barullo de cualquier otra noche y sin dar la oportunidad de poner en entredicho dónde o con quién había estado. A su padre le costaba más aludirlo, pero con su madre, la táctica del beso y la comprobación material de que estaba entero solían funcionar.
A solas en el salón, arrugada en su sofá tras haber ofrecido a Delia su hombro, y a Carlos, su mejilla, Ana Olsen decidió irse a dormir. Supo que era muy tarde, que el sol saldría antes de lo que esperaba, y que a pesar de haberse arropado, bajo la manta sus pies seguían fríos, síntoma inequívoco de que aguardaba algo.
Al pasar junto al despacho de Néstor, notó en los dedos la tentación de deshacer la incertidumbre: abrir la puerta y verlo postrado, indefenso ante su dolor, y compartir con él las pocas novedades de aquel día, usando quizá su lengua materna, esa que reservaba para decir la verdad, y también, para esconderla. No lo hizo. Se fue hasta el dormitorio, pasillo arriba, repitiendo por dentro que tras una mala noticia no siempre viene otra peor, y revivió entonces otro instante de felicidad producto del pasado, fechado en abril de 1995, cuando había enseñado a Guillermo a montar en bicicleta. Al dejar que pedaleara sin ayuda, al soltarlo del todo, supo que le había mostrado cómo huir y cómo regresar, y eso la llenó del gozo que los padres albergan por las pequeñas conquistas de sus vástagos.
Ana Olsen se durmió recordando las mejillas sonrosadas de Guillermo al darse cuenta de lo que era capaz. En sus sueños confundió el quejido de la puerta del despacho de Néstor con los chillidos de alegría de su hijo menor.
Néstor salió al pasillo y llegó, en dirección contraria, al salón, donde recuperó para sí el sofá y la manta, y se dispuso a pasar el resto de la noche, a cubierto.