LOS SOBRES LACRADOS
Víctor Zubeldía, secretario general de la Consejería, era un hombre honrado, ordenado y trabajador. Destacaba además en él un espíritu refinado, una recta actitud y pequeñas dosis de clarividencia, lo que hacía que mi confianza en él fuera plena.
Dado que ostentaba el segundo cargo en el organigrama de la Consejería después de mí y que conocía todos los entresijos de la estructura orgánica, cualquier planteamiento que se saliera del orden establecido debía contar con su aprobación. Como no era un hombre intransigente, podía aceptar alguna irregularidad, siempre que fuera respaldada por el visto bueno del consejero.
Un día entró en mi despacho y me contó en un tono solemne que el director general de una gran empresa constructora, radicada en Ciudad del Mar, había ido a verle para pedirle ayuda. Estaban pasando por un mal momento y, si no conseguían obra, tendrían que despedir a doscientos empleados, lo que les produciría un gravísimo perjuicio.Pero si les adjudicábamos un tramo de la autovía que unía dos capitales de la Comunidad del Mar, tendrían trabajo para dos años y no se verían obligados a despedir a nadie. Estaban dispuestos a cambiar el dinero, por lo que irían con una baja casi temeraria,pero se ahorrarían con la carga de trabajo más de mil millones de pesetas (seis millones de euros) en pleitos e indemnizaciones. Además, el director de esta empresa constructora estaba dispuesto a entregar al Partido una importante cantidad. No lo cuantificó, ni estableció porcentaje alguno.
Deforma serena y distendida hablamos de los pros y los contras de esta operación y, después de una larga conversación, le dije:
Creo que debemos ayudarles. Confirma que les adjudicaremos la obra,siempre que ajusten sus precios, y que el dinero para el partido lo entreguen en un sobre lacrado.
Durante toda la conversación, a lo único que le di vueltas fue a la cantidad que entregarían al partido y a la forma en que yo pudiera obtener algún provecho de esa entrega.
Victor comunicó discretamente a la empresa constructora nuestra disposición favorable a su petición, y se puso en marcha la maquinaria y los procedimientos para que la adjudicación de este tramo de autovía fuera el pactado.
A los miembros de la mesa de contratación se les dio la orden de adjudicar la obra a esta empresa. Esa instrucción no se dio de forma colectiva, sino de forma individual, de uno en uno. A pesar de ello,muchos de ellos quisieron cubrirse las espaldas y, aunque hicieron un amago de rechazo, porque la baja era temeraria, al final, la aprobaron por unanimidad.
Una vez adjudicada la obra, la empresa debía cumplir con la segunda parte del pacto. Me puse a pensar cómo actuar y le di vueltas,muchas vueltas, hasta que al final se me ocurrió algo que a la larga resultó acertado, aunque ciertamente era sofisticado.
Había un muchacho en la sede del Partido, de baja cualificación, que era un todo terreno. Estaba contratado a media jornada y cobraba cincuenta mil pesetas (trescientos euros) al mes, pero se pasaba diez horas diarias en las oficinas, dispuesto a realizar lo que se le pidiera. Se llamaba Juanjo. Uno de esos días que acudía a la sede,le llamé a mi despacho, y le dije:
Mira, Juanjo, estamos haciendo un trabajo muy confidencial y necesito que acudas a tus colaboradores artesanos para que me faciliten lo siguiente: de estas cinco empresas constructoras que te señalo en esta lista, tienes que proporcionarme un sello de lacre y cincuenta sobres por empresa, con su anagrama y su dirección postal. No me interesa que se enteren estas empresas, por eso, cuanto más lejos de Ciudad del Mar lo contrates, mejor. Y, si lo encargas en un pueblo alejado, aún mejor.
Juanjo, satisfecho de que acudiera a él, me respondió:
Lo haré de forma confidencial, pero no como usted dice. Lo encargaré en Madrid, pues hay tantas empresas allí, que nadie preguntará.Sin embargo, si lo hiciera en un pueblo lejano, todos se preguntarían por esas empresas y, al final, les llegaría a estas la información. No se preocupe, en Madrid conozco a gente.
Al cabo de diez días, Víctor Zubeldía se presentó en mi despacho con un sobre lacrado. El director general de la empresa constructora le pidió que se deshiciera del sobre en el plazo más corto posible. En cuanto salió de mi despacho el secretario general, llamé de inmediato a Juanjo:
Hola, Juanjo, ¿cómo va lo que te pedí?
Don Gonzalo, dése cuenta de que lo he encargado en Madrid y que he empleado unos días en conseguir los datos correctos de cada empresa, antes de realizar el pedido definitivo.
Me llevé el sobre sin abrir a casa y lo escondí entre mis libros. Pasada una semana, Juanjo, como siempre, cumplió con su misión;introdujo todo el material en una bolsa y me lo entregó la tarde en que celebrábamos el día de la sardina. Todos los años, en primavera, me reunía a comer con mis colaboradores no cualificados:chóferes, escoltas, ordenanzas y Juanjo. Siempre íbamos al mismo restaurante a tomar sardinas asadas. De ahí el nombre que dábamos a ese día. Era una forma de tenerlos a todos contentos. Eso, además,me hacía más popular, pues era el único de los altos cargos que organizaba una comida de este tipo.
Ese mismo día, a las once y media de la noche, mientras mi mujer leía en la cama, saqué el sobre lacrado de donde lo había escondido, lo abrí y conté los billetes: había cien millones de pesetas(seiscientos mil euros). Ya lo tenía pensado: cogí cincuenta millones de pesetas (trescientos mil euros) para mí, y los otros cincuenta millones los metí en un sobre nuevo de la Compañía Constructora Nacional. Bueno, antes de hacerlo, comparé los dos sobres y eran exactamente iguales. Juanjo había hecho un buen trabajo. Cerré el sobre nuevo, quemé el lacre y puse el sello de la empresa constructora. Era viernes, y hasta el martes no estaría con el presidente.
Pasé todo el fin de semana preocupado. Lo que había hecho era un acto de corrupción en toda regla, pero camuflado de tal forma, que nadie sospecharía lo más mínimo. Mi preocupación se centraba en la reacción del presidente cuando le entregara un sobre de estas características. Pero dándole vueltas, llegué a la conclusión deque para cualquiera que analizara cómo había actuado, pensaría que mi conducta era absolutamente honesta. Y si el presidente no lo veía así, sino que se escandalizaba por un acto de una bajeza impropia de un político honrado, no tenía más que devolverlo a quien nos lo había entregado. En cualquier caso, mi actuación no tenía riesgo,ni originaba sospecha alguna sobre mi modo de proceder.
Al llegar el martes al Partido, le dije a la secretaria regional que tenía interés en hablar con el presidente. Hasta casi las nueve dela noche no me avisó. Me presenté en su despacho y me recibió con las buenas maneras y simpatía de siempre. Le conté la verdad de cómo había sucedido todo, lógicamente, dando un salto a mi innoble sustracción. Mientras se lo narraba, mi otra parte del cerebro seguía inquieta, imaginaba todo tipo de reacción: indignación,rechazo, preocupación, un “pero, Gonzalo, ¿cómo has aceptado esto?”, o algo parecido. Pero para mi sorpresa reaccionó con afabilidad y agradecimiento. Una vez que acabé el relato, me dijo:
Estaba preocupado con muchas reclamaciones de algunos altos cargos, que se quejan de los bajos sueldos que reciben. Algunos viven a más de cien kilómetros de Ciudad del Mar, tienen a sus hijos en la Universidad y con los ingresos que perciben no les llega para cubrir todos sus gastos. Yo les prometí que tendrían algún plus, pero ya sabes cómo están las arcas del Partido.
Deforma inesperada, interrumpió la conversación y llamó a Domingo Argüello, gerente regional. Este es un personaje del que ya hemos hablado. Todos le consideraban un hombre importante en el partido,pues coordinaba las campañas electorales con las provincias de la Comunidad, resolvía conflictos entre miembros del Gobierno Regional,era una persona muy próxima al presidente y manejaba los fondos y las finanzas de la organización regional. La gerencia provincial,como ya conté anteriormente, la llevaba Jesús Sagardía, que ejercía la misma función pero en Ciudad del Mar. El primero estab aen el pasillo de la izquierda y el segundo en el pasillo de la derecha, donde se encontraba también mi despacho.
Una vez que Domingo nos saludó a los dos, el presidente le pidió que se sentara, puso el sobre encima de la mesa, y le dijo:
Ábrelo y cuenta el dinero que hay.
Mientras lo contaba, el presidente, como susurrando, se lamentaba de no haber cumplido su compromiso con varios consejeros y alguna otra persona más que no citó.
De repente, Domingo Argüello exclamó:
Cincuenta millones de pesetas, presidente, hay cincuenta millones.
El presidente le dijo:
Añade este dinero a la contabilidad B y, a partir del próximo mes, reparte a Gonzalo, a mí y a los tres consejeros que viven fuera de Ciudad del Mar doscientas mil pesetas al mes para cada uno. En total suma un millón de pesetas (seis mil euros).
Domingo, no comprendiéndolo muy bien, replicó:
No entiendo el reparto, cinco consejeros se quedan sin sobre.
El presidente, resignado ante la objeción de Domingo, le contestó:
Tú mismo deberías saber el porqué de esta distribución. De esos cinco consejeros, uno está casado con una notaria, otro, con una farmacéutica que gana más que él, y los otros son profesores universitarios. Estos últimos tienen más ingresos que el resto por los trienios o la antigüedad. A alguno de ellos se le permite alguna clase remunerada y alguna conferencia, pero es que, además,no están afiliados y no hacen aportaciones al Partido, como es obligatorio para los que lo son, porque dicen que quieren mantenerse independientes.
Era típico, y venía produciéndose desde hacía años, que los profesores universitarios, a los que se les encomendaba una responsabilidad política, se mantuvieran como independientes. Ellos creían que su independencia les daba un aporte adicional y que estaban así menos contaminados. Con frecuencia resultaba que conocían mucho de su materia, pero eran ineficientes en su trabajo.Cualquier autónomo sin estudios, con quince empleados, gestionaba mejor una Consejería que estos doctos teóricos. La razón de su fracaso radicaba en que eran monomaníacos y, por su especialidad, seles confundía con personas brillantes. Eran como topos. No era gente recomendable para la política. En mi opinión, para adentrarse en este mundo era más aconsejable ser mariposa, pues le convertía a uno en una persona de espíritu universal.
Yo agradecí al presidente su decisión de incrementar mis ingresos en una cantidad tan importante, pues, tal como le comenté, sin esa aportación no podría enviar a mis hijos al extranjero a aprender idiomas ni, cuando les llegara la edad, matricularles en universidades privadas de Madrid, a donde la alta burguesía enviaba a sus hijos a estudiar, no tanto por la calidad de sus enseñanzas sino por los contactos con personas, empresas e instituciones relevantes que les asegurarían su futuro profesional.
A Ciudad del Mar se la podría definir como una ciudad industrial,impulsada por una gran actividad. Pero, a pesar de ello, los grandes empresarios empezaban poco a poco a trasladarse a Madrid, y con ellos se llevaban las oficinas centrales de las empresas que comandaban.Mantenían en la región las fábricas, los talleres y centros comerciales, pero la dirección general y las personas que debían tomar las grandes decisiones se trasladaban en muchos casos a la capital de España, algo que yo pude comprobar como espectador privilegiado, pero no moví un dedo para impedirlo.
Una gran parte de las tareas encomendadas a mi Consejería, por no decir una grandísima parte, eran asumidas y ejecutadas por mi equipo de Gobierno: secretario general, directores generales, coordinadores y jefes de servicio; pero había algo más que la política de a pie,era la alta política, y esta tenía un único responsable: el consejero.
Esta reflexión ha venido al caso para explicar mi inacción respecto al problema que acabo de comentar, que con el tiempo derivó en irreversible, como fue el éxodo de directivos y, por tanto, de poder fuera de la Comunidad.
Pero mis preocupaciones iban por otro camino, y este problema tardaría años en verse, una vez que yo hube dejado la Consejería.
Durante todo mi mandato los sobres lacrados fueron recibidos con los brazos abiertos en el Partido. Yo, por si acaso, perseguía ante todos mantener una imagen de honradez intachable y me preocupaba de vivir en unas condiciones dignas, pero austeras, lo que hizo que nadie nunca me señalara con el dedo acusador de la corrupción.
Al secretario general de la Consejería, que me había confiado el sobre lacrado, le conté que entregué ese sobre al gerente regional del Partido y dejé al margen al presidente. Este juego de sobres hizo que la relación con Domingo Argüello, gerente regional del Partido, fuera más próxima y, en ocasiones, hasta entrañable.
Tuve la duda de solicitar para mi fiel y cumplidor secretario general dela Consejería un sobre de cien mil pesetas al mes, que estaría totalmente justificado y merecido, pero desistí por considerar que un hombre de su categoría no merecía manchar su curriculum, cuando estaba próximo a jubilarse.
Unos meses más tarde, me presenté ante el presidente con otro sobre lacrado. La idea de obligar a los constructores a entregar los sobres con el sello de lacre se convirtió con el tiempo en una idea magnífica de amplio significado: en primer lugar, daba de mí una imagen evidente de lealtad al Partido; los pocos que conocían el circuito de estos fondos reconocían el riesgo que yo asumía;quedaba patente mi sentido de la honradez, y el secreto de estos sobres que mantenía con el presidente hacía que, además de unirnos más, elevara su opinión sobre mí, me respetara en mayor medida y me diera la libertad que yo necesitaba.
El presidente llamó al gerente y le pidió, primero, que contara el dinero del sobre y, luego, le dijo varias cosas que parecía que traía preparadas:
No quiero que lleves las cuentas de la caja B ni por ordenador ni por escrito. Rompe toda la documentación relativa a la caja B hoy mismo y lleva las cuentas en tu cabeza.
Me extrañó que delante de mí le echara este rapapolvo. Pero luego entendí que el presidente quería mostrarme de forma patente que había una garantía de confidencialidad en las entregas, en orden a preservar mi identidad.
Se volvió a dirigir al gerente y añadió:
¡Ah, se me olvidaba! Quita la caja fuerte de tu despacho y llévala adonde apenas nadie la vea. Hay un cuartucho al final del pasillo, ese que nos sirve de almacén. Prefiero que la lleves allí.