13:43 horas. 20 de Septiembre. En una consulta de una novena planta con unas vistas espectaculares llega la noticia: «Elena, hay que transplantar». Y el mundo se para. En seco. Como en las películas.
No escucho nada más. ¿Transplantar? ¿Ahora? En ese preciso instante mi cabeza se vuelve loca. Cortocircuito. No entiendo nada y de repente lo entiendo todo, quiero dar marcha atrás y adelante a la vez, salir corriendo y no soy capaz de moverme…
He imaginado tantas veces cómo y sobre todo cuándo escucharía esas palabras que ahora, de pronto, no me puedo creer que sean verdad.
La temporada pasada corrí tres medias maratones; no puede ser. Entreno cinco días a la semana, monto en bicicleta, hago boxeo y snowboard. Me siento fuerte y sana. Tengo más energía que el resto de personas y podría mover el mundo con mi dedo pulgar. ¿Transplantarme? No puede ser. Todo esto da vueltas en mi cabeza mientras mi nefrólogo mueve la boca y explica en un papel algo que no escucho.
Pienso en la imagen que hasta hace dos minutos tenía de una persona a punto de enfrentarse a un transplante: me imagino a alguien débil, en una cama, con mala cara y pocas fuerzas. ¿No? Pues parece que no.
Se amontonan los recuerdos. Parece que se pelean unos con otros por hacerse un hueco en este instante, como si supieran que se va a quedar grabado a fuego y no quisieran perderse la fiesta. Vuelven las mañanas en la sala de espera de nefrología de la Paz con 3 años y con 4 y con 5… Vuelven los 3000 pinchazos que debo de llevar en los brazos, las caras de todas las enfermeras que me han acompañado en el camino. Los campeonatos de karate, todos los viajes por el mundo, los guisantes que cené durante 5 años todas las noches y el sonido de la licuadora preparando zumo natural.
Y mi cabeza sigue volando. Pienso en todas las carreras que tengo apuntadas en mi calendario de este año: Behobia, Media maratón de Madrid, Spartan Race, Valencia… y… ¡a la mierda!
Miro a la derecha y a la izquierda y me doy cuenta de que Miguel y mi madre me están sujetando la mano y aguantando el tipo con la valentía que les caracteriza. Menos mal.
Probablemente todo esto que os cuento pasó en menos de un minuto, pero cuando llevas 32 años esperando, ese minuto puede convertirse en eterno.
De repente, bajo la cabeza y allí aparece, el tatuaje de mi brazo izquierdo: «Brave» . Por algo me lo hice, está claro. Lo miro, respiro hondo y pienso: «Pues allá vamos. Con todo», y vuelvo a la vida. Escucho a mi nefrólogo y le contesto. «Vale, entonces, ¿por dónde empezamos?».
Y así empieza esta historia, por el final, como todas las buenas historias. Ahora sí, volvamos a la línea de salida.
No escucho nada más. ¿Transplantar? ¿Ahora? En ese preciso instante mi cabeza se vuelve loca. Cortocircuito. No entiendo nada y de repente lo entiendo todo, quiero dar marcha atrás y adelante a la vez, salir corriendo y no soy capaz de moverme…
He imaginado tantas veces cómo y sobre todo cuándo escucharía esas palabras que ahora, de pronto, no me puedo creer que sean verdad.
La temporada pasada corrí tres medias maratones; no puede ser. Entreno cinco días a la semana, monto en bicicleta, hago boxeo y snowboard. Me siento fuerte y sana. Tengo más energía que el resto de personas y podría mover el mundo con mi dedo pulgar. ¿Transplantarme? No puede ser. Todo esto da vueltas en mi cabeza mientras mi nefrólogo mueve la boca y explica en un papel algo que no escucho.
Pienso en la imagen que hasta hace dos minutos tenía de una persona a punto de enfrentarse a un transplante: me imagino a alguien débil, en una cama, con mala cara y pocas fuerzas. ¿No? Pues parece que no.
Se amontonan los recuerdos. Parece que se pelean unos con otros por hacerse un hueco en este instante, como si supieran que se va a quedar grabado a fuego y no quisieran perderse la fiesta. Vuelven las mañanas en la sala de espera de nefrología de la Paz con 3 años y con 4 y con 5… Vuelven los 3000 pinchazos que debo de llevar en los brazos, las caras de todas las enfermeras que me han acompañado en el camino. Los campeonatos de karate, todos los viajes por el mundo, los guisantes que cené durante 5 años todas las noches y el sonido de la licuadora preparando zumo natural.
Y mi cabeza sigue volando. Pienso en todas las carreras que tengo apuntadas en mi calendario de este año: Behobia, Media maratón de Madrid, Spartan Race, Valencia… y… ¡a la mierda!
Miro a la derecha y a la izquierda y me doy cuenta de que Miguel y mi madre me están sujetando la mano y aguantando el tipo con la valentía que les caracteriza. Menos mal.
Probablemente todo esto que os cuento pasó en menos de un minuto, pero cuando llevas 32 años esperando, ese minuto puede convertirse en eterno.
De repente, bajo la cabeza y allí aparece, el tatuaje de mi brazo izquierdo: «Brave» . Por algo me lo hice, está claro. Lo miro, respiro hondo y pienso: «Pues allá vamos. Con todo», y vuelvo a la vida. Escucho a mi nefrólogo y le contesto. «Vale, entonces, ¿por dónde empezamos?».
Y así empieza esta historia, por el final, como todas las buenas historias. Ahora sí, volvamos a la línea de salida.