El avance otomano hacia el norte se convirtió en el principal problema del vaivoda. Mehmed II había ordenado ya varias incursiones en territorio valaco, algunas de ellas encabezadas por el propio Radu, decantado con claridad por el lado musulmán. La fortaleza de Giurgiu suponía una de las más importantes plazas en poder otomano, y allí asestó Țepeș un golpe definitivo cuando fue citado por dos emisarios del sultán: Hamza Bey, eficaz almirante albanés; y Tomás Catavolinos, diplomático griego. Sospechando que se trataba de una trampa para hacerle prisionero o incluso para asesinarle, Vlad se adelantó y entró con sus hombres en aquel castillo que ni mucho menos le era desconocido, habiendo sido levantado por su propio abuelo. Disfrazados con uniformes turcos pudieron moverse a voluntad y organizaron un ataque que acabaría por dejar en llamas la fortaleza y gran parte de Giurgiu. Aprovechando la sorpresa continuaron avanzando a orillas del Danubio arrebatando más plazas a los turcos. Todo el camino de vuelta a Târgoviște lo hizo Vlad custodiado por Hamza Bey y Tomás Catavolinos, engrilletados y obligados a caminar sin descanso. El final de los dos embajadores de Mehmed II, quienes efectivamente habían sido enviados para atrapar al vaivoda, se narra de distinta forma en dos fuentes. Una cuenta que fueron empalados en mitad de un bosque de abetos, y otra relata que fueron puestos en libertad en mitad de la nada tras cortarles los pies y las manos. La atrocidad de ambas crónicas imposibilita que pueda escogerse una de ellas como menos escalofriante.
Las rápidas victorias de Vlad III le llevaron a convertirse en un personaje muy conocido. En toda Europa era sabido que allí, en el este, un paladín estaba defendiendo la frontera con tal severidad que se hacía complicado atribuirle el título de héroe o la calificación de monstruo. En cualquier caso, el príncipe valaco estaba logrando detener el avance musulmán y, consciente de que la amenaza turca afectaba a toda Europa, Vlad solicitó refuerzos. Y no siempre llegaron. Las alabanzas enviadas desde los diferentes puntos del continente no servirían de nada en la definitiva batalla que muy pronto se libraría. El avance del abrumador ejército otomano no se detenía y los jenízaros, soldados turcos rigurosamente entrenados, protagonizaron grandes victorias que causaron el repliegue de las filas de Vlad, mucho menos numerosas a pesar de haber sido engrosadas mediante estrictos programas de leva. El vaivoda recurrió entonces a tácticas de tierra quemada para intentar dejar a su enemigo sin recursos. Talaron bosques, prendieron fuego a los cultivos e incluso mataron animales, arrojándolos después a los ríos y a las lagunas para contaminar las aguas.
Las escaramuzas tenían lugar día tras día, y a pesar de la ventaja que las tropas de Vlad III tenían por conocer mejor el lugar en el que se desarrollaban, la superioridad numérica de los otomanos permitía el progreso de su campaña.
* * *
Apenas ha amanecido y el calor ya es sofocante. Los jenízaros avanzan en disciplinada formación abriendo el paso del inmenso ejército que les sigue. No han visto ni un árbol desde Bucarest. Nada más que cenizas. El hollín ensucia los característicos uniformes de los soldados de élite del imperio otomano, desde sus grandes tocados hasta sus casacas de lana, azuladas en origen y ahora manchadas de negro. Alrededor de noventa mil hombres se despliegan a lo largo y ancho de las llanuras del sur de Valaquia. No han dormido en toda la noche. Su campamento, levantado junto al camino que viene de Nicópolis, ha sufrido un ataque nocturno por parte de los valacos. Vlad y sus mejores guerreros lograron sorprenderles causando una gran cantidad de bajas a pesar de haber tenido que luchar con sus espadas en una mano y las antorchas en la otra. Sin embargo, los turcos lograron estabilizar su posición durante la madrugada y repeler la habilidosa acción de Țepeș. El sultán ha decidido que no deben esperar más y ha ordenado recorrer a toda prisa la corta distancia que les separa de Târgoviște. A pesar del cansancio y el calor, los soldados de Mehmed II marchan a buen ritmo, sabiendo que su número les dará una fácil victoria en una batalla organizada, muy diferente de las refriegas inesperadas que tanto les han diezmado en los últimos días.
Cuando el sol está en lo más alto, las primeras filas comienzan a ascender por una pequeña loma cubierta de hierba amarilla. Escoltado por varios cipayos, el propio Mehmed, a lomos de un esbelto corcel grisáceo, se adelanta impaciente para asomarse cuanto antes desde lo alto de la colina. La capital ha de verse desde allí. Pero en ese instante un jinete aparece cabalgando en dirección contraria. Se trata de uno de sus exploradores, que debido al ímpetu con el que azuza a su caballo llega incluso a perder el yatagán que acaba de desenvainar.
–¿¡Qué es lo que sucede!?
Mehmed grita enfurecido sospechando que un nuevo contratiempo frenará su plan. Los cipayos toman sus arcos, preparados para disparar si fuese necesario. Por fin el explorador les alcanza cuando aún queda cerro por subir, deteniendo a su caballo mientras niega con su cabeza sin poder esconder un gesto horrorizado.
–Sultán –logra decir entre jadeos–. Es... Es... un bosque.
–¿Un bosque? Llevamos días sin ver nada más que troncos calcinados –pregunta extrañado el caudillo musulmán, percibiendo el malestar de su subordinado–. ¿Acaso ha pasado tanto tiempo desde que visteis un árbol que ahora os causa temor?
Mehmed espolea a su caballo con un gesto despectivo ante la aparente debilidad del explorador que, inquieto, afectado hasta el punto de enfermo, no puede evitar echarse a un lado, inclinándose mientras se sujeta en el cuerno de su silla de montar para no caer desmayado, para finalmente vomitar sobre la paja que pisan.
–Es un bosque... de empalados.
El joven jinete responde tras escupir avergonzado a la vez que nuevas arcadas, unidas a su ansiedad, empapan sus ojos de lágrimas. El sultán se limita a bordear la bilis esparcida sobre la hierba, pues no es otra cosa lo que el soldado expulsa al no haber comido desde hace tiempo. Los cipayos siguen a su señor tras dirigir miradas de incertidumbre hacia el pobre explorador, que pasa el dorso de su mano por su barba manchada, envuelto en sudor. Mehmed conduce a su caballo cubriendo los últimos metros que le separan de la cima, salvando con habilidad la orografía del terreno a pesar de que los cascos del corcel patinan en la tierra suelta. Cuando por fin puede contemplar la inmensa explanada que se abre ante él, queda paralizado. Sus ojos negros se abren y sus labios se separan bajo una barba cuidadosamente perfilada. El gesto del horror se dibuja en el rostro del sultán al no poder dejar de mirar la aterradora escena que tiene ante sí. Cuanto mayor es su esfuerzo para intentar apartar su mirada, más se fija en cada uno de los espantosos detalles que la estampa le ofrece.
Muy al fondo ya pueden distinguirse las cimas de los montes Bucegi. Poco antes ha de hallarse la ciudad de Târgoviște. Pero a sus pies, Mehmed II observa con su rostro desencajado una llanura de más de media legua de lado a lado, y no menos de una desde su inicio a su fin. Toda ella se encuentra cubierta por veinte mil cuerpos empalados. El sultán conoce la práctica que ha dado su mote al fiero príncipe valaco. Él mismo ha utilizado este método de ejecución para dar muerte a algunos condenados. Sin embargo, la visión del bosque de estacas, en cuyas puntas se encuentran ensartados miles de cadáveres en diferentes estados de descomposición, supera con creces la atrocidad que cualquier hombre podría soportar. Sus escoltas alcanzan su posición y al ver el campo de muertos no pueden conseguir, como su líder, guardar la compostura, profiriendo enseguida gritos de pavor aquellos que no se dan la vuelta apresuradamente, tosiendo acongojados.
–Es... Es horrible, señor –dice uno de los jinetes al ver que el sultán comienza a descender la pequeña loma poco a poco–. Ni el más alto de los muros de piedra es tan infranqueable como esta empalizada. Jamás podremos atravesarla.
Mehmed alcanza las primeras picas. En algunas apenas quedan unos amasijos de huesos atravesados por la afilada madera. En otras los cuervos siguen desgarrando jirones de carne. Y en otras aún pueden apreciarse los gestos de pánico en los rostros de quienes no hace mucho padecieron interminables horas de sufrimiento antes de expirar. Hay niños, mujeres, hombres y ancianos. El sultán se adentra un trecho identificando en la mayoría de estacas a sus propios hombres muertos, aunque también han acabado allí muchos otros, pues a todo aquel que se opone al vaivoda de Valaquia le espera el mismo fin. Unas picas son más cortas, otras muy altas y algunas sobresalen por encima del resto con intencionado motivo. Mehmed sabe que Vlad Țepeș tiene la costumbre de empalar a sus oponentes en función de su cargo, otorgando a los de mayor rango el dudoso privilegio de ocupar las estacas más altas en un alarde de repugnante ironía.
–Despiadado –susurra el sultán, consiguiendo por fin dirigir su mirada al suelo y tirando de las riendas de su caballo para darse la vuelta–. Pero eficiente. Así ha elegido gobernar.
Mehmed II se aleja del bosque de los empalados de Vlad Țepeș. No girará su cabeza en ningún momento. Con la voz rasgada por el impacto ordena a sus hombres que den media vuelta y se dirijan al sur, a la ciudad de Brăila. El asalto a la capital queda anulado.