Este texto es un fragmento de

Desde Múnich con jamón

Esther Patrocinio

He llorado hoy, lo confieso. Una vez más mientras veía una película sobre emigrantes italianos en la década de los 50 y 60 en Alemania. Esa tristeza, esa sensación de «caminante no hay camino, se hace camino al andar», esa frialdad de una cultura desconocida y de unas caras ajenas, ese miedo a lo nuevo, a lo diferente a «lo nuestro» y a la vez ese coraje de seguir adelante, de aprender un nuevo idioma, de conocer otras tierras.

Todo eso te acompaña cuando emigras: la maleta llena de preguntas, la cabeza llena de películas. No, no es todo como en las películas de Alfredo Landa y Paco Martínez Soria que llenaron mis tardes de sábado acompañando a los abuelos. Es más bien un poco Perdiendo el norte aunque el largometraje se queda corto para explicar cómo perdemos el norte al llegar aquí, creyendo que los perros se atan con longaniza y que somos la generación más preparada de la historia; aparta Merkel que si eso ya gobierno yo.

¿Españoles por el mundo? Otra película en la que naturalmente participan aquellos a los que el sol les da de cara, pero no los que se buscan la vida partiendo de lo nuevo lejos de sus familias. Cada vez que vuelvo a Alba de Tormes se produce el fenómeno. Hay quienes me dicen que debería comprarme un coche y traerlo de Alemania que allí son más baratos, hay quienes me desprecian por ser una «desertora del arado», por no seguir trabajando en el campo como mi padre y mis abuelos, y hay quienes me envidian porque sueñan con una Alemania llena de personas rubias, guapas, estilizadas, sonrientes y de ojos azules como las que se veían en las películas en tiempos del NO-DO.

He intentado 4 veces ver con mi padre la película Vente a Alemania, Pepe porque se rodó en Múnich y es mi forma de mostrarle cómo era la ciudad en la que vivo desde 2010. No terminamos de verla nunca. Siempre surgen preguntas: si siguen viviendo los españoles en esas pensiones, por qué los alemanes hablan siempre así como si estuvieran enfadados, son las jarras de cerveza tan grandes como parecen...etc. Entonces me mira, suspira y dice: «Hija, vuelve a casa».

Lloré también cuando compré mi primera lavadora. Ridículo, llorar porque te compras una lavadora; una máquina que va a mejorar tu calidad de vida y darte el tiempo que pasas en la lavandería para otras cosas. Fue la primera vez que me sentí emigrante como tal. Hasta el día en el que compré la lavadora estaba abierta la puerta del regreso a casa, con la familia. Total, haces las maletas con las cuatro cosas que te has traído y al aeropuerto. Pero no, la lavadora no te permite huir tan rápido. La lavadora te obliga a echar raíces en un lugar en el que pensabas estar de paso. Te miras los pies y ahí estás echando raíces a través de una Miele de 1.400 rpm. Te sientes fatal, perdida, de repente empiezas a pensar qué será de ti si enfermas, si te quedas en paro, si te sientes sola, si echas de menos a tu familia y amigos.

Crisis de ansiedad. Inseguridad plena, miedo y mea culpa: quién me mandaría venir aquí.

Me empeñé en entender este fenómeno lacrimógeno desde otra perspectiva. En una de mis últimas visitas a Salamanca asistí a la boda de la hija de unos amigos de mis padres. Allí conocí a un grupo de chavales y chavalas que allá por los años 60 emigraron a tierras suizas y bávaras. Entre plato y plato del menú nupcial me contaron sus experiencias, angustias, alegrías, miedos y dolores. Estando casados, trabajando en las fábricas alojados en edificios toscamente construidos, marido y mujer se veían únicamente los domingos por la tarde. El sistema de turnos en la fábrica hacía que se vieran algunos minutos al entrar y salir del trabajo y los domingos, después de misa.

Eso era todo, había que trabajar.

Además vivían en barracas unas casetas que, madre mía, me recuerdan a las que aún quedan en pie en los campos de concentración. Entre risas confesaron que para cumplir con los deberes maritales tenían que irse a un hotel porque allí en la caseta con los hijos y con otros compañeros no había intimidad. No puedo imaginarme esa sensación de vivir por y para trabajar.

No hablaban el idioma, sí tenían capataces alemanes que entendían y hablaban algo de español pero no se esperaba más de ellos: Gastarbeiter (trabajadores invitados). Eso fuimos aquí, trabajadores invitados, operarios, obreros aquellos que hacían las tareas que otros no querían.

Todos ellos regresaron para poder comprarse una casita en sus pueblos, formar un hogar con los hijos nacidos en Alemania y volver al hogar. Me hablaron de la discoteca que organizaban para los solteros, del Centro Español, como el de Núremberg, que aún es punto de encuentro de españoles emigrados. Muchos de ellos emigraron solteros y conocieron a sus cónyuges en esas tardes de discoteca organizadas a veces en las parroquias más próximas. Pero todos regresaron, eso me repitieron todos. No te eches un novio alemán que te quedas allí y no vuelves, dijeron. En ese momento me reí y no le di más importancia. Hoy pienso que mi novio es sin duda una de las razones por las que he decidido solicitar la ciudadanía alemana.

Esta es tu casa, dice siempre mi novio alemán, pero yo le miro y trato de explicarle que sí, que es mi casa también, que casa es el lugar en el que uno se siente «en casa» pero que pertenezco a dos lugares. Me mira sin entender y repite lo mismo. No es una cuestión de idioma. No he conseguido aún que entienda que cada vez que viajo a Alba de Tormes, a casa de mis padres, tengo que prepararme para un viaje en el tiempo. Vivo en la paradoja del tiempo que nunca se detiene y que mueve el mundo sin mi presencia. Mientras estoy en Múnich suceden cosas en Alba de Tormes, en la vida de las personas que quiero sin poder estar allí para vivirlas y al revés cuando estoy en España y en Alemania las cosas siguen su rumbo.

Es el síndrome del emigrante.

Es cierto que las redes sociales, las llamadas a través de Internet y las nuevas tecnologías nos mantienen informados permanentemente pero esto es una agridulce compensación. Ojos que no ven, corazón que no siente. Me alegro de poder felicitar el cumpleaños a mi sobrino a través de Skype, pero, al mismo tiempo, me entristece observar desde una pantalla como abre sus regalos, se ríe y abraza a mi hermano mientras yo soy la tía-Tablet.

En esos momentos me siento Andreas Kragler, el soldado protagonista de Tambores en la noche de Bertolt Brecht que regresa al hogar en 1919 tras la primera Guerra Mundial. Andreas Kragler no tiene nada, bueno sí, tiene su amor por Anna pero poco más que eso. Sin trabajo, sin dinero, sin profesión y sin Anna, que va a casarse con otro pretendiente más conveniente elegido por sus padres, se tiene solo a sí mismo. El pobre hombre mira sus manos vacías, parpadea y no entiende. Lo veo porque lo he visto. Es decir, he visto a Christian Löber en el escenario del Teatro de Cámara de Múnich interpretando a Andreas Kragler.

Siempre me ha fascinado el teatro aunque en Salamanca la oferta es más bien escasa. En 2002, con la capitalidad cultural europea disfruté de lo lindo en el Liceo. Incluso tuve el privilegio de tener sentado a mi lado a Juan Luis Galiardo, que comenzaba el monólogo de Humo desde el patio de butacas como un espectador más.

La vida no es más que un teatro en el que cambiamos de escenario, pienso a menudo.

Cuando llegué a Múnich en 2010, me harté de ir al teatro en alemán. Con los descuentos para jóvenes y estudiantes por pocos euros disfruté de obras como Hamlet, Fausto o El proceso. Ir al teatro me recordaba a mi vida en Salamanca, a las tardes con mi madre en el Liceo o en el patio de las Noches del Fonseca. Durante la función me olvidaba del alemán, de si entendía todas las palabras o de dónde estaba. En esas horas escuchaba, miraba, compartía la escena con los actores. Los inviernos a bajo cero de Múnich se me hacían más interesantes y por primera vez en mi vida, fui sola al teatro y no una ni dos, sino muchas veces. En Salamanca no me hubiera atrevido, lo confieso.

Tardé algún tiempo pero finalmente aprendí a reconocer a algunos actores y actrices por su voz ya que en el escenario el juego de máscaras, disfraces y cambio de papeles lo hacía complicado. Hoy tengo el enorme privilegio de compartir cantina y lugar de trabajo con dos de ellos: Walter Hess y Wiebke Puls. Todavía doy un respingo cuando me los encuentro en mis idas y venidas entre mi oficina y los escenarios. Nunca me he atrevido a decirles que mejoré mi pronunciación en alemán gracias a su dicción sobre las tablas.

Nueve años después de mi llegada a Múnich trabajo en el Teatro de Cámara.

Un lugar en el que la multiculturalidad está presente en todos los trabajadores: actores, técnicos y personal administrativo. Es un alivio y un privilegio estar aquí, ser parte de la industria cultural del país en el que resido voluntariamente. Es fundamental recordarlo: el retorno siempre es posible, nada es para siempre. Así reza el mantra del emigrante.

No soy menos que los nacidos aquí por no serlo. Soy española, salmantina de nacimiento, residente en Alemania y hablante de alemán, español, inglés, italiano, portugués y ruso. Soy un trocito de cada uno de los lugares en los que he vivido y las personas a las que he conocido en este viaje que es mi vida. Por eso, lo más difícil es asumir el momento de la despedida cuando la distancia física impide que puedas hacerlo en persona.



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