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Bajaba por la estrecha calle, hacía un par de meses que no la veía pero mis ojos seguían conservando ese brillo cuando notaba que ella se acercaba.
Las intenciones de esconder mis sentimientos eran en vano; no podía mentir, pero intentaba disimularlo con la mayor seriedad posible.
— Hola —le dije—. Nos estrechamos en un fuerte abrazo.
— Pensaba que no ibas a venir —contestó ella.
Me hubiera gustado decirle que pensaba ir desde el principio, que en ningún momento lo dudé pero hubiera sonado muy obsesivo y respondí firmemente que me había decidido porque no me vendrían mal unas vacaciones.
Vaya respuesta más estúpida. Esto es la vida, no siempre uno se puede expresar como quiere y decir lo que piensa en cada momento.
Quizás solo hubiera traído problemas. O quizás no.
Prefería ir a lo seguro.
Recuerdo que la miraba fijamente a esos ojos marrones que mostraban una incandescente llama de emociones; esos ojos que conseguían paralizar cualquier movimiento o animación de mi cuerpo. — Tendré que buscarme algún sitio donde dormir. En su residencia de estudiantes no me dejarían.
— No te preocupes —me dijo.
Que bien me hacía sentir esta frase saliendo de su boca.
— Algunas manzanas más abajo hay un pequeño hotel.
Bajamos la calle hasta que llegamos a la entrada de mi alojamiento.
Una gran puerta antigua daba paso a un pequeño recibidor interior, a un aún más pequeño ascensor y a unas escaleras que subían hasta las habitaciones. El hombre de recepción era una persona mayor y agradable.
Lo que no me gustó fue el número de la habitación; soy muy maniático para esas cosas, pero en ese momento era lo que quedaba libre.
La habitación no estaba mal aunque un poco lúgubre. Débilmente iluminada por una luz que apenas alumbraba para abrocharse los cordones. El techo era muy alto, me gustaba, daba sensación de amplitud. El servicio estaba situado al oeste de la habitación y el lavabo y ducha en el lado este. Era una de esas duchas en las que al dar el agua es imposible no mojar hasta el último rincón ya que el grifo está situado en medio del baño.
Yo siempre me dejaba la toalla fuera para que pudiera cumplir su función, cosa que si se dejaba dentro era prácticamente imposible.
Había dejado mi maleta a un lado de la cama. Mi inseparable maleta negra, gran viajera y única compañera en muchos viajes. Se me estaba descosiendo por el interior, pero todavía le quedaban muchos kilómetros más por recorrer. En su interior estaba perfectamente colocada y doblada mi ropa. Me gusta el orden hasta puntos obsesivos. Saqué con cuidado ropa de muda limpia y la coloqué encima de la cama.
Encendí el grifo del agua caliente, nunca me meto en el agua si no está ardiendo. El agua fría es una de mis fobias. Tuve suerte de que a esas horas todavía quedara agua a mi gusto y creo que me pude pasar cerca de cuarenta minutos debajo del chorro, en un estado de inconsciencia total.
Debía de ser tarde y apagué el agua. Salí de la ducha y me enrollé la toalla al cuerpo. Abrí la puerta y en ese momento la vi; se había quedado dormida. Me deslicé sigilosamente hasta ella y me senté.
Estaba de lado y apoyaba su rostro en la mano. Tan bella que ningún pintor podría retratarla.
Le aparté un mechón de pelo que cubría parcialmente su cara. Era preciosa, perfección, pureza, de aspecto inocente y angelical. Podría haberme quedado allí mirándola durante siglos. Por unos segundos el mundo se paraba, dejaba de rotar y dar vueltas para contemplar aquella escena. Yo me paraba también. Mi parte física dejaba de tener vida y tan solo mi alma estaba presente. Todo lo demás no existía. No existía todo lo demás…
La magia se rompió cuando el teléfono de la habitación sonó. Era el señor mayor de recepción preguntando si deseaba que me llamaran para el desayuno. En aquel instante abrió los ojos, le sonreí y le dije que ya estaba preparado.
En el fondo tenía ganas de acostarme a su lado y pasar toda la noche abrazándola. Me puse las zapatillas y salimos de la habitación.
Bajaba por la estrecha calle, hacía un par de meses que no la veía pero mis ojos seguían conservando ese brillo cuando notaba que ella se acercaba.
Las intenciones de esconder mis sentimientos eran en vano; no podía mentir, pero intentaba disimularlo con la mayor seriedad posible.
— Hola —le dije—. Nos estrechamos en un fuerte abrazo.
— Pensaba que no ibas a venir —contestó ella.
Me hubiera gustado decirle que pensaba ir desde el principio, que en ningún momento lo dudé pero hubiera sonado muy obsesivo y respondí firmemente que me había decidido porque no me vendrían mal unas vacaciones.
Vaya respuesta más estúpida. Esto es la vida, no siempre uno se puede expresar como quiere y decir lo que piensa en cada momento.
Quizás solo hubiera traído problemas. O quizás no.
Prefería ir a lo seguro.
Recuerdo que la miraba fijamente a esos ojos marrones que mostraban una incandescente llama de emociones; esos ojos que conseguían paralizar cualquier movimiento o animación de mi cuerpo. — Tendré que buscarme algún sitio donde dormir. En su residencia de estudiantes no me dejarían.
— No te preocupes —me dijo.
Que bien me hacía sentir esta frase saliendo de su boca.
— Algunas manzanas más abajo hay un pequeño hotel.
Bajamos la calle hasta que llegamos a la entrada de mi alojamiento.
Una gran puerta antigua daba paso a un pequeño recibidor interior, a un aún más pequeño ascensor y a unas escaleras que subían hasta las habitaciones. El hombre de recepción era una persona mayor y agradable.
Lo que no me gustó fue el número de la habitación; soy muy maniático para esas cosas, pero en ese momento era lo que quedaba libre.
La habitación no estaba mal aunque un poco lúgubre. Débilmente iluminada por una luz que apenas alumbraba para abrocharse los cordones. El techo era muy alto, me gustaba, daba sensación de amplitud. El servicio estaba situado al oeste de la habitación y el lavabo y ducha en el lado este. Era una de esas duchas en las que al dar el agua es imposible no mojar hasta el último rincón ya que el grifo está situado en medio del baño.
Yo siempre me dejaba la toalla fuera para que pudiera cumplir su función, cosa que si se dejaba dentro era prácticamente imposible.
Había dejado mi maleta a un lado de la cama. Mi inseparable maleta negra, gran viajera y única compañera en muchos viajes. Se me estaba descosiendo por el interior, pero todavía le quedaban muchos kilómetros más por recorrer. En su interior estaba perfectamente colocada y doblada mi ropa. Me gusta el orden hasta puntos obsesivos. Saqué con cuidado ropa de muda limpia y la coloqué encima de la cama.
Encendí el grifo del agua caliente, nunca me meto en el agua si no está ardiendo. El agua fría es una de mis fobias. Tuve suerte de que a esas horas todavía quedara agua a mi gusto y creo que me pude pasar cerca de cuarenta minutos debajo del chorro, en un estado de inconsciencia total.
Debía de ser tarde y apagué el agua. Salí de la ducha y me enrollé la toalla al cuerpo. Abrí la puerta y en ese momento la vi; se había quedado dormida. Me deslicé sigilosamente hasta ella y me senté.
Estaba de lado y apoyaba su rostro en la mano. Tan bella que ningún pintor podría retratarla.
Le aparté un mechón de pelo que cubría parcialmente su cara. Era preciosa, perfección, pureza, de aspecto inocente y angelical. Podría haberme quedado allí mirándola durante siglos. Por unos segundos el mundo se paraba, dejaba de rotar y dar vueltas para contemplar aquella escena. Yo me paraba también. Mi parte física dejaba de tener vida y tan solo mi alma estaba presente. Todo lo demás no existía. No existía todo lo demás…
La magia se rompió cuando el teléfono de la habitación sonó. Era el señor mayor de recepción preguntando si deseaba que me llamaran para el desayuno. En aquel instante abrió los ojos, le sonreí y le dije que ya estaba preparado.
En el fondo tenía ganas de acostarme a su lado y pasar toda la noche abrazándola. Me puse las zapatillas y salimos de la habitación.