Este texto es un fragmento de

El cangrejo enojado

Julio Bernárdez

Sus pies profanan el agua con furia irracional, con ira incontrolada. Las plantas de sus pies golpean la ola que escapa y regresa, a su ritmo, ajena a los pies que descargan en ella dolor, tristeza, abatimiento y cólera. Sus pies se clavan en la arena, hacen perder su equilibrio y tiene que hacer malabares con brazos y cuerpo para no dar de bruces en el suelo. Son pies desnudos, helados por el frío de las aguas saladas, por el frío del lugar, por el amanecer que no llega y se desea, se busca. No solo el amanecer de cada día, de ese día, desea su propio amanecer. Necesita la luz que pueble y despeje tinieblas y dudas. Que rompa la negrura del firmamento, se torne azul y vuelva azul su mente. Tarea ardua. Pies que dan patadas a la ola furtiva, con rabia, con furor, con violencia, con desesperanza. No es la primera vez que oficia, como exorcismo, patalear el agua del mar al amanecer, cuando la playa está desierta incluso en verano. Su playa. El lugar perfecto para la explosión, para una catarsis, para sanar. Ha sido, de siempre, desde hace una vida entera, el lugar ideal para que ella dé rienda suelta a sus gritos, a sus congojas, a su hastío. Tenía siete años aquella primera vez. Ahora tiene setenta y cinco. Las patadas de irritación son parecidas, por no escribir idénticas, aunque hayan transcurrido todos esos días con sus horas y el pie haya cambiado; más grande, más durezas, más callos. Todo en ella es más grande y más viejo. El encono, parejo. Ayer, mil novecientos cincuenta y tres, fue una bronca áspera e injusta de su padre. Hoy, en esta madrugada de febrero, es la gran bofetada, el tortazo definitivo. No propinado por su padre. Lo ha recibido de la persona más insospechada, más amada. Aquella bofetada primigenia, que le abrió las puertas del mar como camino de salvación, se disolvió con el dolor físico. Sirve para ponerle fecha a la primera vez de gritos en el mar.
La hostia última le pone la cara tensa, que no roja. Le hace gritar como poseída por el diablo. Le ha conducido hasta el mar para aporrear, hasta el dolor sus pies sobre las olas sobre la arena mojada. Pero esta vez no se disuelve con el dolor físico. Ojalá fuera así de fácil. Soporta un dolor que le encorva, como si anduviera doblada. Las olas del mar, el inconfundible ruido del mar, embravecido al alcanzar la orilla no detienen su enfado, su enojo, su furia.




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