Aún hoy, recordar la imagen de lo que en el tiempo de mi juventud fue Tarssis me produce una enorme nostalgia. Vosotros no habéis contemplado jamás nada así y, probablemente, ninguna de vuestras ciudades se parecerá nunca a ella. Y las que he visto en mis visiones, esas moles grises, iluminadas y extrañas, tampoco me parecen mejores que mi añorada ciudad.
Tarssis era una ciudad blanca, construida sobre un islote cerca de la costa del Estrecho de la Vigía, llamado así porque un fortín protegía el tráfico de barcos que navegaban entre el Océano y el Verde, camino de las lejanas tierras de donde se extraía el metal que, mezclado con el cobre y otras sustancias, producía el oreikalko, el secreto mejor guardado de nuestros herreros y forjadores de armas. Con el oreikalko se fabricaban las armas y armaduras que hacían invencibles a nuestros ejércitos y cuya imponente visión ya causaba temor y admiración, además de un poco de disimulada envidia, a todos aquellos que las contemplaban.
La urbe, como tal, estaba compuesta por tres zonas separadas y delimitadas por tres murallas, cada una pintada de un color diferente. La primera, la que daba entrada a Tarssis, tenía el color rojizo del oreikalko, del que os acabo de hablar; la segunda estaba pintada de un color plateado y los bloques que culminaban el muro en su fila superior eran de este metal. Por último, la tercera muralla vestía deslumbrante y hermosa, de un brillante color dorado, y el último bloque superior, estaba compuesto por piezas de oro.
Esta división no era caprichosa, ya que servía para separar a la ciudad en distintos tipos de población, que iban desde las gentes humildes y pobres, agricultores, ganaderos y artesanos del primer núcleo, hasta la élite política y religiosa de la acrópolis, pasando por los cuarteles y residencias militares del núcleo intermedio. Esta separación no solo resultaba útil por el aspecto invulnerable que ofrecía una ciudad triplemente amurallada, sino también como forma de dividir a la ciudad en sus distintos estamentos sociales, tal y como se hacía, de un modo u otro, en todas las demás ciudades del mundo.
La superioridad militar y las fortificaciones permitieron a la ciudad persistir durante mucho tiempo y alcanzar el dominio sobre muchos pueblos y tierras. En la época en la que mi historia tuvo lugar, Tarssis era el poder más importante, tanto en las tierras del interior como en las costas del Verde, e incluso en las islas conocidas del Océano. Los largos navíos cabalgaban las olas, controlando el comercio marítimo y destruyendo las frágiles embarcaciones de los piratas que osaban desafiar ese dominio. La gloria de nuestro país había durado ya mucho tiempo, y no parecía que eso fuera a cambiar pronto.
Había, como hubo siempre, pretendientes a derrocar ese poder. Aunque los rivales de Tarssis sólo podían ganar cierta ventaja mediante la estrategia o el engaño, y siempre les valía de poco, porque acababan destruidos por las imparables tropas de guerreros cornudos de la ciudad, comandados con mano firme por el genial general Turdeto. Su experiencia, y las imbatibles armas y armaduras de sus hombres, permitían contar todas las batallas y guerras en las que Tarssis se anotaba como victorias. Por lo que, con el tiempo, la mayor parte de las ciudades y pueblos conocidos habían evitado enfrentarse directamente a nuestra ciudad.