Este texto es un fragmento de

El enigma del origen de Cervantes

Ismael Ahamdanech Zarco

  • 1
    Algún lugar de Castilla. Comienzos del siglo xvi

  • Cervantes dejó la pluma en el tintero y releyó las últimas frases que había escrito: «¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez-Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío».
    Se levantó y caminó hacia el muro de la cámara en el que estaba apoyada la badila. Tenía frío. Se acercó al brasero, que quedaba a una vara de la mesa en la que estaba escribiendo, y removió las brasas con la mano derecha, mientras con la izquierda, necrosada e inútil, trataba de cubrirse mejor extendiendo el tosco sayal que llevaba sobre los hombros.
    No sirvió de mucho. Ni lo uno ni lo otro. Eran ya varios días los que llevaba con un catarro que no terminaba de curarse, ni con vahos ni con ningún otro ungüento. Le hacía mal dormir por la tos y pasar el día destemplado y de mal humor. Miró en derredor: el cuartucho desangelado, la losa con guijas del suelo, el jergón de paja contra la pared de adobe, el ventanuco minúsculo desde el que podía ver la nieve cayendo monótona y sin descanso. Se sentó en el camastro, la espalda contra la pared mal encalada y el cuerpo en­cogido para guardar el calor. Cerró los ojos y se dejó llevar hasta el lugar donde empezó todo.
    Vélez. Llegó a decirlo en voz baja. Solo con notar su nombre en la punta de los labios sintió que una suave marea de calor le recorría el cuerpo. A pesar de todo solo habían quedado los buenos recuerdos. ¿Cuánto había sido? Un descabalgue de 141.000 maravedíes, más o menos, que después de la ayuda de unos pocos amigos y familiares se quedaron en unos 80.000. Suficiente para que el juez de la Audiencia de Grados de Sevilla lo mandara seis meses a la cárcel, aunque él no hubiese tenido ninguna culpa porque nunca llegó a recibir el dinero.
    Eso daba igual. La Justicia de Felipe II no reparaba demasiado en menudencias. Había demasiadas guerras que financiar y si no aparecía el dinero alguien tenía que pagarlo. Y, bien mirado, tampoco había sido para tanto. Es cierto que en la cárcel «toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido tiene su habitación», pero la de Sevilla no era de las peores. Aquellos meses de finales de 1597 y comienzos del 98 el clima fue bastante suave y en la cárcel se reencontró con algunos viejos conocidos. Además, tuvo tiempo libre para poner en orden la idea que le rondaba la cabeza desde hacía unos meses: escribir sobre las andanzas de un hidalgo trastornado por la lectura de novelas de caballerías.
    Volvió a sentir frío y volvió a colocarse el sayal; esta vez con la mano derecha, con éxito. Un sopor le fue invadiendo y se tumbó del todo.
    Vélez. La brisa del mar que, por las noches, lo inundaba todo, sardinas a la brasa y vino dulce, la cercanía con Álora, la casa de don Diego Vélez de Mendoza, en el centro del pueblo. Y su servicio. ¿Fue allí donde pensó por primera vez en Alonso Quijano? Tal vez. En aquella casa. El balcón con los geranios en flor y el sonido de la guitarra en un colmado dos calles más arriba: los dos gitanillos tocando y Marcela, la sirvienta, contoneando las caderas de un modo delicioso. Marcela mirándolo de aquella forma con sus ojos negros como el tizón, Marcela acercándose a él en la mañana, al servirle la comida, al cruzarse por los pasillos angostos de la casa, al pedirle que le contase historias de su cautiverio en Argel.
    Fue la segunda noche. Un tal Crisóstomo, vecino de uno de los pueblos de los alrededores, le insistía que bailase con ella. Era un buen mozo: alto y gallardo, sus ropas reflejaban su buena condición. Una vez y otra, y ella que no y que no. Y después, en la fonda, las voces con la señora: «¿Pero tú sabes quién es, niña?»; «Que no me gusta»; «¿Qué más dará que te guste? Si se lo digo a tu padre verás si ha de gustarte y si te casas con él o no»; «No me importa lo que diga mi padre, señora Mendoza, yo nací libre». Una mujer valiente, una causa perdida, un caballero que desficiera entuertos y compensara agravios. Ojalá. Tierra apretada y sin héroes, sardónica. Todo era pura ironía. Como la sociedad misma, como la humanidad entera: no era como el mundo de los antiguos, en este no había cabida para elevados pensamientos, ni para altos ideales, ni para novelas de caballerías. Los gritos en la planta de abajo cesaron. Sonó un portazo, unos pasos quedos subiendo las escaleras, la puerta de su cuarto abriéndose despacio. Y Cervantes dejó de tener frío y el sopor fue creciendo y los ojos se le fueron cerrando hasta que cayó dormido.





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