Este texto es un fragmento de

El mago blanco y la carta ambiciosa

Paloma Domínguez Quejigo

«Mi horizonte se encoge hasta hacerse un caracol, 
entonces el mundo es oscuridad, pero también 
encuentro y cercanía íntima. ¿Lo ve? Ya no hay 
distancia entre el mundo y el ser, ambos son uno».

Philibert Raynaud 


El guía explicaba un cuadro cubista y hablaba de la visión fragmentada de la realidad. Liang Shui le escuchaba como un murmullo tedioso que amenazaba con adormilarla y que, para no sucumbir a la tentación de cerrar los ojos y desplomarse en el banco minimalista e incómodo, situado en el centro de la sala, se distraía mirando los zapatos tan bonitos de la muchacha morena que intercambiaba miradas de complicidad con el que debía de ser su novio o su marido.
La joven, que casi siempre que Wang Xing viajaba a París le acompañaba, no había oído hablar del cubismo hasta ese día, pero la ocasión de aprender sobre ese movimiento pictórico no le pareció que todavía le hubiera llegado, así es que esperaba con impaciencia el momento en que terminara la visita al Louvre.
–¿Qué te ha parecido la exposición?, preguntó el señor Wang cuando, felizmente para la jovencita, habían salido del museo.
–Un poco aburrida. Y que rompan así la realidad no me gusta.
La cara redonda, de piel tersa e impecable, albergando unos oblicuos y vivaces ojos negros, limpios, recién estrenados, le hacía estremecerse al respetado Xiansheng Wang.
–Ja, ja. ¿Así es que te ha parecido que estaba todo roto?
–Bueno, todo no. Al principio, los cuadros eran bonitos, sobre todo los del hombre francés que se fue a vivir con una mujer que se llamaba Hortense y tuvo un hijo.
–Veo que has estado distraída. Es una pena, hubiera deseado que aprovecharas la visita. Ese pintor al que te refieres fue Paul Cézanne. Uno de los más importantes pintores impresionistas y, según los expertos, el que inspiró a otro pintor muy famoso llamado Picasso para crear el cubismo, ese estilo que a ti, por lo que dices, no te ha gustado. Cuidado, vamos a tomar un taxi por aquí. Agárrate a mi brazo, anda.
El taxista los dejó en la puerta del hotel, junto a la plaza de Italia. Recogieron la llave en la recepción y con paso ceremonioso, como era habitual en el hombre y por tanto en la joven Liang Shui cuando le acompañaba, entraron en el ascensor y subieron hasta la decimotercera planta. El señor Wang se dejó descalzar por la joven mientras, sentado en el borde de la cama, realizaba algunas llamadas de negocios y una última a su hermana Nian.
–¿Puedes traerme una toalla mojada para ponérmela sobre la frente y los ojos? Creo que va a empezar a molestarme esa jaqueca abominable que aparece de cuando en cuando.
La joven Liang Shui le ayudó a tumbarse en el centro de la cama, le desabrochó el pantalón y tiró de él hasta quitárselo para que descansara más cómodo. Con una caricia en la mejilla con que el hombre la obsequió, se fue al baño y puso bajo el grifo una toalla de bidé. Se la aplicó con mimo, aunque nunca estaba convencida de que ese método fuera aconsejable para paliar la jaqueca; sin embargo Wang Xing le aseguraba que era un sistema infalible.
El hombre tenía los ojos cerrados. A pesar de la edad se mantenía razonablemente bien. Sus casi setenta años no le impedían llevar una vida intensa. Seguía al frente de la empresa de importación y exportación que había conseguido reflotar hacía más de cuarenta años en la ciudad escocesa de Inverness. Aunque su padre era de origen chino, se había casado con la hija de un diplomático escocés cuya familia, a su vez, se dedicaba al transporte marítimo de mercancías, siendo poseedora de una gran empresa situada muy cerca del puerto de Glasgow. Con el tiempo, el pequeño imperio familiar se desmembró al repartírsela los hijos y el padre de Wang Xing prácticamente perdió la herencia con una serie de pésimos negocios. Su hijo conseguiría erigir nuevamente ese tradicional medio de vida familiar y en la actualidad, era dueño de una próspera empresa que transportaba todo tipo de mercancías no sólo por mar, sino también por vía terrestre, disponiendo de varios cargueros y una considerable flota de vehículos destinados a este fin. Los últimos dos años los había pasado prácticamente en París, abriendo una nueva filial en Europa, aunque sus miras estaban en poder hacerlo en China algún día.

Liang Shui le miraba mientras dormía plácidamente, aunque sabía que no estaba bien, que el señor Wang se enfadaría mucho si la descubriera haciéndolo. Sin embargo, a ella le gustaba. Apenas sabía de la vida de este hombre al que acompañaba desde hacía casi dos años habitualmente. Al principio sólo para asistir a eventos o para salir a cenar, ir a un cine o simplemente para acompañarle durante la noche, pero poco a poco su compañía se hizo imprescindible para el hombre y se había instalado en su domicilio escocés de manera permanente. Exceptuando su vida laboral, desconocía cómo había sido hasta entonces en los demás aspectos. Nunca hablaba de su vida personal, decía que era un tesoro que guardaba para sí mismo y que tampoco debía de mirarse a una persona mientras duerme, porque es una manera deshonrosa de hurgar en su vida.

La joven decidió aprovechar el descanso de Xing para ducharse y arreglarse su bonita melena. Estuvo en el baño más de tres cuartos de hora. Al cabo de ese tiempo pensó cambiarle la toalla al hombre. La rigidez de su cara y la ausencia de signos de respiración la alarmaron. Efectivamente, el señor Wang había fallecido mientras dormía. El diagnóstico fue derrame cerebral.

La familia Wang se hizo cargo de los gastos de hotel, traslado y entierro de su pariente Xing en una localidad de la provincia de Guangdong, donde estaban sus orígenes, pero la muchacha que había compartido los últimos años de vida del hombre se quedó totalmente desprovista de recursos para vivir. Su «protector» no se había ocupado de velar por el futuro de la joven. En una reducida maleta cabían todas las pertenencias de Liang Shui. La capital francesa era demasiado cara para el pequeño capital de que disponía y que guardaba celosamente repartido entre la maleta y el bolsillo interno de su anorak. Por suerte no llovía. Entró en un local de comida rápida americana y decidió gastar el mínimo posible para saciar el hambre que devoraba las paredes de su estómago. Todavía no sabía cómo iba a encauzar su futuro, por lo que hasta que encontrara una manera de subsistir debía ser muy cuidadosa con los ahorros. Buscaría un hostal barato y si en unos días no encontraba trabajo, se iría a otra ciudad más asequible.

Volver a su casa, una aldea en la provincia de Fujian, ni le era posible ni lo deseaba. La familia Liang vivía del campo, ningún pariente suyo había atravesado las cadenas montañosas que aíslan ese lugar remoto del resto del mundo, pero ella, con sólo dieciséis años, se había escapado de casa, no dispuesta a vivir en una aldea el resto de su vida ni a casarse con Li Yuga, el chico que sus padres habían decidido que la convenía aunque a la joven no le gustara.

Conocer al señor Wang había sido providencial. Apareció en su vida cuando estaba a punto de ser devorada por la miseria y de caer en manos de una desalmada prostituta que la habría explotado sexualmente. Madame Marchant vivía en un piso cercano a Saint-Denis, bastante ruinoso y frío por las humedades que penetraban a través de la desgastada fachada. Tenía cinco habitaciones –lo que significaba que tiempo atrás posiblemente fuera una casa de cierta importancia– que alquilaba a prostitutas de oficio o a jovencitas que se habían visto abocadas a prostituirse por diferentes motivos. Estas mujeres debían pagarle no sólo la renta de la habitación, también tenían que darle una cantidad que acordaba con cada una de ellas por los servicios que prestaran a sus clientes. Por alguna razón que nunca le preguntó Liang Shui al señor Wang, a este hombre suficientemente rico como para poder acceder a prostíbulos lujosos, que además era culto y refinado, le gustaba frecuentar esa casa. La dueña le dispensaba un trato exquisito dentro de sus modos inevitablemente ordinarios y burdos.

Fue un atardecer de primeros de marzo. Todavía hacía bastante frío y la humedad del Sena, a pesar de que habían transcurrido dos días sin llover, se dejaba sentir en el cuerpo. Liang Shui hacía cinco días que había llegado a París después de un interminable viaje desde su tierra. Estaba hambrienta y exhausta. Por mediación de una mujer checa con la que había coincidido en el autobús que las había traído desde Praga, acabó en la casa de Madame Marchant. La mujer checa regresaba al trabajo después de unos días de vacaciones en su país. Debía de llevar tiempo en Francia, pues hablaba con soltura el idioma o eso le pareció a ella.
–¿Quién es esa pipiola?, preguntó con un tono de exagerada curiosidad mientras se acercaba y le tocaba la cara con una satisfacción innegable.
–Venía en el autobús desde Praga. Seguro que te interesa.
–¿Cómo te llamas jovencita? Seguía tocándole la cara, luego las manos y a punto estaba de palparle el resto del cuerpo cuando la voz de un hombre interrumpió su examen.
–¡Ma Puce!
–¡Querido señor Wang!, respondió la madama retirándose con ciertas reservas de la cría china de esplendorosa piel. Qué alegría verle de nuevo por aquí. ¿Quiere una copa o algo más?
El hombre no respondió. Había escuchado la conversación entre las mujeres. Se aproximó a la muchacha que indudablemente era china y le preguntó cómo se llamaba.
–Liang Shui, contestó sin mirarle, con los ojos clavados en el suelo.
La muchacha no sabía una palabra de francés y apenas conocía una veintena de palabras en inglés, con las que se había defendido para llegar hasta allí. Al escuchar al hombre hablarle en chino sintió ganas de llorar.
El señor Wang mantuvo una conversación con Madame Marchant que después resumiría a la joven: él pagaría su alojamiento en una habitación y la visitaría de cuando en cuando. Eso sí, no debía permitir que entrara hombre alguno en su cuarto. La señora Marchant se había comprometido a respetar el acuerdo y dejar a la chica en paz, así como a proporcionarle ropa limpia y comida.
– ¿Por qué hace eso por mí?
–Porque no quiero que seas una prostituta. Tienes cara de inteligente y seguro que mereces algo mejor. Vendré a verte mañana, antes de volverme a Escocia. Sube al cuarto, la señora Marchant te dará la llave. Mantenla siempre echada. Es importante que lo hagas, pequeña.
El señor Wang volvió a intercambiar algunas palabras con Madame Marchant y a continuación ésta se dirigió a Liang Shui amablemente.
–Vamos, hija, te enseñaré dónde está el baño y te podrás poner ropa limpia. Después baja a comer.
El agua caliente, aunque no muy abundante, le pareció un milagro. No había visto una ducha jamás, así es que al principio se quedó muy decepcionada al ver la bañera vacía, pues esperaba un gran balde donde sumergirse. Giró una rueda oxidada y comprobó que el agua caía desde un grifo adosado a la pared. La sensación era muy agradable. Una lluvia que no empapaba su ropa y calentaba su piel… Humm.
–Baja a comer, jovencita, o te quedarás sin nada, le gritó la señora Marchant.
Liang Shui encontró ropa para cambiarse encima de la cama. Se puso una blusa blanca que le quedaba un poco grande y que claramente había pertenecido a una mujer con bastante más pecho que ella, y una falda de color violeta que llamó mucho su atención porque no le era un color para nada familiar. La ropa interior estaba bastante desgastada, pero limpia. Su abundante melena negra, a pesar de haberla secado todo lo posible con la toalla, seguía muy mojada y enseguida empapó el cuello de la blusa.
El cacareo de las mujeres se oía desde cualquier parte de la casa, así es que le resultó fácil encontrar el comedor. Seis y con ella siete formaban la «familia» que Madame Marchant encabezaba.
La joven china no podía participar en las conversaciones que mantenían entre ellas. Tan pronto hablaban dos entre sí como intervenía una tercera que había dejado a otra con la palabra en la boca. No entendía nada de francés, así que se limitó a comer la verdura cocida y unos trozos de carne en salsa que le parecieron riquísimos.
–Veo que te ha gustado la comida, le decía la señora Marchant mientras rebañaba la fuente y le servía otros tres trocitos más con algo de salsa. Eso está bien, que tengas apetito, a ver si rellenas la blusa –carcajadas y expresiones acompañadas de gestos obscenos corearon el comentario de la mujer.
Liang Shui no supo lo que había dicho, pero agradeció la nueva ración que le había servido en su plato. Descubrió que el pan también estaba buenísimo y se aplicó a untarlo en la salsa.



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