El ocaso de los hombres
Clara Bahillo
3 de junio de 2019
Me despierto otro día más sin ganas de comenzar pero con muchas de que todo acabe de una maldita vez. Llevo meses sin descansar, haciendo las cosas por mera rutina. Y desde hace unos días, sencillamente no tengo ganas de vivir siquiera. Es como si hubiera llegado mi fin y simplemente espero a consumirme poco a poco hasta terminar por apagarme por completo.
Siempre me he considerado una persona estable psicológica y emocionalmente, pero ahora apenas han pasado unos días desde que ella me dejó y siento que me estoy desquiciando. Dicen que el tiempo todo lo cura y que nadie muere por amor. Pero yo puedo decir que ahora mismo me siento muerto en vida.
Y si perder al amor de mi vida fuese poco, en poco más de una semana tendré que despedirme del trabajo. Por lo menos la decisión de dejar mi empleo es algo que, aunque doloroso en cierto modo, también es una oportunidad de comenzar completamente de cero con todo, aunque no sé ahora muy bien hacia dónde orientar mi futura vida laboral.
Parece que es bastante temprano aún. Así es, el reloj de la pared marca las 6:41 no tengo demasiadas ganas de escribir un currículum, ni visitar portales de empleo, de tal modo que me quedo tumbado en el sofá mirando al techo, sin muchas ganas de levantarme. Duermo en el sofá porque me siento incapaz de hacerlo en la habitación solo. Veo la cama y me resulta imposible tumbarme en ella cuando me vienen a la mente infinidad de buenos momentos que vivimos y pasamos allí. Y no me refiero únicamente al sexo.
Unos minutos después, me pongo en pie, pero no por iniciativa propia. Totó, el shar pei de cinco meses de mi hermana Claudia se ha abalanzado sobre mí para darme los buenos días. Su manera de decir que, al despertarse, el sol ha salido, no es otra que saltar sobre mí, pisoteándome y lamiéndome completamente. Intento quitarme al animal de encima como puedo. Es excesivamente enérgico para su raza. Yo tuve un ovejero alemán, Henkel, que era todo lo contrario. Cuando se despertaba era igual de animoso, pero el resto del día se mostraba muy tranquilo. Por eso, la mañana que no le sentí entrar en el dormitorio, sabía que algo no iba bien. Le encontré a los pies de mi cama hecho un ovillo. Debió venir en algún momento de la noche y se quedó ahí, sin que ni ella ni yo advirtiésemos su presencia. A veces pienso que vino a la habitación para no sentirse solo porque sabía que llegaba su final. Cuánto le echo de menos.
Le lleno el recipiente de pienso y cambio el del agua. Cojo una sudadera que asoma entre una montaña de ropa que creo que está limpia pero sin planchar. La huelo por si acaso, aunque la verdad es que me resulta un poco indiferente si está sucia o no ya que a estas horas no habrá nadie paseando por el vecindario. Engancho la correa al collar antes de abrir la puerta de la parcela, no sin antes llamar al perro varias veces porque no para de correr por el jardín delantero. Salir de mi fortaleza para pasear a Totó es todo un suplicio y más a esas horas. Pero hoy es el último día, pues esta tarde mi hermana viene a por él después de su luna de miel en Italia. Espero que venga sola porque no me apetece ver nada a su recién estrenado marido.
Tras el paseo de rigor volvemos a casa. Debería darme una ducha. No lo hago desde hace días, pero cuando Claudia venga a por su perro quiero aparentar normalidad. Ni se imagina por lo que estoy pasando y verme sin afeitar y apestando puede alertarla de que algo no va bien.
Ya en la ducha, apoyo las manos contra la pared y dejo que el agua caliente caiga sobre mí. Dejo que corra hasta que comienza a salir fría. Cojo una toalla y salgo, viendo mi reflejo borroso en el espejo. Paso la toalla para desempañarlo y me quedo inmóvil mirándome allí de pie con el torso desnudo y el pelo mojado durante varios minutos. Me paso la maquinilla eléctrica por la cara y me pongo una camiseta y un pantalón corto de algodón. Esta vez cojo la ropa del cajón, aunque lo hago rápidamente para salir cuanto antes del dormitorio. Tengo que habituarme a una vida nueva y cuanto antes salga de esa espiral de dolor y dejadez, mejor.
Bajo a la cocina para prepararme el desayuno y veo que la nevera está prácticamente vacía. Necesito salir a comprar. Cojo un tazón de cereales y lo lleno hasta la mitad de Cheerios, mis favoritos desde niño, y añado la poca leche que quedaba en la botella.
«Pepa, espero que hayas desayunado en casa porque hoy no te puedo invitar». Resulta que cada mañana antes de empezar con mi rutina diaria, escucho el programa radiofónico de Pepa Bueno. En realidad cada mañana no; si estaba con ella, evitaba empezar el día con las noticias para dedicarle ese ratito. Pero eso ya no importa.
Me siento con mi desayuno junto a la ventana mientras hablan de la tensa situación que se está viviendo en Vakozhia desde su declaración unilateral de independencia. Desafortunadamente, desde las guerras yugoslavas parece que la zona no acaba de estabilizarse completamente.
4 de junio de 2019
Como agradecimiento por cuidar de Totó, Claudia y Miguel me han invitado a cenar. Para ser sinceros, creo que es cosa de mi hermana solamente. Siempre nos hemos llevado fabulosamente pero cuando Miguel apareció en su vida hace ya catorce años, nuestra relación empezó a cambiar. Unos par de años después ella se volvió poca cosa para él y decidió dejarla por otra chica que casualmente a mí me llamaba la atención, aunque no había tenido la oportunidad de tratarla demasiado. Eso era lo de menos en aquel momento, pero lo que le hizo a Claudia fue imperdonable. En aquella época, volvimos a unirnos bastante.
Con el paso del tiempo, superó la ruptura y ambos siguieron con su vida por separado. Hasta que hace unos años él volvió a buscarla y mi hermana volvió a caer en sus redes. Nunca me gustó Miguel y el tiempo y la vida me han demostrado que no es buen tipo. Traté de hacérselo ver a Claudia, pero su amor y fe ciega en él lo impidieron. Eso hizo que nos distanciásemos de nuevo bastante. No hemos llegado a perder el contacto plenamente, tal vez por el hecho de perder a nuestros padres hace cinco años ya, pero en ocasiones daba la sensación de que, si no aceptaba a Miguel, ella no podía acercarse más a mí. Y, bueno, por mi parte también puse algo de espacio por mi situación. Por eso, también, me sorprendió que me pidiera precisamente a mí hacerme cargo de Totó. Imagino que lo hizo porque sabe cuánto me gustan los animales, especialmente los perros; y que Henkel se marchó poco después de empezar el año, e inevitablemente le echo en falta por lo unidos que estábamos.
La verdad es que no tengo demasiadas ganas de cenar con nadie y menos con mi apreciado cuñado y he tratado de poner varias excusas, incluyendo que no puedo permitirme ese tiempo con la que se me viene encima, pero Claudia insiste demasiado. Al final hemos quedado para comer ella y yo solos.
Durante la comida no para de hablar sobre lo fantástico y maravilloso que ha sido el viaje. Cada palabra de felicidad me sienta como una bofetada. Quiero decirle que pare, que en estos momentos no puedo ni quiero que nadie comparta eso conmigo, que yo solo siento una tristeza terriblemente profunda porque mi gran amor me ha abandonado. Porque sí, así es como me siento: abandonado. Pero no puedo contarle nada de eso, no por el momento. Por eso, intento cambiar de tema de la forma más sutil posible comentando lo voluble que la península de los Balcanes con el asunto de Vakozhia.
Al parecer, la cosa es más seria de lo que parece. La independencia de Vakozhia está siendo motivo de controversia porque Serbia está acusando a muchos de los países que la han reconocido, haberlo hecho meramente con fines geoestratégicos en lo que a control militar y económico se refiere, como es el caso de Estados Unidos, a quien señala directamente. Apoyando a Serbia para mantener Vakozhia bajo su soberanía está Rusia como gran potencia. Esperemos que todo se solucione cuanto antes y de la mejor manera posible, que esa gente lleva sufriendo treinta años ya y además, ya sabemos lo que pasa cuando los Estados Unidos y Rusia quieren sacar tajada de conflictos así.
6 de junio de 2019
Joder, olvidé salir a comprar de nuevo. En la nevera solo tengo un refresco de cola sin azúcar, medio limón bastante seco y algo que algún día fueron canónigos y rúcula.
El refresco era de ella. Cuando empezamos a quedar me comentó que solía ir a tomar el vermú con sus amigas de la infancia cuando coincidían todas. Desde entonces, los días que dormía en mi casa y que ambos no trabajábamos, me gustaba prepararle su favorito: vermú rojo con cola, con un único hielo y dos rodajas de limón. Aquello se convirtió en nuestra rutina de fin de semana. Incluso los días de trabajo, cuando habían resultado duros, siempre tenía esperando su bebida antes de comer, con esas aceitunas negras que tanto la gustaban.
Desde que decidió terminar con nuestra relación, muchas de sus cosas siguen tal y como ella las dejó. Sin embargo, su vermú y sus colas he ido bebiéndolas yo. Es una forma muy particular que tengo de sentirla conmigo. Una de tantas.
Me subo a mi Peugeot 308 para ir al supermercado. Antes vivía en una zona apartada en la que necesitaba el coche para todo. Ahora sin embargo tengo todo bastante cerca y puedo desplazarme a pie perfectamente, pero he pensado que podría darme un paseo antes por ahí, sin rumbo en la carretera, como hacíamos a veces antes juntos. No lo hago como recuerdo a ella, es solo que hace un par de semanas compré una furgoneta y el coche forma parte del pago. Hasta que llegue el nuevo vehículo, no tengo que entregar el mío. No será un viaje muy largo de despedida, pero servirá igualmente.
En esta ocasión ni siquiera pongo un dedo en el mapa para ver dónde me lleva el azar. Sin más, sigo la carretera, donde me vaya llevando.
Pongo la radio para estar un poco entretenido en el trayecto. Vuelven a hablar de Vakozhia. Por lo visto un grupo armado ha irrumpido en una antigua base militar aún bajo el dominio serbio para tratar de tomarlo. Por el momento, se desconoce de quién se trata y con qué apoyos cuenta.
Irremediablemente pienso en las más que probables movilizaciones militares que se van a llevar a cabo de forma vertiginosa por parte de ambos bandos. Mi parte más castrense va más allá aún, por ciertas formaciones que recibí cuando estuve instruyéndome como militar en Zaragoza. Más que duros, esos meses yo viví toda una aventura.
Indistintamente de cuál sea el próximo movimiento que vaya a darse por lo acontecido en Vakozhia, mejor no divagar ni suponer posibles acontecimientos, al menos por el momento. Basta de noticias y mejor poner algo de música. Tengo varias listas que serían perfectas para este momento y, sin embargo, me detengo al llegar a una en concreto. El primero de muchos se llama. Mi corazón creo que se ha llegado a parar por un instante también.
A finales de 2016 fuimos a pasar el día. Ella no estaba pasando por un buen momento y yo me ofrecí a regalarle un día de desconexión. Por aquel entonces, hacía sólo un par de meses que habíamos empezado a forjar una amistad. Desde el primer momento encajamos baste bien y para ambos fue incluso una sorpresa. Sin saber muy bien cómo, se convirtió en una persona imprescindible y vital para mí y, siendo consciente de que podía hacer algo por ella, por pequeño que fuera, no dudé.
Nos fuimos a pasar el día a la montaña. Aunque era diciembre y faltaban apenas unos días para Navidad, el tiempo nos respetó, luciendo un sol cuyos rayos se agradecían y la temperatura era más bien primaveral. Dichoso cambio climático.
Pasamos el día en un pequeño pueblo de la Montaña Palentina cerca de La Pernía, Galaza muy poco conocido por lo engorroso que resulta llegar pero de gran belleza. Situado en una suave ladera, queda rodeado de robles y tejos, dejando un pequeño desfiladero libre desde el que se ve la magnífica crestería cantábrica Peña Labra. Para ser tan pequeño, además de por su singular ubicación, llama la atención su fortificación. Según cuentan, todo aquello comenzó con la conquista romana con la construcción de castros de montaña, que fueron adaptándose a los tiempos, perdurando así hasta la Edad Media, época la que nunca se le reconoció el derecho de almenaje medieval, lo cual no impidió a sus habitantes erigir pequeñas murallas que se conservan en actualidad. Por el propio pueblo discurre en primavera una pequeña cascada causada por la nieve acumulada durante el invierno que dota de una belleza hechizante a un pueblo cuyas construcciones siguen un modelo tradicional muy particular de piedra y madera. Allí comimos en un pequeño restaurante en el que solo sirven platos típicos palentinos. Por humilde que pueda parecer, la comida palentina es una delicia.
Durante el café de sobremesa, le dije que si el pueblo ya era un pequeño tesoro que muy pocos conocían, aún quedaba el plato fuerte: cerca quedaba un paraje muy escondido y desconocido para muchos. Por supuesto, me preguntó cómo sabía de su existencia y si podíamos ir. Traté de hacerme el difícil pero finalmente accedí.
Al principio nos costó un poco encontrar el camino entre la arboleda, incluso estuve a punto de abandonar nuestra improvisada marcha por miedo a extraviarnos si nos adentrábamos demasiado y no podíamos regresar fácilmente. Después llegamos hasta un cruce donde, tras caminar un buen rato, otro sendero nos llevó hasta un claro. Al llegar, ambos nos conmovimos. Había un lago completamente en calma. No se escuchaba el murmullo del agua ni el trinar de ningún ave. Reinaba el silencio más absoluto. Tanta quietud entre aquellos tejos resultaba algo hermoso y digno de admirar. Junto al lago había unas pequeñas rocas en las que nos sentamos uno al lado del otro para contemplar y disfrutar de todo aquello. En un momento dado, se apoyó en mí y cogió una de mis manos. Con la otra, yo acariciaba su brazo mientras la rodeaba. Recuerdo que nos quedamos así durante un par de horas, sin cruzar una palabra, sin importarnos el frío que ya empezaba a notarse. Aquella fue la vez que más paz he sentido en la vida y, aunque resulte raro de entender, el más increíble. Es algo que aún hoy me cuesta describir al rememorar esa tarde.
Como no queríamos que se hiciese tarde para poder volver fácilmente hasta el pueblo, nos levantamos y nos fuimos en silencio, para no romperlo y alargarlo todo lo posible. Llegados de nuevo a Galaza, el mutismo se acabó pero no fue algo forzado o necesario. Surgió y nuestros sonidos no ensombrecieron ni estropearon lo que acabábamos de sentir. En el coche ya, pusimos algo de música para hacer el camino de vuelta y fue bastante animoso. Alternábamos cada uno con sus preferencias y estilos tan diferentes. Ya en la puerta de su casa, nos despedimos sin bajarnos del coche. Me sonrió y me dio un beso en la mejilla.
-Gracias por un día maravilloso. Sencillo pero muy bonito -me dijo.
-Gracias a ti por haberlo hecho posible -pensé. Sólo le respondí con una sonrisa.
Me quedé esperando hasta que entró en el portal. Justo en el momento que iba a ponerme en marcha, sonó mi móvil. Era un mensaje. Era ella.
«¿Maravilloso? Ha sido un día mágico».
En ese preciso instante me di cuenta que estaba completamente enamorado. Me asombró aquello porque no había reconocido las señales. Ni siquiera había sido capaz de ver que me gustaba hasta ese momento. No lo sé, tal vez me sintiera algo atraído por ella, pero no hasta ese punto.
Tumbado en la cama no podía dejar de pensar en ese día, en esa tarde en el lago, en ella, en… Suena el móvil de nuevo. Vuelve a ser ella. Me envía un sencillo buenas noches acompañado de un enlace. Era una lista de música, con todas las canciones que habíamos puesto en el viaje de vuelta. Y la lista se llamaba El primero de muchos.