La llave
Allí estaba Martin Topowski, de nuevo rodeado por villanos, concretamente seis, si dejamos a un lado a Turbo, el caniche feo e irritante de Mr. Tévez.
Cinco de los malos malísimos tenían acorralado al bueno de Topowski y le hacían retroceder lentamente, paso a paso, hacia uno de los muros que delimitaban la zona de las calderas en la fábrica de fundición.
En sus manos portaban todo tipo de utensilios afilados, puntiagudos y dignos de reseña en cualquier colección de armas japonesas, o bien para lucir expuestos y debidamente colgados en el estante de alguna carnicería Toledana.
Topowski, el héroe por antonomasia, el adalid imperturbable, el adonis primoroso, se encontraba indefenso y desprotegido. Sus manos estaban desnudas, al igual que su torso, esto último pura estrategia marketiniana para captar al público adolescente femenino.
— ¡Cómo ha cambiado el panorama de un año para otro! —murmuraron algunos de los internos.
Sin embargo, y a pesar de la situación tan crítica y desfavorable para sus siempre nobles y justos intereses, Topowski lucía aquella sonrisa de media luna cuyos extremos, daban a parar en aquellos hoyuelos tan bien operados, retocados y vueltos a operar, que le habían proporcionado tantos premios y papeles protagonistas. A una distancia prudencial, Mr. Tévez, el malvado más odiado, el vil más ruin, el bellaco más feo que pudieras imaginar, contemplaba la escena relamiéndose los labios. Tenía entre sus brazos al caniche feo e irritante, una especie de perro bonsái de medidas ridículas: totalmente estirado y cogiendo como referencias el hocico y el rabo, no llegaría al palmo de longitud.
Mr. Tévez tenía los ojos encendidos, le brillaban, notaba como el nerviosismo se estaba apoderando de él poco a poco, pero no le importaba excesivamente la espera, estaba disfrutando del momento, por fin su sueño se iba a ver cumplido, en pocos segundos iba a presenciar como su archienemigo sería por fin destruido, machacado, cortado en trocitos. Hasta tenía pensado que hacer con sus huesos, menudo festín se iba a dar Turbo esa misma noche.
Los latidos de su corazón resonaban a la vez que Topowski daba un paso hacia atrás. Cada vez más rápido, pum, otro paso... pum, otro... pum, pum, pum.
De repente Topowski se topó con la pared. No tenía escapatoria, sus enemigos cada vez estaban más cerca. Podía olerlos y ver en sus ojos la sed de sangre. Una gota de sudor le resbalaba por la cara, gotas similares caían a su vez por las sienes y caras de abobados de gran parte de los internos que contemplaban la escena.
Los villanos alzaron sus navajas, cuchillos tácticos, hachas, punzones, etc. Y justo cuando estaban a punto de darle al bueno de Topowski la estocada final, todo se sumió en oscuridad.
Se hizo la nada y, allí, ya no estaba ni Topowski, ni los villanos, ni el caniche enano, ni la perra que lo parió.
Apenas transcurrieron unos segundos, cuando las primeras voces de protesta se empezaron a oír en el pequeño salón de actos.
— ¿Qué ocurre? —dijo una primera voz.
— ¡Qué... carajo! —protestó una segunda.
— ¡Su puta madre! —gritó otra.
Al unísono, y una vez que los allí reunidos tomaron conciencia de la situación que no era otra que el haberse perdido el final de la serie favorita de los lunes por la noche a causa de un inoportuno apagón general, estallaron en un alarido grupal de protestas, improperios, insultos de toda índole y algún que otro graznido digno de penalti claro no pitado en el último minuto yendo cero a cero en la final de un mundial, y, como se diría en términos coloquiales, se armó la marimorena.
Se encendieron las luces de emergencia; varias bombillas ovaladas dispuestas en lo alto de las paredes o lados más largos del rectángulo cuya estructura contenía el salón de actos. Dichas luces proyectaban un halo rojizo que le daba un toque apocalíptico a la escena que se iba vivir en aquellos momentos.
De los gritos e insultos se pasó al caos generalizado. Era lo más parecido a un campo de batalla, pero en vez de armas de fuego y granadas, aquí lo que te silbaba cerca del oído era la alpargata o la botella de agua de los que estaban unas filas más atrás. Todo lo que fuera susceptible de ser arrojado, lo era y, por ende, volaba por los aires dispuesto a frenarse contra ti.
En un primer momento, valorando la opción de ser alcanzado por alguno de los proyectiles, decidí quedarme acurrucado en mi sillón a verlas venir. La protesta se transformó rápidamente en una transgresión al buen comportamiento, y algunos de los internos, incluso ataviados con camisas de fuerza, se las amañaron para bajarse los pantalones y orinar allí donde creían conveniente. Otros, incluso fueron un poco más lejos y defecaron sobre la moqueta, y, a unos metros de mí, dos más competían por ver quien se escupía más fuerte a la cara.
Las personas encargadas de la seguridad que se encontraban en ese momento en el salón no daban a basto. Intentaban poner orden en vano y mientras trataban que dos internos no se peleasen, otros tantos a sus espaldas les agredían a ellos.
Uno de los chicos de seguridad, el más intrépido, decidido e insensato, se subió encima de la mesa donde se ubicaban todos los aparatos electrónicos, mandos y demás artilugios que gobernaban el sistema de la sala. Empezó a vociferar algo que no logré entender debido al bullicio que reinaba en el ambiente y en vez de poner calma o apaciguar los ánimos, que imagino que era lo que esperaba cuando acometió su empresa, consiguió el efecto contrario convirtiéndose en el blanco, y nunca mejor dicho, porque el chico iba de un blanco impoluto, de las iras de todos los presentes; además de servir de improvisada diana de los objetos que orbitaban por la sala.
Aguantó estoicamente un par de zapatillazos y algún que otro trozo de sillón que, arrancado salvajemente, impactó en su cuerpo sin llegar a hacerle perder el equilibrio. Cuantas más embestidas aguantaba, más seguro se le veía. Se estaba creciendo ante la adversidad. El miedo se esfumó de sus ojos dando paso al brillo de la temeridad. Volvió a chillar con fuerza, a pedir calma de nuevo a gritos, parecía que recordase haber estado en conciertos más peligrosos que todo esto, hasta que se confió, ese fue su fatal error.
Nunca subestimes a un loco, no sabes realmente lo que puede ser capaz de hacer y, lo peor, es que él tampoco lo sabe, y menos aún subestimes una sala llena de ellos, y, todavía menos, si están cabreados.
Emocionado entre ademanes varios y envuelto entre sus propias órdenes no se percató de la silla que, volando a través de la sala, fue a parar directamente a su cogote haciéndole perder el equilibrio además de la dignidad. El pobre chico giró cómicamente sobre sí mismo con las piernas cruzadas antes de precipitarse y darse de bruces contra el suelo, teniendo la mala fortuna de caer de morros provocando con ello la risotada general.
A lo lejos y coincidiendo con el momento del impacto de su dentadura contra el suelo, me pareció ver que saltaban de su boca un par de piezas blancas, muy pequeñas vistas desde mi posición y que luego corroboré que efectivamente eran sus dientes, concretamente sus dos incisivos centrales, también llamados, paletos.
El tipo quedó de bruces, había perdido dos dientes, pero mantenía la blancura de su bata intacta quedando ésta remangada a la altura de los riñones y dejando ver el pantalón, tipo vaquero, que vestía, además de un manojo de llaves colgado del cinturón.
El corazón me dio un vuelco cuando vi todas esas llaves a tan solo unos cuantos metros de mí. No podía creer lo que estaba viendo. El apagón que había provocado una revuelta desmedida me brindaba ahora la oportunidad de conseguir la última pieza del minucioso puzle que había ideado durante el último año. Tenía ante mis ojos la pieza clave, la solución a todos mis problemas.
En ese mismo instante y entrando por la puerta principal del salón de actos llegaron los refuerzos en forma de enfermeros, guardias, doctores y muchos más enfermeros. Incluso me pareció ver por allí al jardinero.
Apenas tenía unos segundos para que llegaran a mi posición. Me armé de valor y empecé a saltar filas de asientos en dirección al manojo de llaves. Empujé, pisé y arroyé todo lo que se me cruzó por el camino, ya fuera coexistente o exánime, me daba lo mismo. Llegué donde estaba el chico de seguridad y sus dientes. Me agaché para observar bien las llaves. Acto seguido las palpé, y, rápidamente, arranqué del llavero la única que me interesaba. Con un gesto eléctrico me metí la llave en el bolsillo y cuando me estaba incorporando para emprender la huida de aquella conflagración de internos, sentí una punzada de dolor que recorrió rápidamente la cima de mi coronilla hasta frenarse en la espina dorsal. Al dolor se le sumó una sensación de calor por todo el cuerpo y una pérdida de nitidez y oscurecimiento en la visión que hizo que me tambaleara. Después de un intento inútil por mantener el equilibrio, me caí de culo y quedé recostado de espaldas contra el suelo. No perdí el conocimiento, pero estaba muy aturdido y no podía oír nada. Me habían atizado bien fuerte en la cabeza con algún objeto contundente, una porra o algo parecido. Me tranquilizaba creer que el caos que aún había en el salón de actos habría impedido a alguien verme cogiendo las llaves. Todos corrían de un lado para otro, destrozando cosas ya destrozadas, dando palos a diestro y siniestro a todo el que osara cruzarse en el camino, o gritándose a la cara sin causa, ni razón justificada.
Entonces, levantaron los plomos. Se hizo la luz y con ella se magnificaron los destrozos de la batalla; butacas desgarradas, girones de ropa por el suelo, paredes arañadas y orinadas, sin embargo, el televisor se veía intacto; había conseguido mantenerse inmóvil y esquivar la lluvia de proyectiles y, ahora, con la energía restablecida, parecía de nuevo cobrar vida.
Desde mi posición logré ver como poco a poco la pantalla ganaba en intensidad y comenzaba a proyectar nuevas imágenes un tanto borrosas. Entre ellas me pareció distinguir a un tipo musculoso que agarraba fuertemente por la cintura a una chica de también imponente figura. Poco a poco la nitidez fue ganando la partida para confirmarme que se trataba de Topowski. El capitulo aún no había finalizado, pero si toda su emoción… Una vez más había escapado de las garras de la muerte, y, ahora, estaba con su trofeo, su recompensa; la chica guapa, la que siempre le espera al final de cada aventura dispuesta a ser rescatada una y otra vez.
El final del capítulo de la serie coincidió con los últimos rescoldos de la refriega. Casi todos los internos estaban controlados y la situación empezaba a normalizarse. Entre la multitud vi que se acercaba una enfermera a socorrerme. Cerré los ojos y suspiré fuertemente. Por un instante me sentí Martin Topowski, estaba cansado y dolorido, pero tenía la recompensa que curaba todos mis males, aunque no en forma de mujer o enfermera guapa, mucho mejor, en forma de llave hacia mi salvación.
Allí estaba Martin Topowski, de nuevo rodeado por villanos, concretamente seis, si dejamos a un lado a Turbo, el caniche feo e irritante de Mr. Tévez.
Cinco de los malos malísimos tenían acorralado al bueno de Topowski y le hacían retroceder lentamente, paso a paso, hacia uno de los muros que delimitaban la zona de las calderas en la fábrica de fundición.
En sus manos portaban todo tipo de utensilios afilados, puntiagudos y dignos de reseña en cualquier colección de armas japonesas, o bien para lucir expuestos y debidamente colgados en el estante de alguna carnicería Toledana.
Topowski, el héroe por antonomasia, el adalid imperturbable, el adonis primoroso, se encontraba indefenso y desprotegido. Sus manos estaban desnudas, al igual que su torso, esto último pura estrategia marketiniana para captar al público adolescente femenino.
— ¡Cómo ha cambiado el panorama de un año para otro! —murmuraron algunos de los internos.
Sin embargo, y a pesar de la situación tan crítica y desfavorable para sus siempre nobles y justos intereses, Topowski lucía aquella sonrisa de media luna cuyos extremos, daban a parar en aquellos hoyuelos tan bien operados, retocados y vueltos a operar, que le habían proporcionado tantos premios y papeles protagonistas. A una distancia prudencial, Mr. Tévez, el malvado más odiado, el vil más ruin, el bellaco más feo que pudieras imaginar, contemplaba la escena relamiéndose los labios. Tenía entre sus brazos al caniche feo e irritante, una especie de perro bonsái de medidas ridículas: totalmente estirado y cogiendo como referencias el hocico y el rabo, no llegaría al palmo de longitud.
Mr. Tévez tenía los ojos encendidos, le brillaban, notaba como el nerviosismo se estaba apoderando de él poco a poco, pero no le importaba excesivamente la espera, estaba disfrutando del momento, por fin su sueño se iba a ver cumplido, en pocos segundos iba a presenciar como su archienemigo sería por fin destruido, machacado, cortado en trocitos. Hasta tenía pensado que hacer con sus huesos, menudo festín se iba a dar Turbo esa misma noche.
Los latidos de su corazón resonaban a la vez que Topowski daba un paso hacia atrás. Cada vez más rápido, pum, otro paso... pum, otro... pum, pum, pum.
De repente Topowski se topó con la pared. No tenía escapatoria, sus enemigos cada vez estaban más cerca. Podía olerlos y ver en sus ojos la sed de sangre. Una gota de sudor le resbalaba por la cara, gotas similares caían a su vez por las sienes y caras de abobados de gran parte de los internos que contemplaban la escena.
Los villanos alzaron sus navajas, cuchillos tácticos, hachas, punzones, etc. Y justo cuando estaban a punto de darle al bueno de Topowski la estocada final, todo se sumió en oscuridad.
Se hizo la nada y, allí, ya no estaba ni Topowski, ni los villanos, ni el caniche enano, ni la perra que lo parió.
Apenas transcurrieron unos segundos, cuando las primeras voces de protesta se empezaron a oír en el pequeño salón de actos.
— ¿Qué ocurre? —dijo una primera voz.
— ¡Qué... carajo! —protestó una segunda.
— ¡Su puta madre! —gritó otra.
Al unísono, y una vez que los allí reunidos tomaron conciencia de la situación que no era otra que el haberse perdido el final de la serie favorita de los lunes por la noche a causa de un inoportuno apagón general, estallaron en un alarido grupal de protestas, improperios, insultos de toda índole y algún que otro graznido digno de penalti claro no pitado en el último minuto yendo cero a cero en la final de un mundial, y, como se diría en términos coloquiales, se armó la marimorena.
Se encendieron las luces de emergencia; varias bombillas ovaladas dispuestas en lo alto de las paredes o lados más largos del rectángulo cuya estructura contenía el salón de actos. Dichas luces proyectaban un halo rojizo que le daba un toque apocalíptico a la escena que se iba vivir en aquellos momentos.
De los gritos e insultos se pasó al caos generalizado. Era lo más parecido a un campo de batalla, pero en vez de armas de fuego y granadas, aquí lo que te silbaba cerca del oído era la alpargata o la botella de agua de los que estaban unas filas más atrás. Todo lo que fuera susceptible de ser arrojado, lo era y, por ende, volaba por los aires dispuesto a frenarse contra ti.
En un primer momento, valorando la opción de ser alcanzado por alguno de los proyectiles, decidí quedarme acurrucado en mi sillón a verlas venir. La protesta se transformó rápidamente en una transgresión al buen comportamiento, y algunos de los internos, incluso ataviados con camisas de fuerza, se las amañaron para bajarse los pantalones y orinar allí donde creían conveniente. Otros, incluso fueron un poco más lejos y defecaron sobre la moqueta, y, a unos metros de mí, dos más competían por ver quien se escupía más fuerte a la cara.
Las personas encargadas de la seguridad que se encontraban en ese momento en el salón no daban a basto. Intentaban poner orden en vano y mientras trataban que dos internos no se peleasen, otros tantos a sus espaldas les agredían a ellos.
Uno de los chicos de seguridad, el más intrépido, decidido e insensato, se subió encima de la mesa donde se ubicaban todos los aparatos electrónicos, mandos y demás artilugios que gobernaban el sistema de la sala. Empezó a vociferar algo que no logré entender debido al bullicio que reinaba en el ambiente y en vez de poner calma o apaciguar los ánimos, que imagino que era lo que esperaba cuando acometió su empresa, consiguió el efecto contrario convirtiéndose en el blanco, y nunca mejor dicho, porque el chico iba de un blanco impoluto, de las iras de todos los presentes; además de servir de improvisada diana de los objetos que orbitaban por la sala.
Aguantó estoicamente un par de zapatillazos y algún que otro trozo de sillón que, arrancado salvajemente, impactó en su cuerpo sin llegar a hacerle perder el equilibrio. Cuantas más embestidas aguantaba, más seguro se le veía. Se estaba creciendo ante la adversidad. El miedo se esfumó de sus ojos dando paso al brillo de la temeridad. Volvió a chillar con fuerza, a pedir calma de nuevo a gritos, parecía que recordase haber estado en conciertos más peligrosos que todo esto, hasta que se confió, ese fue su fatal error.
Nunca subestimes a un loco, no sabes realmente lo que puede ser capaz de hacer y, lo peor, es que él tampoco lo sabe, y menos aún subestimes una sala llena de ellos, y, todavía menos, si están cabreados.
Emocionado entre ademanes varios y envuelto entre sus propias órdenes no se percató de la silla que, volando a través de la sala, fue a parar directamente a su cogote haciéndole perder el equilibrio además de la dignidad. El pobre chico giró cómicamente sobre sí mismo con las piernas cruzadas antes de precipitarse y darse de bruces contra el suelo, teniendo la mala fortuna de caer de morros provocando con ello la risotada general.
A lo lejos y coincidiendo con el momento del impacto de su dentadura contra el suelo, me pareció ver que saltaban de su boca un par de piezas blancas, muy pequeñas vistas desde mi posición y que luego corroboré que efectivamente eran sus dientes, concretamente sus dos incisivos centrales, también llamados, paletos.
El tipo quedó de bruces, había perdido dos dientes, pero mantenía la blancura de su bata intacta quedando ésta remangada a la altura de los riñones y dejando ver el pantalón, tipo vaquero, que vestía, además de un manojo de llaves colgado del cinturón.
El corazón me dio un vuelco cuando vi todas esas llaves a tan solo unos cuantos metros de mí. No podía creer lo que estaba viendo. El apagón que había provocado una revuelta desmedida me brindaba ahora la oportunidad de conseguir la última pieza del minucioso puzle que había ideado durante el último año. Tenía ante mis ojos la pieza clave, la solución a todos mis problemas.
En ese mismo instante y entrando por la puerta principal del salón de actos llegaron los refuerzos en forma de enfermeros, guardias, doctores y muchos más enfermeros. Incluso me pareció ver por allí al jardinero.
Apenas tenía unos segundos para que llegaran a mi posición. Me armé de valor y empecé a saltar filas de asientos en dirección al manojo de llaves. Empujé, pisé y arroyé todo lo que se me cruzó por el camino, ya fuera coexistente o exánime, me daba lo mismo. Llegué donde estaba el chico de seguridad y sus dientes. Me agaché para observar bien las llaves. Acto seguido las palpé, y, rápidamente, arranqué del llavero la única que me interesaba. Con un gesto eléctrico me metí la llave en el bolsillo y cuando me estaba incorporando para emprender la huida de aquella conflagración de internos, sentí una punzada de dolor que recorrió rápidamente la cima de mi coronilla hasta frenarse en la espina dorsal. Al dolor se le sumó una sensación de calor por todo el cuerpo y una pérdida de nitidez y oscurecimiento en la visión que hizo que me tambaleara. Después de un intento inútil por mantener el equilibrio, me caí de culo y quedé recostado de espaldas contra el suelo. No perdí el conocimiento, pero estaba muy aturdido y no podía oír nada. Me habían atizado bien fuerte en la cabeza con algún objeto contundente, una porra o algo parecido. Me tranquilizaba creer que el caos que aún había en el salón de actos habría impedido a alguien verme cogiendo las llaves. Todos corrían de un lado para otro, destrozando cosas ya destrozadas, dando palos a diestro y siniestro a todo el que osara cruzarse en el camino, o gritándose a la cara sin causa, ni razón justificada.
Entonces, levantaron los plomos. Se hizo la luz y con ella se magnificaron los destrozos de la batalla; butacas desgarradas, girones de ropa por el suelo, paredes arañadas y orinadas, sin embargo, el televisor se veía intacto; había conseguido mantenerse inmóvil y esquivar la lluvia de proyectiles y, ahora, con la energía restablecida, parecía de nuevo cobrar vida.
Desde mi posición logré ver como poco a poco la pantalla ganaba en intensidad y comenzaba a proyectar nuevas imágenes un tanto borrosas. Entre ellas me pareció distinguir a un tipo musculoso que agarraba fuertemente por la cintura a una chica de también imponente figura. Poco a poco la nitidez fue ganando la partida para confirmarme que se trataba de Topowski. El capitulo aún no había finalizado, pero si toda su emoción… Una vez más había escapado de las garras de la muerte, y, ahora, estaba con su trofeo, su recompensa; la chica guapa, la que siempre le espera al final de cada aventura dispuesta a ser rescatada una y otra vez.
El final del capítulo de la serie coincidió con los últimos rescoldos de la refriega. Casi todos los internos estaban controlados y la situación empezaba a normalizarse. Entre la multitud vi que se acercaba una enfermera a socorrerme. Cerré los ojos y suspiré fuertemente. Por un instante me sentí Martin Topowski, estaba cansado y dolorido, pero tenía la recompensa que curaba todos mis males, aunque no en forma de mujer o enfermera guapa, mucho mejor, en forma de llave hacia mi salvación.