1. Un extraño personaje
Caía la noche. El ocaso podía contemplarse más anaranjado que nunca, una gran luna gobernaba el cielo y las estrellas ya comenzaban a brillar.
Ese extraño pero hermoso cuervo comenzó a surcar los aires cargados y brumosos del cementerio. A medida que avanzaba, como jugueteando entre los árboles sin hojas y las lápidas, iba dejando atrás esa sinuosa bruma negra que lo hacía tan excepcional, que a la par era tan espesa como al momento se disipaba en el aire sin dejar rastro.
Atravesó rápidamente las puertas del cementerio para adentrarse en el camino arbolado, donde el otoño había llegado ya y la suave brisa agitaba y removía las rojizas hojas caídas. Con un graznido el cuervo alzó el vuelo, majestuoso, elevándose por encima de las copas de los árboles para tomar una mejor vista.
La pequeña ciudad victoriana, presidida por la gran torre de reloj del ayuntamiento, se presentaba ante él aún con el resonar de las últimas voces de la tarde, pues los comerciantes ya comenzaban a cerrar sus negocios. El farolero, como cada anochecer, encendía las luces que no lo habían hecho solas. La ciudad permanecía tranquila. Y entre tal calma, el cuervo continuaba fugazmente su viaje, entre las sombras, sin dejarse ver ni molestar por nada ni nadie.
Se dirigía hacia un lugar en particular, una dañada casa situada en uno de los barrios de clase media de la ciudad. El cuervo se detuvo un momento a observar la casa, posándose en un gran, maltrecho y deshojado árbol. Por una de sus ventanas se adivinaba la destellante danza de la llama de una vela. Y sin más demora emprendió de nuevo el vuelo, lanzándose en picado hacia la iluminada ventana, la cual no pareció importarle que estuviese cerrada pues atravesó el cristal sin inmutarse ni romperlo.
En la habitación, tenuemente iluminada por un candil y la azulona luz de la luna, había un joven dormitando sobre un escritorio, apunto de resbalar de su silla. Vestía pantalón negro y una camisa blanca remangada hasta los codos. Había quitado de sus hombros los tirantes que sujetaban el pantalón y estos colgaban de su cintura. Su pelo, enmarañado. Reposaba su cabeza sobre un montón de hojas con algunas palabras escritas y sostenía en la mano derecha una desgastada pluma.
Tras revolotear en círculos la habitación, el cuervo volvió a lanzarse en picado, esta vez contra el escritorio, y con un fuerte graznido se sumergió en una de las hojas y desapareció tras un pequeño destello y una leve salpicadura de tinta.
El joven, como quien despierta de un mal sueño, dio un pequeño bote desde la silla, la cual casi acaba perdiendo. El tintero se había volcado y la tinta estaba empapando las hojas que había estado escribiendo. Rápidamente saltó de la silla y, furioso, arrugó la hoja y la lanzó hacia atrás, a un rincón repleto de otras bolas de papel tintado. Cogió otra de ellas y comenzó a observarla mientras caminaba por la habitación.
— ¡No! ¡No! ¡No y mil veces no! ¿Qué estás haciendo? ¡Concéntrate! Vamos, vamos,… —se decía mientras golpeaba su cabeza con la mano que sostenía la pluma— ¿Qué me ocurre? —se detuvo y suspiró agotado— Daría mi brazo por una sola rima... —miró su mano y recapacitó— Aunque no sé como seguiría escribiendo sin brazo… —suspiró de nuevo.
Vio entonces el joven poeta que la tinta derramada estaba empapando todas sus hojas y goteaba hasta el suelo desde uno de los laterales del escritorio.
— ¡Oh, no! ¡No, no, no, no, no, no, no! —gritaba mientras recogía la escurridiza tinta con algunas de las hojas— ¡Ese maldito cuervo me la ha vuelto a jugar! —y haciendo aspavientos al aire y mirando a su alrededor gritaba aún más fuerte— ¡Te vas a enterar, Hugin! ¡Cuervo malo! ¡Pienso tacharte! ¿Me oyes? ¡Te tacharé si sigues con esa actitud!
Terminó de recoger la tinta con cuidado de no mancharse demasiado y al fin enderezó el tintero. Agotado, colocó de nuevo la silla frente al escritorio, donde volvió a reposar la cabeza con las manos colgando al vacío y mirando por la misma ventana por donde entró Hugin. En el exterior, sobre el quicio, había un cuervo, pero esta vez uno más normal y no su vistoso compañero. Aunque el joven ni siquiera se preocupó en distinguirlos ya que sólo lograba resollar desde su incómoda posición, jugando a soplar algunas hojas. Aún así no apartaba la vista de él, hasta que finalmente alcanzó a ver el paisaje tras el cuervo, el cual pareció despertar alguna idea en su alborotada cabeza, haciéndole abrir los ojos de par en par, levantarse lentamente y caminar hacia la ventana.
— El cementerio… ¡Claro! Ese es el problema… ¡Es este cuartucho! —gritaba sobreactuado— ¡Coarta mi creatividad… y comprime mi alma! —y con este último grito, el cuervo salió volando con un graznido y asustó al joven, que dando un salto hacia atrás y cubriéndose con los brazos gritó— ¡Ah! —y comenzó a reírse de sí mismo bobaliconamente.
Sin más dilación se dispuso a salir de casa, y apresurado se colocó los tirantes, cogió su chaqueta y su gorra, papeles, tintero y pluma y salió corriendo de la habitación. Abandonó la casa cerrando la puerta tras de sí de un taconazo. El Sol ya se había ocultado completamente y las estrellas brillaban más intensas. Se dirigió apresuradamente al cementerio, sujetándose la gorra como podía con una mano, ya que sus bártulos le impedían correr cómodamente.
Al pasar por una de las calles, aminoró la marcha y sin dejar de caminar elevó su mirada al balcón de una preciosa casa que en nada podía compararse con la suya propia. El ventanal tenía unas grandes puertas de cristal y unas sedosas cortinillas blancas en su interior. Pero parecía no haber nadie allí donde dirigía la mirada, pues no había luz en el interior de la habitación.
De nuevo el joven volvió a recuperar su agitada marcha. Salió de la ciudad para atravesar rápidamente el camino arbolado que la separaba del cementerio. Al llegar al otro extremo, abrió con dificultad la pesada reja y se introdujo en él, perdiéndose entre las lápidas y la vegetación que la luz de la luna hacía parecer más siniestra que nunca.
Caía la noche. El ocaso podía contemplarse más anaranjado que nunca, una gran luna gobernaba el cielo y las estrellas ya comenzaban a brillar.
Ese extraño pero hermoso cuervo comenzó a surcar los aires cargados y brumosos del cementerio. A medida que avanzaba, como jugueteando entre los árboles sin hojas y las lápidas, iba dejando atrás esa sinuosa bruma negra que lo hacía tan excepcional, que a la par era tan espesa como al momento se disipaba en el aire sin dejar rastro.
Atravesó rápidamente las puertas del cementerio para adentrarse en el camino arbolado, donde el otoño había llegado ya y la suave brisa agitaba y removía las rojizas hojas caídas. Con un graznido el cuervo alzó el vuelo, majestuoso, elevándose por encima de las copas de los árboles para tomar una mejor vista.
La pequeña ciudad victoriana, presidida por la gran torre de reloj del ayuntamiento, se presentaba ante él aún con el resonar de las últimas voces de la tarde, pues los comerciantes ya comenzaban a cerrar sus negocios. El farolero, como cada anochecer, encendía las luces que no lo habían hecho solas. La ciudad permanecía tranquila. Y entre tal calma, el cuervo continuaba fugazmente su viaje, entre las sombras, sin dejarse ver ni molestar por nada ni nadie.
Se dirigía hacia un lugar en particular, una dañada casa situada en uno de los barrios de clase media de la ciudad. El cuervo se detuvo un momento a observar la casa, posándose en un gran, maltrecho y deshojado árbol. Por una de sus ventanas se adivinaba la destellante danza de la llama de una vela. Y sin más demora emprendió de nuevo el vuelo, lanzándose en picado hacia la iluminada ventana, la cual no pareció importarle que estuviese cerrada pues atravesó el cristal sin inmutarse ni romperlo.
En la habitación, tenuemente iluminada por un candil y la azulona luz de la luna, había un joven dormitando sobre un escritorio, apunto de resbalar de su silla. Vestía pantalón negro y una camisa blanca remangada hasta los codos. Había quitado de sus hombros los tirantes que sujetaban el pantalón y estos colgaban de su cintura. Su pelo, enmarañado. Reposaba su cabeza sobre un montón de hojas con algunas palabras escritas y sostenía en la mano derecha una desgastada pluma.
Tras revolotear en círculos la habitación, el cuervo volvió a lanzarse en picado, esta vez contra el escritorio, y con un fuerte graznido se sumergió en una de las hojas y desapareció tras un pequeño destello y una leve salpicadura de tinta.
El joven, como quien despierta de un mal sueño, dio un pequeño bote desde la silla, la cual casi acaba perdiendo. El tintero se había volcado y la tinta estaba empapando las hojas que había estado escribiendo. Rápidamente saltó de la silla y, furioso, arrugó la hoja y la lanzó hacia atrás, a un rincón repleto de otras bolas de papel tintado. Cogió otra de ellas y comenzó a observarla mientras caminaba por la habitación.
— ¡No! ¡No! ¡No y mil veces no! ¿Qué estás haciendo? ¡Concéntrate! Vamos, vamos,… —se decía mientras golpeaba su cabeza con la mano que sostenía la pluma— ¿Qué me ocurre? —se detuvo y suspiró agotado— Daría mi brazo por una sola rima... —miró su mano y recapacitó— Aunque no sé como seguiría escribiendo sin brazo… —suspiró de nuevo.
Vio entonces el joven poeta que la tinta derramada estaba empapando todas sus hojas y goteaba hasta el suelo desde uno de los laterales del escritorio.
— ¡Oh, no! ¡No, no, no, no, no, no, no! —gritaba mientras recogía la escurridiza tinta con algunas de las hojas— ¡Ese maldito cuervo me la ha vuelto a jugar! —y haciendo aspavientos al aire y mirando a su alrededor gritaba aún más fuerte— ¡Te vas a enterar, Hugin! ¡Cuervo malo! ¡Pienso tacharte! ¿Me oyes? ¡Te tacharé si sigues con esa actitud!
Terminó de recoger la tinta con cuidado de no mancharse demasiado y al fin enderezó el tintero. Agotado, colocó de nuevo la silla frente al escritorio, donde volvió a reposar la cabeza con las manos colgando al vacío y mirando por la misma ventana por donde entró Hugin. En el exterior, sobre el quicio, había un cuervo, pero esta vez uno más normal y no su vistoso compañero. Aunque el joven ni siquiera se preocupó en distinguirlos ya que sólo lograba resollar desde su incómoda posición, jugando a soplar algunas hojas. Aún así no apartaba la vista de él, hasta que finalmente alcanzó a ver el paisaje tras el cuervo, el cual pareció despertar alguna idea en su alborotada cabeza, haciéndole abrir los ojos de par en par, levantarse lentamente y caminar hacia la ventana.
— El cementerio… ¡Claro! Ese es el problema… ¡Es este cuartucho! —gritaba sobreactuado— ¡Coarta mi creatividad… y comprime mi alma! —y con este último grito, el cuervo salió volando con un graznido y asustó al joven, que dando un salto hacia atrás y cubriéndose con los brazos gritó— ¡Ah! —y comenzó a reírse de sí mismo bobaliconamente.
Sin más dilación se dispuso a salir de casa, y apresurado se colocó los tirantes, cogió su chaqueta y su gorra, papeles, tintero y pluma y salió corriendo de la habitación. Abandonó la casa cerrando la puerta tras de sí de un taconazo. El Sol ya se había ocultado completamente y las estrellas brillaban más intensas. Se dirigió apresuradamente al cementerio, sujetándose la gorra como podía con una mano, ya que sus bártulos le impedían correr cómodamente.
Al pasar por una de las calles, aminoró la marcha y sin dejar de caminar elevó su mirada al balcón de una preciosa casa que en nada podía compararse con la suya propia. El ventanal tenía unas grandes puertas de cristal y unas sedosas cortinillas blancas en su interior. Pero parecía no haber nadie allí donde dirigía la mirada, pues no había luz en el interior de la habitación.
De nuevo el joven volvió a recuperar su agitada marcha. Salió de la ciudad para atravesar rápidamente el camino arbolado que la separaba del cementerio. Al llegar al otro extremo, abrió con dificultad la pesada reja y se introdujo en él, perdiéndose entre las lápidas y la vegetación que la luz de la luna hacía parecer más siniestra que nunca.