Este texto es un fragmento de

El silencio del diente que quiso ser una flor

Mauricio Hernández Cervantes

Escribir un libro. Escribir un libro y la extraña manía que tenemos algunas personas de encerrar los ecos del mundo dentro de un número de letras, de páginas. Como si eso fuese posible.

A esto, apreciable lector, llámelo como usted quiera: ‘trabajo’, ‘publicación’, ‘recopilatorio’, etcétera. Por momentos me cuesta comprenderlo como sólo eso, un libro –ergo, un relato condicionado a un número de caracteres, de piezas de papel, que nace con un texto introductorio como este, y muere, como todos los demás, con un punto final–. Y me cuesta porque me parece que todo lo que ha llevado hasta su materialización es mucho más que un cúmulo de piezas publicadas –además de un par, hasta ahora, inéditas– en periódicos españoles y mexicanos, firmadas por alguien que decidió escribir sobre lo que ha sido capaz de ver y de comprender en su país adoptivo: uno en el que la actualidad, indudablemente, sigue escribiéndose con la virulencia del pasado.

Me refiero a España, donde las heridas de una de las guerras más inciviles de la Europa del siglo pasado siguen abiertas y con el riesgo de convertirse en hemorragia; un espacio en el que el aire que se respira transporta infinitas partículas de rancios microfranquismos y de oxidados micrepublicanismos, a veces imperceptibles, a veces asfixiantes.

Lo que está usted por leer, podría ser también el resultado de la mirada híbrida de un periodista mexicano intentando descifrar la España ‘entrecrisis’: la que quedó atrapada entre las ruinas del boom europeísta (2002-2012) y la irrupción del coronavirus en el apocalíptico 2020. O, quizá, la de un español más sobreviviendo a su presente. A lo mejor (o a lo peor), es tan sólo la mirada de un emigrante ‘desemigrando’. Sin embargo, siento que, en esencia, las piezas que lo componen son los pasos de alguien que aprendió a disfrutar de la infinita magia que encierra la realidad en un lugar en el que por más que se pise con fuerza el acelerador del presente, hay momentos en los que lo inmediato es tan borroso que nos confunde al grado de no saber si estamos yendo hacia delante o si el camino es una continua reversa.

O, tal vez, sólo se trate una selección o un mosaico de capturas, quizá fotografías (‘postales’, que diría Martín Caparrós), pantallazos (que dirían los más jóvenes de hoy), de un país en el que el presente se vertebra con infinitas piezas de vida pretérita: donde el ayer, todos los días, viaja como un pasajero más en el metro y en el autobús, o se presenta de pronto en la mesa frente a uno para compartir el cocido completo con el menú del día. España, donde cada mañana y cada tarde el ayer se viste de hoy para entrar en los bares y cafeterías a leer el diario deportivo, y a pedir cafés y cañas mientras se insulta al deportista, al político, o al tertuliano en aparezca en ese momento en el televisor. Sí, en esta España, en la que el pasado más oscuro puede hacerse presente (nunca mejor dicho) un 27 de diciembre en un decrépito bar de copas: con la forma de un chico pijo metiéndose dos rayas de cocaína en la barra, lanzando alabanzas a Franco y al Führer, como quien lanza un “buenas noches”. O simplemente materializado en una placa oxidada con el nombre de ‘Miguel de Unamuno’, sobre la antigua entrada del patio de un viejo colegio, por donde hoy los padres pasean y compran chuches a sus hijos (siendo la misma placa que en 1936 miraba hacia las mismas calles por donde largas filas de prisioneros estaban a punto de ser internados en los campos de trabajos forzados del régimen franquista). España, la que se puede encarnar una buena tarde en un vecino del barrio de Salamanca envuelto en una bandera con la Cruz de Borgoña y la imagen de un águila bicéfala, saltándose el confinamiento causado por la Covid-19 para pedir la dimisión del gobierno de Pedro Sánchez gritando “¡Libertad!”.

Ahora bien, sé que en estas líneas debería de contarle por qué he hecho este trabajo. O para qué lo he hecho. Lo cierto es que no sé si haciendo un breviario de lo que encontrará a continuación lograría el objetivo. Porque podría adelantarle cómo fue la odisea para entrevistar al único sobreviviente de la épica fuga del Valle de los Caídos en 1948. Y podría contarle que a sus 92 años, esa persona –tras dos exilios, el de la España de Franco y el de la Argentina de Videla, y de haber sido el primer director del Instituto Cervantes después de haber sido catedrático en la Universidad de Nueva York– tiene el apretón de manos de un hombre de 30, lee a Fred Vargas bajo el sol de julio, y disfruta de chuletones en una finca avileña casi inaccesible a la que tuve que llegar en un coche alquilado (y al que le rayé la pintura con las varas secas del campo castellano más agreste, porque ningún taxi de Ávila aceptó llevarme). O tal vez podría avanzarle algo sobre el momento en el que comprendí lo importante y necesario que era que Madrid hubiese sido la primera ciudad (antes, incluso, que Nueva York o Berlín) en recibir la muestra mundial del holocausto nazi (que por primera vez salía de Polonia). Así es, podría echar mano de otros textos que usted encontrará en las páginas venideras, pero no sé si con eso bastaría para justificar la necesidad de haber escrito esta pilita de páginas. Sin embargo, en mi mejor intento de explicarle por qué lo he hecho, prefiero compartirle por qué el haber ‘ido y visto’ lo que conté (y publique) es algo mucho más importante que un simple oficio. Prefiero abrirme con usted y expresarle por qué cada pieza periodística incluida aquí es un fragmento imprescindible de la vida de alguien que entiende que la vida misma consiste precisamente en eso: ‘ir, ver y contar’.




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