PRÓLOGO
Una vivienda de dos plantas se alzaba en medio del claro. La fachada estaba bastante deteriorada para los pocos años que llevaba en pie, señal inequívoca de que nadie la cuidaba. Se accedía a ella por un camino de tierra lleno de baches y socavones, pero que la aislaba del bullicio de la carretera principal que se dirigía a la ciudad.
En un lateral, un columpio se oxidaba y el pequeño recinto de tierra para hacer castillos de arena se llenaba de malas hierbas cada vez más altas. Estaba rodeada por un bosque muy extenso por el que casi nadie transitaba. Una de las ventajas que les llevó a comprar aquella propiedad: la privacidad.
Hacia el oeste, a pocos metros de la parte trasera, donde años atrás había habido un gallinero lleno de vida, un pequeño riachuelo discurría tranquilo. Este desembocaba en uno de los cientos de lagos de la zona y le daba a la finca una sensación de paz olvidada hacía tiempo.
De repente, el idílico silencio se rompió. De dentro de la casa salieron unos gritos aterradores. Una mujer lloraba y gritaba. Algo terrible estaba pasando en su interior. Un pequeño de apenas siete años salió llorando por la puerta. El padre de familia, un hombre delgado, medio borracho y de carácter fuerte, le había pegado con el cinturón por no acabarse la merienda y había continuado desahogándose con su mujer.
El niño llegó al claro y se dio la vuelta para observar la puerta principal. Su madre, una simpática y delicada mujer que se dedicaba a los trabajos del hogar, empezó a gritar para que se fuera rápido de allí a jugar con sus amiguitos del bosque. Él sabía que ella le decía aquello cuando su padre se ponía de mal humor. Lo que pasaba a continuación no era nada agradable. En más de una ocasión, al volver de jugar, la había encontrado llorando, amoratada y sangrando por la nariz. Su padre, impasible, se retiraba a dormir o se iba al bar a seguir bebiendo sin importarle lo más mínimo el sufrimiento de su familia.
Se dio la vuelta y siguió corriendo lo más rápido que pudo. Se internó en el bosque donde cada día pasaba más horas. Un bosque que le era tan familiar como su propia habitación.
Era un niño muy inteligente y habilidoso. A su corta edad, era capaz de leer con fluidez y sentía una curiosidad sin límites por todo lo que lo rodeaba. Era una lástima que tuviese que vivir una infancia tan cruel y escaparse al bosque para estar tranquilo y dejar de sufrir los golpes de su brutal progenitor.
Sin embargo, lo que empezó siendo un destierro forzoso de su hogar, con el paso del tiempo, se convirtió en un placentero lugar donde disfrutar de una afición que le evitaba pensar en lo que vivía a diario. Pasaba muchas horas en el bosque, perfeccionando un arte que había descubierto de manera casual una de tantas tardes.
Un día, mientras construía una cabaña con las ramas esparcidas por el suelo, descubrió el cuerpo sin vida de una ardilla. Le llamó la atención desde el primer momento.
Se acercó con una pequeña rama en la mano y la empezó a toquetear. No hacía demasiado tiempo que estaba muerta, porque aún tenía el cuerpo blando y no olía mal. Se arrodilló a su lado y la cogió con cuidado entre sus manos. La observó durante muchos minutos y decidió que tenía que saber más sobre ella.
Sacó del bolsillo una pequeña navaja con la que cortaba las ramas, miró a la ardilla, la puso bocarriba y, poco a poco le clavó el filo en el estómago.
Al principio no hizo nada más. Un pequeño reguero de sangre salió de su interior. Lo tocó y pudo comprobar que todavía estaba caliente. Entonces, sujetó con más fuerza el cuerpo de la ardilla y desgarró su barriga de arriba abajo. Sacó la navaja de su interior, cogió dos ramas del suelo y abrió el vientre del animal para ver qué tenía en su interior. Lo que vio lo dejó sin habla.
Aquella criatura tenía multitud de vísceras y órganos.
A continuación, sin pensar demasiado, cogió uno de los palos y hurgó en el interior con fuerza hasta que la fue vaciando por completo. Dejó solo huesos, músculos y piel.
El olor que desprendía todo aquello le resultó muy desagradable, por lo que excavó un pequeño agujero y lo enterró enseguida con un buen montón de tierra.
Volvió a mirar a la ardilla y comprobó que su piel era muy agradable al tacto, y que, sin duda, era lo más bonito que tenía aquel animal. Tenía que hacerse con ella y descartar el resto. Volvió a coger la navaja y empezó a separar la piel de los músculos con mucha dificultad. Minutos después, tras un gran esfuerzo, tenía todo el pellejo de la ardilla en sus manos.
Aquello sí que le gustó de verdad. Empezó a pensar en qué hacer con la piel.
Una idea se le cruzó por la cabeza, sonrió y se internó todavía más en el bosque.