Este texto es un fragmento de

Erie, Kanji y la bicicleta azul que les espera en Tokio

Ana San Gabriel

Cada día se hace de instancias mundanas: bebemos café, nos duchamos, vamos a trabajar, chateamos, o argumentamos sin razón, acciones sin mayores consecuencias. Pasamos el tiempo indiferentes y seguros de estos momentos que nos son tan familiares. Cuántas veces nos vemos atrapados en la ira contra el jefe de turno, las molestias de cada día, y la falta de tiempo para completar la lista de cosas pendientes. Pero de repente, un día, un evento significativo nos recuerda lo que realmente somos y lo que es verdaderamente importante para nosotros.

Así de importante fue aquel día para Erie. Podría haber previsto que iba a suceder algo, pero no lo hizo. De pie frente a la puerta del apartamento de sus padres, Erie se sintió excepcionalmente excitada. Había una pizca de angustia, una advertencia tal vez, pero excitación era definitivamente la emoción que ganaba de forma rampante. Podría ser una exageración de su mente. Con la llave en su mano derecha, empujó el ojo de la cerradura para abrir la puerta obstinada. El apartamento era viejo y el cerrojo se atascaba con frecuencia, sobre todo en los días fríos. Un vecino comenzó a tocar el solfeo en un piano – do, re, mi, fa, sol, la, si... do, re, mi. Su piel pálida ruborizó de alegría cuando por fin entró en el apartamento. La cara de Erie era claramente mestiza – los ojos grandes y de color más claro que las de su madre japonesa, Yoko, con una nariz más pequeña y redonda que la de su padre británico, Arthur. La mandíbula angular y las labios finos que podían proceder de cualquiera de sus padres le daban una presencia delicada, pero su timidez venía del el fondo de la mirada. Los entrometidos la llamaban “half”, pero, ya en sus veinte años, Erie estaba acostumbrada a los rumores, a que la señalaran o la miraran – no es que importara demasiado ahora que los niños de raza mixta no son una rareza en estos días.

Erie acababa de regresar de Fukushima ese día. La idea de kanji era persistente; la imagen de kanji diciéndole adiós con la mano desde lejos en la plataforma de la estación se había grabado en su mente. El viaje a Fukushima había reforzado el afecto que ella sentía por Kanji. Aunque no acababa de decidir si “afecto” era la mejor manera de describir este querer pasar más tiempo juntos. ¿Era “confianza” una palabra mejor? Se preguntaba Erie. Lo que había aprendido en este viaje a Fukushima fue la certeza de que Kanji creía en ella, en su trabajo; y eso era importante para Erie. Cuando Erie le habló en el tren de que quería rehabilitar una casa abandonada, Kanji la escuchó con atención. Claro que Kanji era su novio y parecía lógico que la tratara con deferencia, pero sus palabras sonaron sinceras y no se sintió juzgada con su mirada. En la Universidad Bunka Joshi, donde ella estudió, la envidia era la norma. Era como si los estudiantes hubieran hecho de la crítica su afición.

La competición obligó a Erie a ser cautelosa con sus diseños. Solo presentaba algo cuando lo tenía acabado, y enseguida captaba los comentarios superficiales que se hacían con ganas de decepcionar. Kanji había sido el primero que alabó sus creaciones con una asertividad franca. Él mismo poseía un sexto sentido por los edificios y los espacios. A veces, Kanji intuía las ideas de Erie como si supiese lo que ella pensaba. Pero eso era también amenazante para Erie. Él la conocía demasiado. Hasta entonces, Erie no se había sentido suficientemente cercana a nadie como para confiar sus sentimientos más escondidos; y de alguna forma, estaba aprendiendo a confiar en Kanji.

Después de colocar los zapatos en la repisa de la entrada, Erie llamó a su padre varias veces, pero Arthur no contestó. En el apartamento había una tranquilidad aprensiva. Erie imaginó que Arthur estaría en su despacho escuchando música con los auriculares puestos. Eran más de las seis de la tarde y ya estaba anocheciendo. En el crepúsculo, el cielo violáceo tenía una profundidad imponente desde la cristalera del salón dejando entrever la silueta oscura de los edificios. Por un instante, se quedó hipnotizada con los colores del cielo y, después de acostumbrarse a la oscuridad, encendió una lamparita de pupitre; luego dejó las llaves sobre la mesa de cristal y se estiró con las piernas en alto en el único sofá acolchado que había en la habitación. Su madre no quería que colocara los pies sobre los cojines. Pero sus pantorrillas pesaban tras el cansancio del viaje. Descansando en el sofá, sus sentimientos en conflicto surgieron otra vez. Ella hubiera preferido pasar el fin de semana con Kanji yendo a uno de esos restaurantes de comida casera después de una larga caminata o alguna excursión en las afueras. En cambio, estaba confinada en el apartamento de sus padres todo el fin de semana. La inactividad enfrió sus pies y se masajeó las piernas de bajo hacia arriba. Su madre, Yoko, había ido a Hiroshima y le rogó a Erie que cuidara de Arthur ese fin de semana. A Erie le hubiera gustado negarse, especialmente con todo la agitación interna debido a Kanji. Pero Yoko necesitaba un descanso de Arthur. Arthur no estaba bien. Su retracción y cambios de humor eran alarmantes y agotadores también para Yoko así como para Erie quien no podía hacer frente fácilmente al dolor de la enfermedad de su padre. Arthur estaba a su cuidado este fin de semana.

En las últimas semanas, Arthur se había descuidado mucho, había ganado peso, le costaba ducharse, comía a deshoras, casi siempre dulces, y bebía demasiada cerveza sin apenas salir de su habitación. Arthur andaba tan retraído que probablemente le daba igual si Erie entraba o salía, nunca se había aislado tanto como ahora. Estos pensamientos provocaron la alarma en Erie. Tendría que hablar con Yoko seriamente cuando su madre regresara de Hiroshima. En su opinión, tendrían que llevar a Arthur a una clínica privada o contactar alguna ONG, como TELL, donde lo podrían atender en inglés. Por lo que Erie sabía, en el hospital de Aoyama lo reconocían en japonés, y en diez minutos le recetaban antidepresivos y ansiolíticos, o lo enviaban de vuelta a casa sin un plan de rehabilitación. Así no mejoraría nunca. Los psiquiatras no apreciaban el esfuerzo de Arthur para ir al hospital cada semana ni lo llamaban cuando se saltaba las visitas. Arthur no encontraba alivio. Hasta Erie se daba cuenta de eso. Todas esas idas y venidas del hospital y las visitas con los psiquiatras no ayudaban a Arthur. Y la medicación era por sí misma otro revés. A su padre nunca le gustó tomarse nada, especialmente si no sentía mejoría; nadie quiere tomar pastillas que no funcionan, recapacitó Erie. Cualquiera dudaría de una prescripción dada después de un examen de diez minutos. Y, sin embargo, si la solución no estaba en las píldoras, Erie no sabía lo que podría aliviar a Arthur. Esperaba no tener que pelearse con él durante el fin de semana. Su padre necesitaba salir del cuarto, pero por su propia elección. No iba con ella controlar a nadie. Además, el control no parece ser una buena solución; al contrario, eso aún lo avergonzaría más. A ella también le habría avergonzado si estuviera en su lugar. Sólo si Arthur pudiera recuperarse a su ritmo, pensó Erie.

El silencio persistente asustó a Erie. Escuchó el reloj del salón, la sirena de alguna ambulancia a lo lejos, y un murmullo casi imperceptible del tráfico procedente de la calle; pero la habitación de Arthur parecía sumamente tranquila. Su padre tenía que estar por fuerza allí dentro, tal quietud no era normal. Se levantó con una sensación de urgencia y se dirigió a la habitación de Arthur. La luz del salón apenas alumbraba el pasillo y golpeó sin querer un jarrón de la estantería con la mano. Unos pasos más, y justo delante de la puerta de la habitación se topó con un bulto en el suelo. No veía nada, pero percibió un olor penetrante que le produjo un escalofrío. Cuando encendió la luz, encontró el infierno a sus pies: su padre yacía boca abajo sobre un charco de sangre y los brazos escondidos bajo el torso. Los rastros de sangre se extendían sobre el linóleo, la pared y la puerta. La sangre de su padre había dejado unas marcas aterradoras. Una arcada violenta la obligó a reclinarse.



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