Este texto es un fragmento de

Está bien así

Benito Muñoz

Los hallazgos

Empeñado en perdurar, no hago otra cosa que perder el tiempo. Soy escritor. Me llamo Jean y tuve un enorme éxito en mis comienzos. Ahora he decidido volver a la casa materna para terminar mis días. No sé por qué digo esto. Realmente no debe ser así: solo tengo cincuenta y siete años. No es mucho, salvo si recuerdo el tiempo transcurrido. Sí, si se tiene en cuenta, y no duden que lo tengo, que a los veinticinco, sin cumplir, entregué en la que después sería mi editorial un manuscrito que me llevó diez escribir (sí, empecé a los quince) y que terminó por ser el gran boom de finales de los sesenta. En 1969, si no recuerdo mal, un crítico escribió: «L’enfant terrible del panorama nacional, el nuevo Proust». Su reseña terminaba diciendo: «Jean, por favor, siga escribiendo». No hubiera hecho caso de no ser porque aquel era el mejor crítico del momento, porque escribía en ABC y porque, una nimiedad, era amigo por entonces de los más ilustres académicos, tal vez a la espera de convertirse en el primer crítico con posibilidades de ingresar en la Real Academia. Cómo no iba a creerme un genio, si hoy en día cualquier finalista del premio más peregrino va con la cabeza bien alta, luciendo su melena y su buen porte como si de un nuevo Oscar Wilde se tratara.
Yo, también, caí en la trampa. Comencé, como ya he dicho, a perder el tiempo y a escribir novelitas (no lo digo por la extensión, que en algunos casos superó las mil páginas) de aventuras, ensayitos sobre los escritores que leía y la consabida columnita semanal, en un principio, y después diaria, sobre lo que me diera la real gana. ¡Qué espanto!, me dije más de una vez cuando me leía en el periódico mientras tomaba una buena taza de café o dudaba de la calidad de la mermelada de melocotón que también me acompañaba a la mesa. El caso es que con la publicación de mi segunda novela de aventuras, la primera cuyo manuscrito alcanzó las mil páginas, el público dejó de mostrar verdadero interés por mis libros, no digamos ya la crítica y, muy especialmente, el crítico que, de alguna manera, me encumbró. Puede decirse que se ensañó conmigo, como si le hubiera traicionado, como si hubiera dejado de ser el Proust que él predijo, y su talento, y sobre todo su prestigio como crítico, mermara por mi culpa. Mis columnas periodísticas también dejaron de interesar, aunque me las respetaron durante años. Estas, a la postre, fueron las que sostuvieron una economía que pasó de ser un abundante fogonazo a una tenue llama que se va perdiendo al fondo de una habitación oscura. Mi forma de vida igualmente cambió. No había más narices que adecuarse a los ingresos. De tipo en la cúspide a tipo en el arroyo. ¡Qué bonito!
No he entendido todavía por qué disfrutaba tanto escribiendo aquellas aventuras y, mucho menos, cómo y por qué escribí mi primera y tan considerada novela. Ahora voy a comer un poco, luego sigo.
Traté de volver al estilo y tono del primer manuscrito, sin suerte. Todo lo que salía de mi cabeza me resultaba pesado y sin chispa. Los miles de folios que llegué a escribir fueron un buen día a la papelera. Se parecían escandalosamente al libro iniciático que me enalteció. Y, lo peor, aquellas páginas no me decían nada. Las leía una y otra vez y tomé la por entonces, o eso creía yo, feliz idea de acabar con ellas. No estaba contento con nada de lo que escribía y decidí contar aventuras de piratas, espadachines y hombres de dudoso honor. Años después descubrí, más bien lo descubrió el público, que desarrollé demasiado pronto una forma de narrar, directa y sin concesiones, que no interesaba a los cincuenta o cien mil lectores que había por entonces en España. Digo esto porque un periodista, cómo no, dejó su función (tan loable como pocas) y se puso a escribir sobre lo mismo en lo que yo había fracasado. A él lo reconocieron rápidamente y se convirtió en uno de los grandes best sellers del momento en todo el mundo (digo del momento pero estuvo años así y, de hecho, aún sigue arriba, al menos en ventas y reconocimiento popular, que es al fin y al cabo lo que todos queremos).
Ni un solo crítico o estudioso ha redescubierto aquellas obras que tanta felicidad me otorgaron durante su gestación y que tanto fracasaron para mi desconcierto. Aquello me sumió en un silencio público que duró años y en un ostracismo del que no he salido ni creo, sinceramente, que pueda escapar. Regresar a la casa de mis padres (antes he dicho materna porque era de mi madre cuando contrajo matrimonio con mi padre) es la única salida que se me ha ocurrido, ahora que ya ninguno de los dos vive.
Tal vez, rodearme de los recuerdos de la infancia cuando mis hijos están más preocupados, precisamente, con la de los suyos, sea lo único que pueda devolverme el alma perdida que fui y reconocerme, a mis años, hasta el final que, dicho sea de paso, espero esté lejano. Porque lo único que no he perdido son las ganas de vivir. He reunido, tras la venta de un antiguo caserón y todas mis pertenencias, salvo mis queridos libros, esos de los que no me he podido despegar nunca y que aspiro a releer de nuevo, suficiente dinero para vivir tranquilo. No sé por qué se vuelve a los mismos libros y a los mismos recuerdos, a las mismas gentes, vivas o muertas, que han pasado por tu vida. Parece como si llegara un momento, no sé bien a qué edad corresponde, en el que el cupo de amigos esté al completo y el de amantes (qué risa, amantes) careciera de capacidad para su aumento. Creo que no hago el amor desde hace casi un año, justo el día de uno de los mejores coitos de mi vida, cuando Paula, solo unos minutos más tarde de decir «esta vez sí», cogió la maleta (o maletas, que eso da igual) y se fue de casa. «Él sí sabe lo que quieren las mujeres». Esa frase me retumba día tras día en los oídos, porque, disculpen ustedes, ¿qué quieren? Yo le daba todo. Era una reina —o eso pensaba yo—, pero me la pegó con un tipo ¡de mi edad! (Y no solo eso, sino que se fue con él). «¡Está loca!», pensé presa de la irritación y la impotencia que vislumbran la soledad (más patética en mi caso).


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