Este texto es un fragmento de

Frankfurt 2014

José Javier González

El tren avanzaba entre la niebla. Siempre me gustó la niebla. Me sentía protegido, como en otro mundo. Mediados de otoño. No había elegido la mejor estación del año para iniciar una nueva vida, pero estaba dispuesto a luchar. Viaje largo. En Alemania me esperaba un buen amigo. Carlos llevaba muchos años instalado en Frankfurt. Fue quien me ofreció un trabajo y me animó a ir. Hubo un momento, cuando el tren se puso en marcha, que no sabía exactamente qué hacía allí, pero si algo tenía claro era que no había perdido la ilusión por la vida. Viajaba solo. Mi familia iba a permanecer en casa hasta ver exactamente cómo iban las cosas en esa tierra extraña que se presentaba ante mí. Más adelante tomaríamos decisiones. Acababa de cumplir 56 años y estaba convencido de que aún me quedaban cosas por hacer y por las que combatir. De repente, mi mente se llenó de recuerdos. 56 años. Toda una vida…

Entre la niebla y el traqueteo del tren vi a un niño vestido con guardapolvo que caminaba por una acera estrecha cogido de la mano de una señora de mediana edad.

 

1. Una época feliz

El colegio estaba situado cerca de casa. Un pequeño paseo acompañado de mi abuela o de mi tía—abuela Raquel y ya estaba allí. El carterón, el guardapolvo, los cuadernos. Había que formar en el patio hasta que los hermanos ordenaban el acceso a las aulas.

—Berto es un niño excelente. Un poco distraído tal vez, pero aplicado y obediente. Sí, a veces se distrae en clase, pero es normal en un crío de su edad.

El hermano Miguel, responsable del aula de párvulos, respondía siempre lo mismo cuando Joaquina, mi abuela, preguntaba por el comportamiento de su nieto.

—Tienes que prestar más atención Berto —insistía Joaquina— Si lo haces ahora y atiendes lo que te dicen en clase todo será más fácil.

— ¿Qué hay de merienda abuela?

—Pan y chocolate. Puedo hacerte un bocadillo.

— Oye ¿y, en vez de chocolate, el bocadillo puede ser de chorizo?

—Hoy no. Mañana bajaré a la tienda del señor Abundio y compraré chorizo.

—Entonces ya merendaré mañana.

— ¿No quieres merendar hoy? El chocolate que tengo es muy bueno. Tienes que comer, que te estás quedando en los huesos.

—No, mañana.

—A un burro le hacían obispo y lloraba. Eso te pasa a ti. Y la culpa la tienen tu abuelo y tu tía Raquel, que te consienten todo. ¿Te han puesto deberes en el colegio?

—No.

—Entonces, puedes ponerte a jugar, pero no enredes.

—Es que yo solo me aburro.

—Si quieres —repuso Joaquina— puedes bajar conmigo. Voy al bar a ver si tu abuelo necesita algo.

—Bajo contigo, pero espera…

—Espera, espera. Si esperasen tanto las liebres, cuantas comeríamos.

La abuela Joaquina y sus retahílas. Antonio, el abuelo, tenía el bar frente al domicilio familiar en un barrio de aquella ciudad castellana. Bar Antonio. Pequeño, humilde, pero con buena clientela. Gente sencilla y leal. De esa que decía donde paraba y que raro era el día que no consumiese un completo después de comer. La barra a la izquierda y unas mesas donde pasaban la tarde los parroquianos asiduos. Café, copa, puro y partida. Y humo, mucho humo. A mí no me gustaba porque me hacía toser. El abuelo se bastaba para atender el local. La abuela ayudaba cuando podía lavando platos y vasos. El suelo, de terrazo, siempre limpio, era cosa de él.

—Hola, abuelo.

Antonio me adoraba y el sentimiento era recíproco. Yo le llamaba Yayán y él a mí Tirillas.

—Tirillas, mira lo que tengo para ti. Y el abuelo, cual prestidigitador, sacaba caramelos del bolsillo.

— ¿Lo tienes de fresa?

—Toma, de fresa.

La abuela Joaquina salía al quite.

—Pero no te los comas seguidos que el dulce es malo para los dientes.

—Ya, pero es que a mí me gustan. Sobre todo los de fresa.                      

El abuelo Antonio había hecho la guerra en la ciudad con los falangistas, pero era apreciado y valorado por sus convecinos. Comentaban que salvó más de una vida en los peores momentos. La de Bernardo, el peluquero. Iban a darle el paseíllo en el 36 y salió en su defensa. Dio la cara por él y le dejaron en paz. No fue el único caso. Oí ese comentario años más tarde, cuando tenía capacidad para comprender.

Mis padres vivían cerca. A diez minutos andando. No sabía por qué estaba yo con mis abuelos y mi tía Raquel ni lo había preguntado. Sería así y estaba bien. Tenía dos hermanos. Uno tres años más pequeño, el otro casi recién nacido. El domingo y algunos jueves eran los días que iba a comer a casa de mis padres. Pollo asado. En aquella época se comía cocido a diario y pollo los domingos.

Los años del colegio fueron felices. A las 5,30 de la tarde se acababa el día en invierno. Por la noche, después de las sopas de ajo, un poco de radio y el ladrillo caliente en la cama. La radio… Siempre la misma historia, pero era lo que había. A las dos de la tarde, las noticias que nos querían contar: “Parte diario de las dos de la tarde. Conectamos con Radio Nacional de España. Conectamos” Y aparecía la voz marcial del locutor: ¡Gloriosos caídos por Dios y por España! ¡Presentes! ¡Viva Franco! ¡Arriba España! Escuchaba siempre “Los Deportes al Día” de la radio local y a veces los “Discos dedicados y de felicitación” “Van a escuchar ustedes ‘Una paloma blanca’ por Antonio Molina” Y, a continuación, las dedicatorias: “A Mari Pili Álvarez, de quien ella sabe en el día de su santo” Especial afluencia de dedicatorias cuando coincidían con los sorteos del servicio militar: “A Manuel Pérez, por haberle tocado España” “A Benito Jiménez, por haberle tocado África”

“Cómo pueden felicitar a un tío por haberle tocado Sidi Ifni” pensaba yo. “Con lo mal que estará por tener que ir al Sáhara y le dedican lo de La paloma blanca”

Y las novelas. Ignoro el título de lo que ahora han dado en llamar culebrón, pero al cabo de los años no se me va de la cabeza aquella frase que oía todos los días: “Espera Olimpia, espera, Alejandro calmará” El tal Alejandro debía ser un tipo con muy mala leche que estaba cabreado siempre. Otro clásico de la época era Genoveva de Brabante. Y, naturalmente, “El criminal nunca gana” De ahí eso de “Sábado sabadete, camisa limpia y… El criminal nunca gana”

El verano era diferente. Las tardes de julio y agosto se hacían largas. La galería, muy amplia, sobresalía sobre una especie de jardín propiedad de Don Saturnino, el del principal, que era, además, propietario de todo el edificio. Mi prima Juli, que iba a pasar los veranos a casa de los abuelos, y yo matábamos las horas como buenamente podíamos. Pobres moscas. Eran las víctimas.

—Berto, no seas guarro, deja de cazar moscas que me dan mucho asco —protestaba Juli.

Pero, acabó acostumbrándose.

—A esta vamos a cortarla las alas. A esta otra la metemos en el agua a ver si sabe nadar —le decía a mi prima— poco antes de que se pusiera a llorar.

Tardes interminables hasta que llegaba la hora de ir al parque con la tía Raquel. Cuando el sol dejaba de ser una bola de fuego, la misma rutina. En el parque se jugaba al real de alza la malla y al pañuelo. Siempre lo mismo, pero era lo que había. Por la noche, tertulia de los mayores en dos mesas que se sacaban a la puerta del bar mientras caía una gaseosa para regocijo mío y de Juli.

Una tarde tuve una experiencia desagradable cuando íbamos al parque. La culpa la tuvo mi abuela por confiar en un tipo que debía ser cliente del bar o conocido de la familia. Yo iba enredando y nos cruzamos con un policía armado con el uniforme gris. Saludó a Joaquina y a ella no se le ocurrió otra cosa que decirle:

—Llévate a Berto que se está portando muy mal.

El “gris” cogió mi mano y tiró en dirección contraria al parque. Respondí clavándole la uña con toda la fuerza que pude en la yema de uno de sus dedos. Me dio un bofetón. La abuela se quedó de piedra, pero no dijo nada. La tía Raquel quería comerse al guardia.

—Pero, ¿qué hace? ¿Cómo puede pegar a un niño?

El gris dio media vuelta y siguió su camino rebuznando. Joaquina y Raquel discutieron. Yo me quedé con la mano de aquel energúmeno marcada en el carrillo izquierdo. Juli no sabía si llorar o reír.

A lo que no acababa de acostumbrarme era a la afición de mi prima por el Capitán Trueno. Cada semana, como si fuera un ritual, compraba el ejemplar nuevo en el kiosco de la esquina. Era mi tesoro. Los tebeos ordenados por números. Juli los revolvía todos y la abuela se ponía a su favor. Tía Raquel hacía de árbitro tratando de contentar a todos con su carácter dulce y afable y su bondad infinita.

—Berto, no seas egoísta y deja a Juli que coja tus tebeos y los lea —ordenaba mi abuela.

—Es que me los revuelve a todos esa tonta. Además, ¿por qué tiene que leer una niña El Capitán Trueno? Que lea tebeos de muñecas —protestaba.

—Ya los colocarás otra vez. Cómo no te portes bien con tu prima vas a cobrar en gordo.

Acababa cediendo, pero de mala gana, mientras empleaba mí tiempo en otra afición: los soldaditos de papel. El juego era simple: los hacía chocar en el aire y el que caía de cara ganaba. Así hasta que sólo hubiera un vencedor, casi siempre el general romano que, adornado con una espléndida capa, se había convertido en mi favorito.

Las bicicletas de plástico era otra de mis aficiones. Menudas carreras. Sin embargo, mi gran pasión estaba muy por encima de todo aquello. El día que llegó el fuerte a casa todo fue diferente. “Fort Apache” y con él aquellos soldaditos de goma que se fueron incorporando poco a poco. Los indios y el Ejército de la Unión. Impresionantes batallas. Era lo que había en aquella época y la verdad es que me lo pasaba bien.

Los tebeos solía cambiarlos los domingos en una plaza habilitada para tal menester. Había puestos de venta de todo, una especie de mercadillo, y se aprovechaba el espacio libre para cambiar cromos y ejemplares de El Capitán Trueno, El Jabato, Pulgarcito, etc. Un día tuve una mala experiencia. Estaba solo y tres o cuatro gamberros hijos de puta me dieron el tirón. Como el bolso a las señoras. Me fui a por ellos y respondieron con algo que fue superior a mis fuerzas: amenazaron con lanzarme una rata muerta. Teniendo en cuenta la fobia que siempre he tenido a semejantes bichos y ante la posibilidad de verme golpeado por uno de ellos, aunque estuviera muerto, recurrí al dicho de que una retirada a tiempo era una victoria. Tampoco el botín que se llevaron aquellos cabrones era tan importante. Dos o tres tebeos usados y, por supuesto, leídos no merecían el posible impacto de una rata muerta en pleno rostro.

La Navidad era otro momento mágico de la niñez. Unas fechas que fueron, al menos para mí, de felices a deprimentes a medida que pasaban los años. De pequeño, la Navidad significaba no ir al colegio y montar el Nacimiento. Igual que los soldaditos de goma, las figuras del Belén se incorporaban año a año. El mío, en cuyo montaje colaborábamos todos en casa de los abuelos, era sencillo, pero gozaba de cierto prestigio entre la vecindad o, al menos, eso decían las numerosas personas que acudían a contemplarlo.

Navidad era igual también a partidas de cartas. Tras las cenas de Nochebuena y Nochevieja jugábamos a la brisca o al julepe. La abuela tenía una retahíla curiosa a la hora de tirar las cartas. Siempre en verso. O casi siempre. Me hacía una gracia especial aquello de “Orines, señor meaos” cuando se llevaba una jugada con los oros.

Y, si era en espadas, decía con satisfacción: “Espaldarás María y tendrás buen lino” Buenos recuerdos.

Tenía nueve años cuando aprobé el Ingreso en el colegio. Mi llegada al bar Antonio fue apoteósica. Yayán me recibió haciendo gestos sin articular palabra. Sólo acertaba a saltar y abrazarme. Ya estaba preparado para iniciar el Bachiller.

Aquel verano pasó unos días de julio en casa de los abuelos el tío Juanito, el padre de Juli, un militar de la época, de esos que no aguantaban una mosca en la oreja cuando se hablaba de política. Franquista hasta la médula y pistola siempre al cinto, aunque vistiera de paisano. No se separaba de ella. Una tarde resolvió una riña callejera entre pandillas tirando de pipa y disparando al aire. Genio y figura. Decían que estaba muy considerado en Madrid por gente importante del Régimen.

El tío Juanito era de los que tomaban a diario el vermut, pero no solía hacerlo en el Bar Antonio, sino en el Hogar de la Falange, una especie de Casino para los discípulos de José Antonio Primo de Rivera donde acompañé más de un día al militar. Había sillones, mesas de billar y, por supuesto, falangistas por todas partes. Me gustaba ir porque el tío Juanito me trataba muy bien y siempre caía un refresco con aceitunas. Los amigos de mi tío y de mi abuelo eran muy amables conmigo. El Hogar de la Falange tenía cine y los domingos de invierno, después del fútbol, ponían películas de indios y vaqueros.

Pasé parte del mes de agosto en un pueblo, en casa de unos familiares de mi abuela y de la tía Raquel. Recuerdos imborrables porque me enamoré por primera vez. Me costó algo adaptarme a la vida del pueblo, pero volví a la ciudad sabiendo lo que es trillar, montar a caballo y en burro, bailar en las fiestas y un sinfín de cosas más que sólo se viven en esos lugares. Andar entre gallinas me era familiar porque en el Bar Antonio había una especie de corral. A una de las gallinas, blanca y más pequeña que el resto, la llamábamos Repipio. También teníamos gato, de angora, y un cuarto para guardar la bicicleta del abuelo. Pero lo del pueblo era distinto. Acabé subiéndome a un trillo con mi tío o primo lejano —en realidad nunca supe muy bien lo que era el pariente de mi abuela— y tanto él como su familia me trataron a cuerpo de rey. Un día le acompañé a una era más lejana. El, montado en una yegua y yo en un burro. Me dijo que la clave estaba en meter bien los talones bajo la panza del pollino para no caerme y se me dio bien. A la vuelta cambiamos de montura. El en el asno y yo en la yegua. Lo mismo. Con manta, casi a pelo. Me animé tanto que puse el bicho al trote y acabé entrando en el pueblo casi al galope precisamente cuando llegaba al autobús de la ciudad. Menudo espectáculo. Yo, claro, orgulloso. Unos días más tarde intenté montar de nuevo la yegua con silla y no hubo forma. Me resbalaba, me caía. Lo mío era con manta.

Pero, lo mejor estaba por llegar. Uno de los hijos del boticario iba al mismo colegio que yo como interno y tenía una hermana, Paquita, de mi edad: 10 años. Eran las fiestas y había baile popular. Allí mismo me declaré. Bueno, en realidad la tiré suavemente de una trenza.

— ¿Te gustan mis coletas? —me preguntó.

— No, la que me gustas eres tú —le respondí.

Paquita se puso colorada, pero su cara dibujó una sonrisa. Fue mi primer amor, que empezó y acabó en el baile del pueblo. Creo que estaba interna en un colegio de la ciudad, pero no la volví a ver.

Ya iba solo al colegio. Antes de salir de casa, siempre los mismos consejos de la abuela:

— Ve directo y al salir no te entretengas. Y, sobre todo, mucho cuidado al cruzar la calle. Mira siempre a los dos lados.

Empezar el Bachiller era algo muy serio. Los frailes también parecían más serios. Los años, de primero a cuarto, pasaron muy rápidos. En cuarto había que examinarse de la Reválida en el Instituto. Fue un año duro, más por el hermano encargado de la clase que por el propio curso. El hombre era más burro que el pollino que había montado yo durante aquel verano en el pueblo. Decían que había sido boxeador y le llamábamos “El Trompa” por la forma de su nariz. Aunque personalmente no podía quejarme del trato, salvo un par de domingos que me tocó ir castigado, había impuesto un régimen de terror. Recuerdo la paliza que propinó a un alumno de un curso superior delante de todos. Le dijo que se defendiera y, efectivamente, debía haber sido boxeador, porque amagaba con el brazo izquierdo y sacudía con el derecho, eso sí, con la mano abierta, nada de puñetazos. Faltaría más. Con la mano abierta, por cierto, vi sacudir un bofetón a otro alumno por el mero hecho de ser zurdo.

Los domingos había partido de baloncesto. El equipo del colegio era de los mejores y tenía como rivales más directos al Bancobao y al Castilla Guardia de Franco. A este último no había forma de ganarle porque siempre contaba con ayuda arbitral. Un buen día los alumnos nos calentamos y fuimos a por los del silbato. A punto estuvo de armarse una gorda, pero la cosa no pasó a mayores porque los frailes se convirtieron en policías armados. Grises con sotana negra que empezaron a dar bofetadas por todo el patio hasta que llegó la calma. Para no decir misa por su condición de frailes, los hermanos demostraron ese día, fiesta de guardar para más señas, ser unos auténticos expertos en el arte de repartir hostias.

Así pasamos el año y llegó el momento de la Reválida. Dos exámenes: el primero comprendía las asignaturas de Matemáticas, Literatura y Latín y el segundo el resto. Yo tenía problemas con las Matemáticas, aguantaba más o menos el Latín y se me daba bastante bien la Literatura. Al final del primer examen hice mis cálculos porque hacían una media de las tres.

—Voy a aprobar raspado —dije a los abuelos— Un 5 en Latín, un 8 en Literatura gracias, sobre todo, a la redacción y un 1 en Matemáticas.

— ¿Tan mal lo has hecho en Matemáticas? —preguntó con disgusto la abuela.

—Pues sí, la verdad, pero voy a sacar la media, ya lo verás —dije convencido.

La realidad superó al cálculo. Fue 7,5 en Latín, 9,5 en Literatura y 2,5 en Matemáticas. El segundo examen, el del resto de las asignaturas, lo superé con notable.

Parte de ese verano lo pasé en Madrid, en casa del tío Juanito. Un hermano de Juli, Luis, es de mi edad y salíamos juntos. Me hice experto en recorridos en metro con sus transbordos y recorrí cada tarde la Plaza de España, la Gran Vía y, sobre todo, los jardines de Sabatini. Allí conocí a Angela, otro amor fugaz.

Una tarde, en la Plaza de España precisamente, revisábamos cromos de futbolistas y un niño exclamó:

—Mamá ese cromo es el difícil de la colección.

Mi primo, que era un chaval avispado, respondió:

—Está en venta.

— ¿Cuánto pides por él? —preguntó la madre.

—Cinco pesetas

—Te lo compro

—Venga, hecho, tenga el cromo. Deme las cinco pesetas.

Hecho el cambio, Luis me dio un empujón.

— ¡Berto, corre hacia la boca del metro!

— ¡Eh, chaval! —gritó la señora— que este no es el cromo que quiere mi hijo.

Y allí se quedó la pobre mujer, mientras mi primo y yo enfilábamos la boca del metro escaleras abajo.

Luis, la verdad, siempre fue un poco jeta. Tal vez por eso, de mayor los compañeros de su empresa le eligieron Enlace Sindical.

Pero no acabaron ahí las anécdotas del verano madrileño. Javier, el hermano mayor de Luis y Juli, hacía dos carreras y apuntaba a la Política, dentro del Régimen naturalmente, y más teniendo un padre como el tío Juanito. Un día se le rompieron las gafas. No sé qué ocurrió exactamente, pero los lentes dejaron de existir. Menudo drama. Había que contarle al tío Juanito que tenía que comprarle otras gafas a Javier.

A las diez de la noche estábamos todos en la cama, incluido el interfecto. Había que hacerse el dormido antes de que llegase el cabeza de familia. La encargada de darle la noticia era la tía Aurora, una mujer de excelente carácter, acostumbrada a las reacciones del militar.

Luces apagadas en el amplio dormitorio de tres camas donde dormíamos Javier, Luis y yo. Silencio sepulcral, máxima expectación y, por qué no decirlo, cierto acojonamiento. Transcurrieron unos minutos que se hicieron eternos y, de repente, el estruendo:

— ¡Cabrones! ¿Dónde está ese cabrón?

— Ya lo sabe —dijo Luis con un hilo de voz.

A Javier ni se le veía, no sólo por la luz apagada, sino porque se había tapado hasta las orejas. Poco a poco, los ánimos se fueron apaciguando en el salón gracias a la mano izquierda de la tía Aurora, una auténtica experta en el difícil arte de aplacar a la fiera. Al día siguiente, comentando Luis y yo lo sucedido la noche anterior, mi primo, el jeta, recordaba:

—Eso no es nada comparado con lo que me hizo un día. Corrió detrás de mí saltando por las camas con la pistola agarrada por el cañón para sacudirme con la culata. Afortunadamente fui más rápido que él y logré ganar la puerta de la calle antes de que me alcanzase. Son prontos que le dan. Luego se le pasa.

— ¿Prontos? —repuse— Joder con los prontos. Te pilla en uno de esos arrebatos y no lo cuentas.

—Un día le pegó un tiro a un taxista.

— ¿Qué mató a un taxista? —respondí incrédulo.

—No. Le pegó un tiro, pero no pasó nada porque se le encasquilló la pistola. Era un día de lluvia y nosotros estábamos los primeros, pero había allí unos conocidos del taxista y quiso colarlos. Mi padre, que ya sabes cómo es, se cabreó, discutieron y le dio un bofetón, el taxista le empujó, se resbaló, cayó al suelo, sacó la pistola y disparó, pero no salió la bala, se encasquilló el arma.

—Le denunciaría el taxista —comenté.

—No llegó a hacerlo. Ya sabes, llega mi padre, dice que es un rojo y se le cae el pelo.

La verdad es que no creí la versión de Luis de esa disputa. Me pareció un exceso de imaginación por parte de mi primo, pero el tío Juanito tenía sus cosas. A mí siempre me trató bien. Una mañana me llevó con él a tomar el aperitivo. Me invitó a gambas, le pregunté que cómo estaba tan generoso y su respuesta me dejó de un aire:

—He cobrado un dinero extra. Un amigo mío ha sido amenazado, me lo ha dicho y he intervenido para solucionarle el problema.

— ¿Qué has hecho? —le pregunté—

—Nada de particular, hice una visita al que le amenazó y le dije que dejase en paz a mi amigo o se atuviese a las consecuencias. “Como vuelvas a meterte con él te levanto la tapa de los sesos” le dije.

Otro día, el tío Juanito me invitó a ir con él a El Pardo.

—Berto —me dijo— ¿quieres venir conmigo a El Pardo? Tengo que hablar con un amigo policía de la Casa Civil del Caudillo que está allí de servicio. Puedes acompañarme si quieres.

—Lo que tu digas —le respondí—

Una vez allí, entramos en una cafetería.

—Voy a hablar unos minutos con este señor, Berto —me dijo— Puedes dar una vuelta por los alrededores, pero no te alejes mucho.

Al cabo de una hora, el tío Juanito concluyó su conversación con el policía y me dijo:

—Berto, ven conmigo.

Caminamos hacia el palacio, lo rodeamos y pasamos un control.

—Mira atentamente Berto. ¿Ves aquel señor que está jugando al golf a unos 50 metros?

— ¿El del gorro tirolés?

—Sí. Ese es Franco.

Caramba con el tío Juanito, pensé. Está considerado de verdad por estos lugares. De otra forma no estaríamos tan cerca del general. Era la segunda vez que veía a Franco en carne y hueso. La primera fue en mi ciudad, dando un mitin desde uno de los balcones de la Diputación.

A continuación regresamos al coche y, antes de emprender el camino de vuelta a Madrid, nos adentramos por una carretera que parecía privada. Íbamos a 20 por hora mientras los ciervos que poblaban el lugar cruzaban tranquilamente ante nuestro vehículo. Paramos ante un nuevo palacio y dimos la vuelta.

—Eso que ves ahí —dijo el tío Juanito antes de girar— es La Zarzuela.

                                                              
***

 

El pitido del tren me devolvió a la realidad. Allí seguía yo inmerso en mis pensamientos mientras el convoy se acercaba a la frontera con Francia. Viaje largo que exigía transbordos, pero era lo de menos. La ilusión por emprender algo nuevo compensaba los malos momentos pasados. Atrás dejaba los agujeros negros. Dicen que el agujero más negro del día está situado una hora antes del amanecer. Entre las 7 y las 8 de la mañana. Es terrible. Despiertas, si es que has podido conciliar el sueño en algún momento de la noche y empiezas a revolverte en la cama. No ves salida. El mundo se te echa encima y no sabes qué hacer.




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