Este texto es un fragmento de

La bitácora de Humboldt

Manuel García González y Pepa Corbacho

El maravilloso caso de los cangrejos samurái

El Cantar de Heikees un poema épico de la literatura japonesa clásica que cuenta a lo largo de sus seis libros una tragedia que tuvo lugar hace casi un milenio. Según la epopeya, en esa época coexistían dos clanes de samuráis, los Genjiy los Heike, que llevaban décadas de enfrentamientos por el poder. El culmen de esta guerra entre clanes tuvo lugar el 25 de abril del año 1185, en la Batalla de Dan-no-ura, cuando en un enfrentamiento naval que duró media jornada, los Genjiy aniquilaron a la flota Heike. Los supervivientes de este último clan fueron ahogados en la costa del estrecho de Kanmon y los comandantes que no cayeron en la batalla, se suicidaron dignamente sumergiéndose en la misma playa. La emperatriz Heike, desolada, tomó a su nieto heredero en brazos y juntos se adentraron también en el agua, dando por aniquilado el glorioso clan samurái. Según el folclore japonés, las almas de los samuráis Heike viven bajo las aguas de Honsü, encarnadas en la forma de extraños cangrejos. En efecto, es frecuente encontrar en estas aguas cangrejos que en su caparazón presentan la cara de un samurái enojado. Aún hoy, cuando los pescadores locales los encuentran, como muestra de respeto a los samuráis Heike, los devuelven al agua. Y es aquí, justo aquí, donde acaban la leyenda y el folclore, para dar paso a una preciosa historia que nos habla sobre el conocimiento científico.
 
Los cangrejos considerados como la encarnación de aquellos guerreros son, concretamente, de la especie heikiopsis japonica —en honor al clan— y, efectivamente, en su caparazón muestra un patrón que se asemeja asombrosamente a las facciones de un samurái. Resulta tan difícil achacar este hecho a la casualidad o a la selección natural que el naturalista Julian Huxley planteó en la revista Life una hipótesis en 1952 que pretendía arrojar luz sobre el misterioso fenómeno. El divulgador Carl Sagan tomó la idea y la narró en su serie Cosmos, en "Una voz en la fuga cósmica", de forma magistral. Según Huxley y Sagan, hace siglos los pescadores se percatarían que algunos cangrejos presentaban en su caparazón formas que, remotamente, se asemejaban a un rostro. Como modo de mostrar su respeto a la legendaria saga de guerreros desaparecidos en aquellas aguas, decidieron indultar a los que presentaban estos diseños en su caparazón, solo atrapando a los que no los presentaban. De esa forma, involuntariamente, inducirían una selección artificial que daría lugar a cangrejos cada vez con más parecido a los rostros humanos. Así, en la misma especie, los que mostraban esta anomalía poseían menos posibilidades de acabar en un puchero y más posibilidades de sobrevivir, de reproducirse y —por consiguiente— de transmitir sus genes —creadores de caparazones con cara de samurái—  a sus descendientes. Del mismo modo, aquellos individuos que menos se asemejaban a guerreros, poseían más posibilidades de ser retirados de la carrera por la supervivencia y acabar sus días en el plato de algún japonés. 
 
Esa presión selectiva involuntaria ejercida durante siglos en la misma bahía daría lugar a cangrejos extraordinariamente parecidos a las faces legendarias. Se trata de una resolución sumamente hermosa para el misterio que, a la vez, resultaba un ejemplo muy didáctico de la selección evolutiva.

Una horrible verdad 
Pero, desgraciadamente, para los amantes de las historias con finales cerrados, la historia no terminó aquí. En los noventa, Joel Martin analizó la teoría de Huxley y de Sagan, presentando varias pruebas en contra. Por un lado, el registro fósil demostraba que cangrejos con esos diseños ya vivían mucho antes de la Batalla de Dun-no-ura y de la aparición de nuestra especie sobre la faz de la Tierra. Por otro lado, otras especies que habitan en lugares alejados y en los que la costumbre de los pescadores de Honsü no existe, también muestran formas parecidas. Finalmente, los relieves en el tórax de los cangrejos samurái obedecen a las inserciones musculares y de determinados órganos internos en el exoesqueleto. Y, la semejanza con un rostro humano, a la casualidad. El abuelo de Huxley —también científico— dejó escrita una frase que puede aplicarse perfectamente a esta historia: «La gran tragedia de la ciencia: la muerte de una bella hipótesis en manos de una horrible verdad». Paradójicamente, al echar por tierra la sugerente historia de los pescadores modelando involuntariamente la evolución de un crustáceo, historia que haría las delicias de cualquier naturalista, el método científico se mostró en toda su grandeza y belleza. El conocimiento no obedece a las teorías que puedan ser contadas de forma más hermosa; obedece a la evidencia contrastada y a los datos objetivos, no sujetos a los sentimientos estéticos ni subjetivos. Por ello, personas racionales y de pensamiento científico como Julian Huxley o Carl Sagan, se hubiesen mostrado absolutamente felices al comprobar cómo su bella teoría era refutada por las evidencias.



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