Este texto es un fragmento de
La ceguera en el cine. Análisis crítico de 125 películas sobre personajes invidentes
Marcos Serrano Galindo
CINEMA PARADISO (1988)
Título original: Nuovo Cinema Paradiso
País: Italia
Director: Giuseppe Tornatore
Intérpretes: Philippe Noiret, Enzo Cannavale, Antonella Attili
«Amar el cine es amar la vida».
Nunca el cine ha recibido un autohomenaje tan sentido y sincero como el que Giuseppe Tornatore le rinde en esta película. Pocas obras cinematográficas gozan de consenso tan amplio a la hora de situarla como una de las mejores realizaciones del último cuarto del siglo XX. Es imposible verla y no rendirse incondicionalmente a la hermosura que transmite desde el primer al último minuto de su metraje. Cabría encuadrarla como un film del género cine dentro del cine pero trasciende las delgadas fronteras de cualquier catalogación genérica para erigirse en una película total, que rezuma emotividad y pasión en cada fotograma, aparte de ser toda una lección de vida resumida en la afirmación: Hagas lo que hagas, ámalo, y se nota que Tornatore ama profundamente aquello a lo que se dedica: el cine.
La película nos cuenta una conmovedora historia dividida en tres momentos históricos que giran alrededor de dos personajes: Alfredo y Totó y un edificio: el Cinema Paradiso. Alrededor de ellos Tornatore realiza un retrato de la sociedad italiana en el periodo que abarca desde el final de la II Guerra Mundial hasta bien entrados los ochenta. En el pequeño pueblecito siciliano de Giancaldo se concitan todos los personajes y peripecias que describen el cambio que el mundo ha experimentado durante esas cruciales décadas de la historia del siglo XX, vistas a través de los ojos de sus personajes. Los de Alfredo, el proyeccionista de la sala de cine local, poseedor de la más sublime de las sabidurías, la que enseña la vida; y los de un niño, Salvatore, apodado Totó por su amor al cine y como homenaje al popular cómico italiano. La conexión afectiva que se establece entre ambos es de tal dimensión que no existe modo de calificarla. Alfredo es un buen hombre que no ha tenido hijos y encuentra en el pequeño, cuyo padre se lo ha llevado la guerra, el modo de paliar ese vacío, al tiempo que el niño encuentra en él la figura paterna que no ha conocido y que su agobiada madre, superada por los acontecimientos, no puede desempeñar. Alfredo será el maestro de vida de Totó, desde que comienza a compartir con él, a regañadientes, sus secretos profesionales como proyeccionista hasta, pasados los años, el guía que le muestra los primeros pasos acerca de cómo comportarse en la azarosa vida sentimental de un adolescente. Muy a su pesar, también Alfredo será quien aconseje al joven que abandone el pueblo para abrirse nuevos horizontes en la vida, aun a sabiendas de que ello pondrá fin a su relación. Totó sigue el consejo que su maestro le da y la vida le deparará éxito y reconocimiento profesional.
Sólo se producirá el retorno de un Salvatore adulto al pueblo cuando su madre le hace saber que Alfredo ha muerto. Con su muerte la vida de Salvatore, convertido ya en un cineasta de prestigio, se produce su vuelta a las raíces, al recuerdo de todas aquellas vivencias que lo marcaron para ser un hombre exitoso con toda una trayectoria vital previa, de la que antes había renegado.
El tercer puntal de la narración es el edificio donde está instalado el Cinema Paradiso, dentro de sus muros se pueden ver todas las grandezas y miserias de la condición humana. En los años posteriores a la guerra mundial nos encontramos con una sociedad aún estratificada por la oligarquía en la que la única vía de escape de la gente humilde es adentrarse en las películas que proyectan concitadoras de más espontáneos y primarios sentimientos entre los espectadores, cuando ríen como posesos durante la proyección de Il pompiere di Viggiú (protagonizada, precisamente, por Totó), o lloran a moco tendido con el dramón Cadenas invisibles de Rafaello Materazzo, o tiemblan de miedo con Spencer Tracy en su interpretación en El extraño caso del Dr. Jekyll. Una forma de evadirse de su situación de miseria real, siempre bajo la atenta mirada de un vigilante representante de la Iglesia que salvaguarda la integridad moral de sus parroquianos a base de tijeretazos cercenando toda escena que él entiende como subida de tono (y es de entender que su criterio no es muy laso).
Transcurrida una década, con Totó ya adolescente y Alfredo ciego tras un incendio que devastó el edificio, el cine se reconstruye y ahora es un moderno edificio en el que el nuevo dueño no permite la intromisión censora del sacerdote y se respiran nuevos aires de libertad. Ahora pueden ver en todo su esplendor la espectacular anatomía de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer, lo que desata los más encendidos deseos sexuales en el público, especialmente entre la chavalería, pero también la respuesta popular desde la platea devolviendo escatológicamente los agravios sufridos durante años a los ocupantes de los palcos, representantes de la burguesía. Treinta años después, el nuevo cinema ha pasado a mejor vida y cuando Totó regresa para los funerales de su mentor es un edificio desvencijado en el que en los últimos años sólo se han proyectado películas porno y que finalmente cerró sus puertas porque la gente prefiere ver la tele en su casa. El mismo día del entierro de Alfredo una explosión controlada derriba el edificio para hacer un aparcamiento en la plaza que descongestione la escasez de sitio para el numeroso parque automovilístico del pueblo. El amor compartido de Salvatore y Alfredo al cine se manifestará en la última secuencia en la que el primero, ya de vuelta en Roma, en la sala de proyección del estudio donde trabaja, puede visionar el legado que le dejó su entrañable amigo: un rollo de celuloide con todos los cortes censurados por el cura (sobre todo besos) que Alfredo había guardado todos esos años para que Totó nunca olvidara sus orígenes y la esencia del amor por aquello a lo que finalmente dedica su vida.
Los valores estéticos de la película son innegables. La partitura de Ennio Morricone es, sin duda, una de la más recordadas y recurrentes en todas las antologías de Música de Cine y tiene tal poder de suscitar profundas emociones que forma parte inseparable de las imágenes a las que subraya dándoles una nueva dimensión. En toda la película late un espíritu felliniano inconfundible que se desgrana aquí y allá en mil y un detalles, desde la presencia esporádica del alienado que dice ser el dueño de la plaza hasta el “tonto de la moto” que aparece en la secuencia de la demolición. Podría decirse que Fellini es el inspirador y principal receptor del homenaje al cine que se extiende a todos aquellos personajes que continuamente aparecen en las secuencias de las películas proyectadas, en los trailers, en los carteles, en las fotos y en todo lo que contribuye a que esta película haga recuperar a personas de generaciones anteriores el aroma imperecedero del cine de toda una época.
PERSONAJE CIEGO: Alfredo (Philippe Noiret) es el operador proyeccionista del cine del pueblo. Se siente orgulloso de su trabajo y con él sabe que cumple con la misión de hacer más felices a los habitantes de Ciancaldo. Estima que nadie más que él mismo sería capaz de saber manejar la complicada maquinaria de proyección, no en vano lo viene haciendo desde los diez años, cuando aún tenía que hacer girar una manivela para proyectar las películas. Por eso, al principio, considera molesta la presencia de un espabilado, y pelín impertinente, niño que quiere aprender el oficio, con la fuerte oposición de la madre, por cierto. Trata de asustarlo advirtiéndole del peligro que conlleva su profesión debido a la inflamabilidad del celuloide que podría ocasionar un incendio en cualquier momento, si no se tiene un alto grado de especialización.
Nada arredra a Totó que no ceja en su empeño y que ve la oportunidad de salirse con la suya en un examen de capacitación para graduado escolar en el que se presenta Alfredo y el niño aprovecha la ocasión para chantajearlo a cambio de soplarle las soluciones correctas del examen. A partir de ese momento, Alfredo y Totó comparten la cabina de proyección codo con codo, convirtiéndose en amigos inseparables.
Una noche se produce la tragedia, mil veces anunciada por Alfredo, el celuloide sale ardiendo y, a pesar de sus esfuerzos, el fuego se hace incontrolable. Sobre sus ojos se proyecta una fuerte llamarada que procede del proyector y el hombre pierde el sentido cayendo entre las llamas. Al declararse el incendio todo el mundo huye despavorido de la sala, pero Totó tiene los arrestos de subir hasta la cabina y arrastrar como puede el pesado cuerpo de Alfredo hasta sacarlo del foco del incendio, salvando con ello su vida. Aun así, las quemaduras que tiene en su rostro le harán perder la vista para siempre. Pasados unos años y siendo Totó desde el accidente el proyeccionista de Cinema Paradiso, es ahora Alfredo el que lo acompaña en la cabina, todavía enseñándole muchos secretos de la profesión y del cine, con continuas referencias textuales a películas, y convirtiéndose en su guía del que aprenderá los grandes secretos de la vida y del amor, aunque el primer gran amor de Totó, tras una hermosa relación, se diluya y desaparezca cuando tiene que incorporarse al servicio militar obligatorio. Totó, que ya había hecho sus pinitos con una pequeña cámara de super 8, tras perder la pista de la chica de la que se enamoró, y no atándolo nada al pueblo, sigue el consejo de su amigo y se va. Durante los próximos treinta años Salvatore se ha convertido en lo que siempre deseó: un cineasta de éxito, siguiendo la máxima de quien tanto lo quiso: amar sin medida aquello que se hace.
Alfredo desde su ceguera y su sabiduría de la vida, emanada principalmente del cine, es uno de los personajes invidentes más entrañables, reconocibles e inolvidables de la galería de caracteres cinematográficos que forman parte de este trabajo.
La película nos cuenta una conmovedora historia dividida en tres momentos históricos que giran alrededor de dos personajes: Alfredo y Totó y un edificio: el Cinema Paradiso. Alrededor de ellos Tornatore realiza un retrato de la sociedad italiana en el periodo que abarca desde el final de la II Guerra Mundial hasta bien entrados los ochenta. En el pequeño pueblecito siciliano de Giancaldo se concitan todos los personajes y peripecias que describen el cambio que el mundo ha experimentado durante esas cruciales décadas de la historia del siglo XX, vistas a través de los ojos de sus personajes. Los de Alfredo, el proyeccionista de la sala de cine local, poseedor de la más sublime de las sabidurías, la que enseña la vida; y los de un niño, Salvatore, apodado Totó por su amor al cine y como homenaje al popular cómico italiano. La conexión afectiva que se establece entre ambos es de tal dimensión que no existe modo de calificarla. Alfredo es un buen hombre que no ha tenido hijos y encuentra en el pequeño, cuyo padre se lo ha llevado la guerra, el modo de paliar ese vacío, al tiempo que el niño encuentra en él la figura paterna que no ha conocido y que su agobiada madre, superada por los acontecimientos, no puede desempeñar. Alfredo será el maestro de vida de Totó, desde que comienza a compartir con él, a regañadientes, sus secretos profesionales como proyeccionista hasta, pasados los años, el guía que le muestra los primeros pasos acerca de cómo comportarse en la azarosa vida sentimental de un adolescente. Muy a su pesar, también Alfredo será quien aconseje al joven que abandone el pueblo para abrirse nuevos horizontes en la vida, aun a sabiendas de que ello pondrá fin a su relación. Totó sigue el consejo que su maestro le da y la vida le deparará éxito y reconocimiento profesional.
Sólo se producirá el retorno de un Salvatore adulto al pueblo cuando su madre le hace saber que Alfredo ha muerto. Con su muerte la vida de Salvatore, convertido ya en un cineasta de prestigio, se produce su vuelta a las raíces, al recuerdo de todas aquellas vivencias que lo marcaron para ser un hombre exitoso con toda una trayectoria vital previa, de la que antes había renegado.
El tercer puntal de la narración es el edificio donde está instalado el Cinema Paradiso, dentro de sus muros se pueden ver todas las grandezas y miserias de la condición humana. En los años posteriores a la guerra mundial nos encontramos con una sociedad aún estratificada por la oligarquía en la que la única vía de escape de la gente humilde es adentrarse en las películas que proyectan concitadoras de más espontáneos y primarios sentimientos entre los espectadores, cuando ríen como posesos durante la proyección de Il pompiere di Viggiú (protagonizada, precisamente, por Totó), o lloran a moco tendido con el dramón Cadenas invisibles de Rafaello Materazzo, o tiemblan de miedo con Spencer Tracy en su interpretación en El extraño caso del Dr. Jekyll. Una forma de evadirse de su situación de miseria real, siempre bajo la atenta mirada de un vigilante representante de la Iglesia que salvaguarda la integridad moral de sus parroquianos a base de tijeretazos cercenando toda escena que él entiende como subida de tono (y es de entender que su criterio no es muy laso).
Transcurrida una década, con Totó ya adolescente y Alfredo ciego tras un incendio que devastó el edificio, el cine se reconstruye y ahora es un moderno edificio en el que el nuevo dueño no permite la intromisión censora del sacerdote y se respiran nuevos aires de libertad. Ahora pueden ver en todo su esplendor la espectacular anatomía de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer, lo que desata los más encendidos deseos sexuales en el público, especialmente entre la chavalería, pero también la respuesta popular desde la platea devolviendo escatológicamente los agravios sufridos durante años a los ocupantes de los palcos, representantes de la burguesía. Treinta años después, el nuevo cinema ha pasado a mejor vida y cuando Totó regresa para los funerales de su mentor es un edificio desvencijado en el que en los últimos años sólo se han proyectado películas porno y que finalmente cerró sus puertas porque la gente prefiere ver la tele en su casa. El mismo día del entierro de Alfredo una explosión controlada derriba el edificio para hacer un aparcamiento en la plaza que descongestione la escasez de sitio para el numeroso parque automovilístico del pueblo. El amor compartido de Salvatore y Alfredo al cine se manifestará en la última secuencia en la que el primero, ya de vuelta en Roma, en la sala de proyección del estudio donde trabaja, puede visionar el legado que le dejó su entrañable amigo: un rollo de celuloide con todos los cortes censurados por el cura (sobre todo besos) que Alfredo había guardado todos esos años para que Totó nunca olvidara sus orígenes y la esencia del amor por aquello a lo que finalmente dedica su vida.
Los valores estéticos de la película son innegables. La partitura de Ennio Morricone es, sin duda, una de la más recordadas y recurrentes en todas las antologías de Música de Cine y tiene tal poder de suscitar profundas emociones que forma parte inseparable de las imágenes a las que subraya dándoles una nueva dimensión. En toda la película late un espíritu felliniano inconfundible que se desgrana aquí y allá en mil y un detalles, desde la presencia esporádica del alienado que dice ser el dueño de la plaza hasta el “tonto de la moto” que aparece en la secuencia de la demolición. Podría decirse que Fellini es el inspirador y principal receptor del homenaje al cine que se extiende a todos aquellos personajes que continuamente aparecen en las secuencias de las películas proyectadas, en los trailers, en los carteles, en las fotos y en todo lo que contribuye a que esta película haga recuperar a personas de generaciones anteriores el aroma imperecedero del cine de toda una época.
PERSONAJE CIEGO: Alfredo (Philippe Noiret) es el operador proyeccionista del cine del pueblo. Se siente orgulloso de su trabajo y con él sabe que cumple con la misión de hacer más felices a los habitantes de Ciancaldo. Estima que nadie más que él mismo sería capaz de saber manejar la complicada maquinaria de proyección, no en vano lo viene haciendo desde los diez años, cuando aún tenía que hacer girar una manivela para proyectar las películas. Por eso, al principio, considera molesta la presencia de un espabilado, y pelín impertinente, niño que quiere aprender el oficio, con la fuerte oposición de la madre, por cierto. Trata de asustarlo advirtiéndole del peligro que conlleva su profesión debido a la inflamabilidad del celuloide que podría ocasionar un incendio en cualquier momento, si no se tiene un alto grado de especialización.
Nada arredra a Totó que no ceja en su empeño y que ve la oportunidad de salirse con la suya en un examen de capacitación para graduado escolar en el que se presenta Alfredo y el niño aprovecha la ocasión para chantajearlo a cambio de soplarle las soluciones correctas del examen. A partir de ese momento, Alfredo y Totó comparten la cabina de proyección codo con codo, convirtiéndose en amigos inseparables.
Una noche se produce la tragedia, mil veces anunciada por Alfredo, el celuloide sale ardiendo y, a pesar de sus esfuerzos, el fuego se hace incontrolable. Sobre sus ojos se proyecta una fuerte llamarada que procede del proyector y el hombre pierde el sentido cayendo entre las llamas. Al declararse el incendio todo el mundo huye despavorido de la sala, pero Totó tiene los arrestos de subir hasta la cabina y arrastrar como puede el pesado cuerpo de Alfredo hasta sacarlo del foco del incendio, salvando con ello su vida. Aun así, las quemaduras que tiene en su rostro le harán perder la vista para siempre. Pasados unos años y siendo Totó desde el accidente el proyeccionista de Cinema Paradiso, es ahora Alfredo el que lo acompaña en la cabina, todavía enseñándole muchos secretos de la profesión y del cine, con continuas referencias textuales a películas, y convirtiéndose en su guía del que aprenderá los grandes secretos de la vida y del amor, aunque el primer gran amor de Totó, tras una hermosa relación, se diluya y desaparezca cuando tiene que incorporarse al servicio militar obligatorio. Totó, que ya había hecho sus pinitos con una pequeña cámara de super 8, tras perder la pista de la chica de la que se enamoró, y no atándolo nada al pueblo, sigue el consejo de su amigo y se va. Durante los próximos treinta años Salvatore se ha convertido en lo que siempre deseó: un cineasta de éxito, siguiendo la máxima de quien tanto lo quiso: amar sin medida aquello que se hace.
Alfredo desde su ceguera y su sabiduría de la vida, emanada principalmente del cine, es uno de los personajes invidentes más entrañables, reconocibles e inolvidables de la galería de caracteres cinematográficos que forman parte de este trabajo.