PRÓLOGO
Yo no busco culpables,
Busco el recuerdo,
de un padre, de un abuelo.
Busco que no se olvide el dolor,
para no volver a ser cometido.
Busco respuestas para vivir en paz,
con lo que ocurre,
con lo ocurrido.
Tengo veintitrés años. Mi abuela dice que acabo de nacer. Mi abuelo, que no sé nada del mundo. Mi madre me animaa levantar la voz contra las injusticias, grita: “vuela libre y sin miedo”. Mipadre me protege y declara: “no quiero que vivas como yo”.
Cuandotenía un año empecé a hablar. Luego, dicen, nunca volví a callar. La vida paramí era y es lo contrario al silencio.
Mispadres trabajaban mucho, siempre estaba con mis abuelos. Pero los fines desemana no parábamos de cantar. A diario, mis abuelos decían “qué bien vivíamoscon Franco”. Los días de fiesta, mis padres y yo cantábamos “Para la libertad”imitando a Serrat.
Conel tiempo, empecé a investigar testimonios de víctimas de la Guerra Civil y delfranquismo. Leía todos los libros que encontraba de historia, de narrativa, losartículos de periódico. Y se me resquebrajaba el corazón. El único remedio eratararear “La maza” de Silvio Rodríguez para que mi padre empezase a canturrear.La única salvación era agarrarme fuerte y escuchar su voz:
«Si no creyera en lo más duro,
si no creyera en el deseo,
si no creyera en lo que creo,
si no creyera en algo puro.
Si no creyera en cada herida,
si no creyera en la que la que ronde.
Si no creyera en lo que esconde
hacerse hermano de la vida.
Si no creyera en quién me escucha,
si no creyera en lo que duele,
si no creyera en lo que queda.
Si no creyera en lo que lucha».
Vuelvo a ser fuerte hasta la próxima. Vuelvo a tener valor. «Avanza, eres fuerte», me dijo un día.
El corazón duele, pero más debe haber dolido una guerra, una dictadura. Mi dolor no era nada comparado con el de aquellas personas. Y seguí estudiando, y seguí leyendo. Y dibujé, y pinté, hice grabados, hice collages. Llevé el grito al arte. Y me siguió doliendo el corazón.
Hasta hoy todo ha cambiado poco. Los sábados me levanto mientras mi padre canta a voz en grito Al Alba de Luis Eduardo Aute. La cinta de radiocasete es la misma en os viajes largos. Y cada día me levanto pensando: «No se puede dejar a nadie en el olvido».
Por esto presento mi libro. Aunque este no es mi libro. Yo solo he recopilado, dibujado o maquetado, como mucho. En realidad, es el libro de todos los poetas muertos, desterrados y encarcelados que aparecen en él. Es el libro de todos los que luchan cada día por la libertad. Es el libro de la nación a la que pertenece. Es el libro de todas las víctimas, de todos los muertos, de los presos, de los exiliados que nunca pudieron volver. Es el libro de quien lo quiera leer. Es un libro para romper los silencios y los olvidos.
Antonio murió en el exilio; Federico, fusilado; Miguel, encarcelado. Y a través de ellos, encuentro la forma de expresar mis sentimientos, mis emociones. Nos dejaron la poesía, combatiendo desde la astucia del arte. Expresaron amor y felicidad, pero también llanto y dolor. Apuntan al pecho con sus armas. Armas llenas de palabras, de afecto y de pasión. Ellos consiguieron ganar la guerra a la guerra porque no quedaron callados.
«Encontraron la libertad
manifestando el dolor en cada verso.
Ahora quiero hacer vuestro este dolor,
que no se lleve ni una estrofa el viento».
Por ello, papá, por favor, vuelve a cantarme esa canción tan bonita. Ese poema deMiguel Hernández que cantaba Serrat. Esa canción que dice: «Para la libertad, sangro, lucho, pervivo».
Antonio
Machado
Estos días azules y este sol de la infancia
«La cenicienta», como apodan sus alumnos a Antonio Machado por ir lleno de ceniza siempre y fumar como un carretero; consideraba la República como la estación de la primavera. Pero de repente, en 1936, llegaba un duro y criminal invierno.
Machado se exiliaba de su tierra natal el mismo año en el que terminaría la Guerra Civil. Cuentan sus familiares que nunca quiso abandonar su España querida, que quería luchar con su pueblo por un sueño de libertad.
Casi obligado a coger ese tren, partía hacia el exilio un 22 de enero de 1939. Apenas medio kilómetro faltaba para cruzar la frontera cuando el tren se paraba. Sin más equipaje que el frío y la lluvia, traspasaba la frontera de Colliure, Francia. Mientras se alejaba de su hogar, algo en su espíritu parecía apagarse. En algún momento expresó que moriría al abandonar España. Y así fue, cuando escasamente unos días después, el exilio terminaría con su vida y la de su madre.
Estos días azules y este sol de la infancia, serían los últimos versos que escribiría, y los únicos caligrafiados desde el exilio. La concluyente oda de Antonio Machado se encontraría en un bolsillo de su abrigo como la única pertenencia que no había quedado en ese tren.
Imagino a Machado, en aquel convoy lleno de gente, escribiendo en un trozo de papel estos versos con un lápiz roído. Apretándolos con fuerza en un puño, cerrando los ojos e imaginando su infancia en Sevilla. Recordando a su hermano Manuel de niño, ignorando que ahora pertenecía a otro bando. Lloviendo fuera del tren, pero con un sol resplandeciente dentro del vagón, y olvidando su dirección al destierro.